ChatGPT es un medio creativo. No es el primero ni el último. La historia del arte está plagada de tecnología. Las guitarras con sus cuerdas elásticas y su caja de resonancia afinada para su preciso color armónico. El pincel, el cincel, el óleo, el acrílico, la historia de la investigación de las tinturas y los lienzos para aumentar el universo de las obras plásticas. Los sintetizadores, las baterías electrónicas y ahora en el corazón mismo del rap, el auto-tune. Cada una de estas herramientas, de madera o de metal, aceites o construcciones de silicio permite al artista llegar a lugares que sin ellas serían inusitados. Pero en general estas tecnologías requieren una gran habilidad manual que hace que solo poca gente con esta pericia técnica pueda ejecutarla. Lleva mucho tiempo sacarle sonidos bellos a un piano o colores memorables y trazos precisos a una paleta de óleo y a un pincel. En cambio, el Chat GPT tiene un rasgo distintivo al resto de las tecnologías desarrolladas en la historia del mundo creativo. Como su interfaz está basada en el lenguaje coloquial, resulta especialmente simple y poderosa. Y, por lo tanto, ofrece una oportunidad para reducir muy sustancialmente la fricción en el proceso creativo. Producir contenido con ChatGPT es como hacer matemáticas con una calculadora: nos da el poder de tercerizar partes del desarrollo y eso nos permite llegar más lejos en nuestras creaciones.
La historia del arte está repleta de talleres en los que los maestros han delegado en sus aprendices la ejecución física de sus ideas artísticas. Esta práctica permitió que los artistas se centraran en la concepción mientras confiaban en otros la ejecución de la labor técnica y material. Desde la antigua Grecia hasta el Renacimiento italiano, artistas destacados como Leonardo da Vinci y Miguel Ángel emplearon ayudantes para producir sus obras maestras. Los aprendices no solo proporcionaron mano de obra, sino que también desempeñaron un papel crucial en la transmisión de habilidades y conocimientos técnicos de una generación a otra.
Esta práctica es de lo más común en el arte contemporáneo. La delegación permite a los artistas explorar nuevas ideas y conceptos sin tener que preocuparse por los aspectos técnicos y prácticos de la producción. Este enfoque colaborativo entre creadores y ejecutores ha sido una estrategia efectiva para mantener viva la tradición artística a lo largo de los siglos. Pero, cada tanto, naturalmente, aparece un conflicto. Y este nos sirve para entender el vínculo entre la IA y el proceso creativo.
El artista italiano Maurizio Cattelan se hizo famoso por sus obras controvertidas: un plátano pegado a una pared, inodoros de oro, patatas aplastadas y una escultura de Hitler rezando que se vendió por más de quince millones de dólares. Cada obra de Cattelan es una idea que interpela no tanto por el objeto, sino por lo que significa o por el contexto en el que se expresa. Cattelan era una máquina de generar ideas de este estilo y encargaba la realización manual de sus esculturas al francés Daniel Druet, por lo que le pagaba un precio que habían acordado. Luego firmaba la obra y la vendía a un precio mucho mayor. Druet sostenía que esto era una estafa, ya que él había esculpido las obras con sus propias manos. Cattelan, en cambio, afirmaba que la idea era suya y que Druet solo había seguido un encargo. En el corazón de la batalla judicial estaba la cuestión de cuán precisas habían sido las instrucciones para realizar las esculturas. Druet decía que él había resuelto casi todo. Cattelan argumentaba lo contrario. El galerista de Cattelan declaró en Le Monde “si Druet gana, todos los artistas serán denunciados y será el fin del arte conceptual”. Tal vez atendiendo esta advertencia, el tribunal francés falló en contra de Druet y decidió que la obra era de quien había tenido la idea y la había expresado en palabras, no de quien la había ejecutado.
Vemos la enorme similitud entre este caso y la composición con GPT. Lo que Cattelan le dio a Druet fue un prompt. Ni más ni menos. Lo que le devolvió Druet fue la ejecución del prompt. El argumento del dictamen fue que las instrucciones de Cattelan eran concretas y no vagas e imprecisas como argumentaba Druet. La esencia de la obra estaba en un prompt bien definido. Así, replanteamos la pregunta compleja de quién hace el arte, si el que lo conceptualiza o el que lo ejecuta, por otra más simple: ¿cuán precisa y específica es la conceptualización y cuánto sin ella no hubiese podido existir esa obra? Todo el viaje que hemos hecho para pensar cómo se configura un buen prompt, cómo se construye y cómo eso ayuda a esculpir nuestras propias ideas, encuentra un paralelo en esta discusión ancestral sobre las fronteras de la creación humana. La única diferencia es si el ayudante es de carne y hueso o de silicio.
Somos contemporáneos de los primeros experimentos de trabajo creativo compartido entre artistas y máquinas. El artista alemán Boris Eldagsen dio la campanada al ganar un prestigioso premio de fotografía. Con la intención de hacer del premio una performance, envió una foto en blanco y negro, de estilo antiguo, similar a las que se tomaban en las primeras décadas de siglo xx. Pero resulta que, en realidad, no había habido ni cámara, ni modelos que posaran, ni iluminación, ni foto. Se trataba, como contó Eldagsen al renunciar al premio, de una imagen creada con IA. Él era, sin embargo, el creador del prompt. Los límites de la autoría hoy son borrosos. O más bien, lo han sido siempre. En su documental F for Fake, también traducido como Fraude, Orson Welles ya exploraba hace cincuenta años cómo la obsesión de atribuir responsabilidad a una persona por la creación de una obra es una invención relativamente nueva. Lo muestra de forma contundente en una secuencia de planos de la épica catedral de Chartres, con una voz en off que narra “Ha estado en pie durante siglos. Tal vez la mayor obra del hombre en todo Occidente y no está firmada”.