La pobreza: una herida que no cicatriza

Por distintos motivos, en nuestra sociedad no es clara una cuestión, sí lo es en otras más prósperas: para distribuir, primero hay que generar

Viviendas en un barrio popular de Buenos Aires (Sarah Pabst/Bloomberg)

Nuestra bicentenaria nación vive momentos ambiguos. Por una parte, invita a la algarabía cumplir cuarenta años de un sistema democrático que se ha instalado de manera perpetua; por la otra, se encuentra subsumida en un cuadro de decadencia que, por su espesor, instala la bruma oscura respecto de su posible recuperación.

Esta tierra no solo tiene un problema en su desequilibrada ecuación financiera o en las internas fraticidas que alcanzan a ciertos individuos. La Argentina tiene un profundo desarreglo emocional que la ha llevado a mutar sus valores; se ha acostumbrado a la penuria – a la que cancinamente comienza a venerar – abjurando de los beneficios de la prosperidad.

Es tal el cuadro de psicosis que se va instalando en la sociedad, en ese camino hacia la canonización del pobrismo, que no se logra entender la preferencia por la indigencia ni, mucho menos, ese concepto de distribución equitativa de la miseria. En ese tren de desventura o subversión de valores se combate al emprendedor exitoso, se reivindica al bandido que ha obtenido un tasa de beneficio en función de la apropiación ilegal del tesoro ajeno o del erario común.

He manifestado en este medio que la pobreza y el asistencialismo deben ser estados transitorios. Resulta impropio concebir a la primera como santa, abrazada por la deidad, como prenda de pureza moral o que los pobres son preciosos a los ojos de Dios. Mas aún debe desterrarse los relatos emotivos que aplican una retórica redentora, con el apelativo de concretar el Reino de los Cielos en la Tierra mediante el cual se eleva al pobre de “objeto” de “opción preferencial.

La pobreza es un negocio rentable perfectamente calibrado por ciertos forajidos. Descansa en la explotación de la condición de menesteroso como elemento para su supervivencia o inserción en el sistema; una ecuación ventajosa que se alimenta sobre la angustia que florece por la incertidumbre de no conseguir el alimento, empleo o subsidio que no provenga del Estado y que degrada la dignidad humana al convertir al necesitado en un vasallo del proveedor local que le brinda asistencia a cambio de la mansedumbre a la hora de sufragar.

Una persona en condición de calle durmiendo en la ciudad de Buenos Aires (AP Foto/Natacha Pisarenko)

En ese marco de distribución equitativa de la pobreza, se ha concientizado a grandes segmentos de la sociedad, que la condición misérrima es una consecuencia natural y que existe una obligación social extendida – casi eterna- de manutención con independencia de la producción.

El propalar el negocio de la pobreza alejó de nuestra sociedad una cuestión que es clara en otras más prósperas: para distribuir, primero hay que generar.

Si las cosas son así es imprescindible aumentar no sólo la contracción al trabajo, sino generar la mayor cantidad de valor agregado que nos permita reconstruir nuestro acervo patrimonial y, en un estadio posterior, distribuir racionalmente las utilidades generadas al amparo de la producción o del intercambio de bienes y servicios, sin que sean súbitamente dilapidadas o se dirijan hacia las arcas de un bandido o de un grupo de bandoleros.

Lo peor de todo ello, es la generación en la construcción colectiva de esta actividad como regular: se ha llegado a naturalizar la indigencia - decayendo los esfuerzos para colocarse la patria al hombro - a cambio de un conformismo en la recepción de ciertas migajas. Éstas, encadenan a diferentes sectores de la sociedad en aras de direccionar una conducta electoral definida.

Si no se desea convertirse en la villa miseria de la aldea global, se debe efectuar un giro sustancial respecto de los senderos que se transitan. La esperanza sin racionalidad es la utopía de los tontos. La hora exige cambiar de paradigma y eliminar de manera gradual el vasallaje al cual se somete a gran parte de la población; es imprescindible dirigirse derechamente por el camino de la austeridad, de la racionalidad en la asignación de recursos e impulsar la educación como poder redentor para dejar atrás décadas de decadencia que ha generado esta suerte de esclavitud de hogaño la cual comulga con una condición lindante con el analfabetismo y que se encuentran unidos como el valle a la montaña con la limosna estatal.