Ha de haber razones para ese foco tan intenso, entre ellas sin duda la atención de los espectadores que empujaron una altísima atención y rating muy vitaminizado. Los programas políticos, a un paso de las elecciones generales tan trascendentes y encendidas como pocas veces contra lo que suele decirse acerca del desencanto, la abulia, la indiferencia. En dura y sucia campaña, el tembladeral ideológico, que aquí es sectario cuando no anacrónico, volaron carpetazos con todo tipo de situaciones expuestas y desde luego preparadas para derribar prestigios, amenazas, avances sobre meneos de cama al punto de exponerse una mancha pecaminosa en unas sábanas, no se sabe si a favor o en contra.
Claro que lo que está ocurriendo en el campo minado de la miseria mental, social y económica de estas tristes Provincias del Sur, como evoca la historia y resuena en Borges, es que en numerosos casos se defiende y se obra al mismo tiempo lo afirmado y lo contrario, lo que puede distanciarse y sentarse a disfrutar de jornadas teatrales de gran guiñol, pensar a la desesperada que la nave se moverá de manera muy alarmante, pero no se hundirá o tomará la cicuta como Sócrates, pobre viejo.
Por lo que toca al partido y casi todos lo vimos, escuchamos de alguna manera los más de cien mil argentinos, desde padres con sus bebés en brazos con extraña pedagogía de insultos, estruendo y “pasión”, muchos de los cuales en el entraron y encontraron un lugar en el inmenso sitio de los anfitriones.
Creo que el fútbol -no descubro nada, perdón- emana tal fascinación, belleza y a menudo la magia de regresar en el tiempo a la infancia que es el verdadero idioma universal: se juega con lluvia, con nieve, en canchas deslumbrantes de un verde hipnótico o, millones, en villas, veredas rotas, campitos donde los palos de los arcos se convierten en pilas de ropa para señalarlos, en clubes privados, en cárceles. Allí donde se pone su mirada, hay fútbol.
No se ignora, tanto en los clubes de competencia máxima como en cualquiera de barrio sin duchas calientes, de tierra con pozos y aficionados como arañas en el alambrado para poder insultar mejor a los jugadores y, si pueden, escupirlos: fenómeno a destacar, se agrede a los propios jugadores, al equipo querido: “¡Levantá las patas, ladrón, que ya sabemos donde vive tu vieja!“.
El fútbol, verlo, seguirlo, hablar de fútbol, jugarlo, es un mundo refulgente y eufórico. Al otro lado de la medalla están la sordidez, las extorsiones de las organizaciones ilícitas que campan por sus respetos en los clubes en tanto los “dirigentes” se hacen los distraídos. Pero nada, aún sabido, puede contra el embrujo del fútbol. Nada.
Para ver la final entre Boca Juniors y Fluminense, no solo transcurrió mucho tiempo en comunicación anterior con un gracioso desfile de preguntas a los partidarios de Boca con sus camisetas, breves respuestas que eran siempre las mismas: había que estar allí.
Aquí viene la humillación y el desprecio: los encargados de la organización o como quieran decirlo, de la final, mostró a los hinchas en un desamparo tristísimo.
Una buena cantidad se mandó a Río de Janeiro sin entrada para ver qué pasaba, nadie hizo el mínimo intento de facilitar las cosas a los desamparados que, además, fueron tratados a pechazos de caballos y sables desenvainados por la policía local. Incluso el alcalde de la ciudad incitó a agredir a los argentinos sin brújula.
Los integrantes de la barrabrava tomaron aviones en primera, se alojaron en hoteles de cinco estrellas y llegaron unos quince minutos antes de que empezara.
Aquellos en cierto modo ingenuos que pagaron un montón fueron ignorados por los responsables de tanta injusticia y tanta inmoralidad como mostraron Riquelme y lo que tenían junto con él a cargo de un partido de tanta tensión.
Pero no, se desentendieron de los problemas que gritan, lo que ocurre con un país del cuarto mundo donde el desprecio es moneda corriente: qué se jodan, que vayan al sambódromo por pantallas o en un café cualquiera en la que ninguna garota de Ipanema encantadora pasó por allí y el ambiente era resueltamente hostil.
Se perdió el partido y la vuelta a casa con agotamiento al menos algunos pudieron meter el hocico en un micrófono de canal para agradecer a “mi mujer, la gorda, que es un fenómeno y bancó a los chicos. ¡Un beso!”.
Con una palabra alcanza: vergüenza.