Corría la tercera semana de noviembre de 1973 cuando el general Juan Perón firmó -junto a su par uruguayo Juan María Bordaberry- el Tratado del Río de la Plata, en un hito del que se cumplen cincuenta años y que marcó la reconciliación política del peronismo con el Uruguay.
Tras dieciocho años de exilio, Perón había asumido la Presidencia el 12 de octubre de aquel año decisivo, cuando se convirtió en el único argentino en toda la historia en ser presidente por tercera vez.
Superar antiguas antinomias -tanto en lo doméstico como en la política exterior- parecían ser los propósitos del viejo general. Aunque el clima de la época parecía poco propicio.
Para ese entonces, el enfrentamiento interno que se había desatado en el peronismo era total. Al punto que mientras se celebraba una gala en el Teatro Colón, la noche de la inauguración presidencial, Montoneros anunciaba su fusión con las FAR. Cinco días más tarde, Mario Ernesto Firmenich se colocó en abierto desafío ante el general. En su obra “Volver a matar”, Juan B. Yofre recordó que desde Córdoba, el jefe montonero anunció que no disolverían las llamadas “formaciones especiales”.
Poco después, durante una reunión de cuadros y oficiales en la Ciudad Universitaria, Firmenich admitiría abiertamente que su ideología era contradictoria con la de Perón “porque nosotros somos socialistas” y que veían la Comunidad Organizada y la alianza de clases “como un proceso de transición al socialismo”.
Perón, en tanto, se entregó a su mayor interés: la política exterior. En una de sus primeras medidas, designó a Alejandro Orfila como embajador en los EEUU. El mendocino era un diplomático destacado que había sido representante en Japón en tiempos de Arturo Frondizi y que tiempo después sería elegido secretario general de la OEA. Orfila sería considerado el mejor embajador argentino ante la Casa Blanca de las últimas décadas.
En tanto, el día 18, el gobierno condecoró a Licio Gelli con la Orden del Libertador General San Martín.
Pero la violencia no cesaba. El 23, el ERP secuestraba al gerente general de Swissair en Argentina, Kurt Schmidt, quien fue liberado un mes más tarde, después de pagar un rescate de varios millones de dólares.
Por su parte, Perón habló en la CGT, en la primera semana de noviembre. Allí hizo un fuerte condena a los “infiltrados” en el Movimiento peronista. Poco después mantuvo una reunión con representantes de los sectores políticos en la Casa de Gobierno. Entre otros, concurrieron Ricardo Balbín, Fernando de la Rúa, Arturo Frondizi, Héctor Sandler, Horacio Sueldo, Leopoldo Bravo, Elías Sapag, José Antonio Allende.
Fue en aquellas circunstancias en que el Jefe de Estado se propuso cerrar un capítulo del pasado. Arreglar las relaciones con el Uruguay era ahora su propósito.
Acaso con aquellas convicciones concretaría el que puede ser considerado el logro diplomático más importante de su tercera presidencia: la firma del Tratado del Río de la Plata y su Frente Marítimo.
La suscripción del documento llevaría a Perón a trasladarse a Montevideo, en el que sería su único viaje oficial al Uruguay en toda su vida política. Toda vez que, como es sabido, había mantenido una difícil relación con el país vecino durante sus primeras presidencias (1946-55).
Entonces, opositores argentinos habían buscado asilo en el Uruguay y se hacían oír a través de Radio Colonia. Un hecho que indignaba a las autoridades peronistas, otrora obsesionadas con mantener un férreo control de la prensa.
Pero las dificultades no se limitaban a los exiliados. El propio tránsito de personas durante la década peronista había estado sometido a una serie de gravámenes impositivos y requisitos interminables. Al punto que en un momento determinado sólo se podía viajar al Uruguay mediante la obtención de un permiso especial del Ministerio del Interior, a cargo de Ángel Borlenghi.
La relación entre el peronismo y el Uruguay había sido tan mala que el ex presidente Julio María Sanguinetti recordó más de una vez que la caída del régimen peronista, en septiembre de 1955, había sido celebrada en Montevideo como la liberación de París.
Perón mismo se ocuparía de enmendar aquella enemistad. Como un genuino estadista dispuesto a cerrar viejas heridas, dijo: “Un mismo cielo cubre nuestras dos orillas, su azul se refleja en nuestro paisaje, en nuestras aguas y en nuestras banderas. Aceptemos ese simbólico abrazo de la naturaleza como un signo de fraternidad que nos convoca a la paz, al trabajo en común, a la prosperidad y a la felicidad de nuestros dos pueblos”.
El líder parecía haber regresado más sabio, desprovisto de los odios del pasado y dispuesto a inaugurar un tiempo de concordia.
De pronto una elevada aspiración que no encontraría eco en la realidad de la época. La que no escapaba a la espiral de una violencia que no se detenía. Al extremo que dos días más tarde tendría lugar el “debut” de la Triple A en ocasión del atentado frustrado contra el senador Hipólito Solari Yrigoyen (UCR-Chubut).