La simultánea publicación de dos nuevos libros sobre una similar temática ha coincidido en los últimos días en poner sobre la mesa el acontecer político de una década singular, devenida mítica, que ha suscitado, dentro y fuera de nuestro país, una generosa bibliografía: los sesenta.
El primero se titula 1966. De Illia a Onganía. Preludio de una Argentina violenta y su autora es la historiadora María Sáenz Quesada, quien ha sido doblemente merecedora del Premio Konek por su producción de perfiles biográficos como el de Roque Sáenz Peña o María Estela Martínez de Perón. Después de ellos publicó su último ensayo previo al actual, dedicado al fin de la Argentina liberal y el surgimiento del peronismo.
El segundo libro, que acaba de aparecer, referido a los sesenta, es el tercer y último tomo de una obra monumental sobre la Iglesia católica frente a la violencia política desatada durante la segunda mitad del siglo pasado y genéricamente titulada La verdad los hará libres, dedicada a examinar no solamente la actitud de la jerarquía eclesiástica (Conferencia Episcopal y la Santa Sede) en esta ardua problemática, sino también la de la multitud de los fieles.
Los obispos encargaron a un grupo de teólogos e historiadores de la Universidad Católica encabezados por su decano Carlos Galli la realización de una investigación que arrojara luz sobre uno de los períodos más dolorosos de nuestra historia, que constituyó el contenido de los dos primeros volúmenes, y esta tercera entrega recoge diversas interpretaciones sobre la misma.
La Argentina violenta
Como ha hecho notar la misma María Sáenz Quesada en una entrevista para la Academia Nacional de la Historia, en ambos casos, en su libro y en la obra de la universidad, el año elegido como punto de partida es el mismo: 1966. La elección no es ociosa por cuanto dicha fecha señala el comienzo de la dictadura militar de la autodenominada Revolución Argentina.
Se trataba de una nueva irrupción de las fuerzas armadas en el orden constitucional -ciertamente no sería ni la primera ni la última- cuya justificación resulta hoy difícilmente sostenible, pero que en su momento suscitó la adhesión de una porción quizás mayoritaria de distintos estamentos políticos, económicos, religiosos y culturales de la sociedad argentina.
Como puntualiza Sáenz Quesada, 1966 nos sitúa en el preludio de una Argentina violenta. Es oportuno atender a que estamos aquí ante una violencia que no estuvo radicada solamente en las fuerzas armadas, sino en una amplia extensión de la vida social, y que anidó en los espíritus antes que en la contundencia de las armas.
En este sentido, el tercer tomo de la obra promovida por el episcopado constituye una nueva mirada que procura discernir interpretaciones que ayudan a una comprensión más profunda de la misma, también de las circunstancias que permiten asignar una diversa gradación de responsabilidades, pero de la cual no pueden existir conclusiones definitivas.
El valor de la libertad
Una atención retrospectiva a este pasado de nuestro acontecer institucional ayuda a reflexionar sobre muchas cosas, también sobre la inmadurez de una vida social sujeta a comportamientos de una llamativa irracionalidad. En este rasgo se identifica una visión maniquea que aún nos atraviesa y que se evidencia una vez más en los términos en que ha sido planteada la presente instancia electoral. Ella aparece signada por el emocionalismo y el deseo de imponer una hegemonía que busca impedir al otro su existencia como protagonista en la construcción de la casa común.
El militarismo, a derecha y a izquierda, fue la expresión política de ese magma. Se trata de una conformación estructural que ha interesado no sólo el cuerpo social de nuestro país sino a una gran parte del área continental y que ha sido reflejada en el boom literario latinoamericano surgido precisamente en la misma década. Las dictaduras militares no fueron sino la contracara de la guerrilla.
En los sesenta la idea mítica de un cambio radical fue el componente principal de un ethos cultural predominante. El trágico error de toda una generación consistió en que ninguna de las partes, ni los militares ni los jóvenes revolucionarios, supieron comprender el valor de la libertad, y que ese cambio tenía sentido si era asentado en criterios que fueran respetuosos de la persona y de sus derechos.
Los historiadores de estas dos descripciones de un pasado que hoy nadie quiere repetir han sabido situar un momento, no por reiterado menos trágico de nuestra historia, que como tal es magistra vitae. Aquellos mesianismos castrenses de ambos signos con sus ideologías contrapuestas han conseguido ser superados, pero no lo han sido las actitudes redentoras que los informaban. Tampoco hemos asistido a la asunción de las respectivas responsabilidades, que es el primer paso del cambio de actitud. En este sentido, ambas obras constituyen un llamado.
En su obra historiográfica del periodo, Sáenz Quesada centra su atención en el gobierno de Arturo Illia, al que despoja también de mitos y equívocos, y rescata la idea de los “hombres grises”, a los que no identifica con la mediocridad sino con el cumplimiento de sus deberes ciudadanos. Más que sentirnos convocados a grandes epopeyas como acreedores de un destino peraltado, los argentinos debiéramos atender la realidad de lo cotidiano, porque los grandes imperios los construyen los grandes hombres, pero el mejor modo de una feliz convivencia es atender el pequeño deber de cada momento.
El bien siempre posible
Revisitar el pasado, auscultar sus intersticios tiene sentido si permite superarlo. Es verdad que parecen haber quedado atrás -Dios quiera que definitivamente- los enfrentamientos violentos. Sin embargo, no hemos conseguido desarticular el subsuelo de la matriz autoritaria que los promueve y los caracteriza, y que lleva a pretender suprimir de la escena política a quienes piensan distinto, sintiéndose cada cual el dueño de la verdad. Aquí es donde se hace necesaria la virtud de la humildad que es el reconocimiento de la realidad. Las virtudes personales construyen los edificios públicos.
Esta subsistente insensatez explica nuestros avatares históricos, pero no se trata de algo definitivo, cuando se acuerda la posibilidad de cambiarlo. No existen los determinismos sino la voluntad individual o colectiva en la dirección de una persona o de una sociedad con vistas a la configuración de su futuro. La misma historia lo demuestra, en tanto señala que, siempre, ese futuro es posible y que depende de nosotros mismos.