Transcurrían las primeras semanas desde su asunción cuando el presidente Arturo H. Illia adoptó la medida más controvertida de su administración, al dejar sin efecto los contratos de concesiones petroleras firmados durante el gobierno desarrollista de Arturo Frondizi.
Los hechos se produjeron hace exactamente seis décadas y tendrían consecuencias decisivas en tanto provocaron un profundo retroceso respecto a los avances alcanzados en materia de autoabastecimiento energético.
Acaso preso de una promesa, Illia pudo verse obligado a cumplir con el compromiso adoptado durante la campaña. Un proceso teñido por el odio que anidaba en el seno del radicalismo del pueblo ante todo lo vinculado con Frondizi y Rogelio Frigerio.
Tal vez actuando con una combinación excesiva de principismo y dogmatismo, Illia se aferraría a su promesa de anular las medidas adoptadas durante la “maldita” experiencia desarrollista.
Años más tarde, el politólogo Vicente Palermo sostuvo que Illia comenzó su gestión anulando los contratos petroleros por estar convencido de que el país no precisaba de ellos para autoabastecerse, “pero sobre todo para señalar que el radicalismo, a diferencia de los desarrollistas, cumplía sus promesas en lugar de traicionar”.
Cumplir a rajatabla las promesas electorales parecía ser un compromiso central de la nueva administración, acaso con el objeto de contraponer su imagen a la de Frondizi, acusado de haber traicionado su propia obra “Petróleo y Política” con la acción de gobierno desplegada durante su mandato.
Lo cierto es que tan sólo 16 días después de haber asumido el Poder Ejecutivo, Illia declaró a la Associated Press que su decisión de anular los contratos petroleros se haría “de acuerdo con la ley y con nuestra Constitución”, y que “habría indemnización”. Illia afirmó que “no tomaremos medidas violentas contra nadie”. Y aclaró: “El gobierno hará las cosas de acuerdo con normas legales. No es intención del Gobierno argentino echar a las compañías petroleras de la Argentina, sino anular los contratos contrarios a su política petrolera”.
Pero sus nobles intenciones provocarían un menoscabo en la relación argentino-norteamericana. A principios de noviembre, el Gobierno recibió la visita del subsecretario de Estado de los EEUU, el legendario embajador Averell Harriman. El enviado de la Administración Kennedy se entrevistaría durante largas horas con el canciller Miguel Ángel Zavala Ortiz y sería recibido por Illia en su despacho de la Casa de Gobierno.
Las conversaciones girarían en torno a la llamada “Enmienda Hickenlooper”, una normativa que establecía la suspensión de la asistencia financiera y la ayuda externa a países que incurrieran en casos de nacionalización, expropiación o incautación de propiedad o control de propiedad de cualquier ciudadano, corporación o sociedad norteamericanos.
El historiador Juan B. “Tata” Yofre recordó en estas columnas que la respuesta del mandatario argentino se basaron en razones políticas “que estaban por encima de cualquier razón jurídica”. Y que como toda explicación, el Ministerio de Economía emitió un comunicado dando a entender que las conversaciones entre el gobierno argentino y Harriman habían ingresado en punto muerto.
Yofre señaló que semanas más tarde, cuando el vicepresidente Carlos Perette fue enviado a Washington para encabezar la delegación argentina a las exequias del presidente Kennedy, no mantuvo conversaciones bilaterales de ninguna importancia.
En sus Memorias, Roberto Alemann -que aún era embajador en los EE.UU. al momento de la anulación de los contratos- sostuvo que “el país pagó ese error muy caro porque cayó la producción y se dejó de aumentarla para exportar”.
Lo concreto es que la medida causaría un profundo daño en la reputación del país y determinaría una importante caída en el nivel de inversión extranjera. Alain Rouquié graficó que la misma se desplomó de los más de 100 millones de dólares correspondientes al año 1962 a 34 millones en 1963, y poco más de 33 millones en 1964.
Para tener una idea de la dimensión de la medida, conviene recordar el contenido de las declaraciones del embajador norteamericano Robert McClintock al diario El Tribuno (Salta) el 2 de abril de 1964. El embajador sostuvo que “en cuanto a inversiones de capital norteamericano no hay ningún interés en el país”. Y en la misma línea, detalló: “Ello se debe a la anulación de los contratos petroleros. Los norteamericanos consideran que los convenios son sagrados y deben cumplirse. La medida dispuesta por la Argentina ha hecho perder la confianza y hay una contracción en las posibles inversiones que podrían haberse hecho en el país.”
La anulación de los contratos petroleros en 1963 implicaría un grave error por parte de las autoridades de la época y un daño ulterior de enorme significación. Al punto de encerrar una importante lección histórica con valor hasta el día de hoy.
En especial porque, 10 años más tarde, cuando se produjo el “shock petrolero” que siguió a la guerra de Yom Kipur, el precio del barril se cuadruplicó en pocas semanas, provocando un daño de magnitud a un país como la Argentina. El que se había dado el lujo de perder el autoabastecimiento energético una década antes.
Entonces, la crisis energética de 1973/74 derivaría en una alteración de los términos del intercambio y del contexto mundial que harían volar por los aires los presupuestos del llamado “Plan Gelbard” aplicado durante el tercer gobierno peronista. Y la Argentina comprobaría, una vez más, el alcance de su frágil exposición a los vaivenes de la economía global.
* Mariano A. Caucino es especialista en relaciones internacionales, y ex embajador argentino en Israel y Costa Rica.