En un balotaje, no habiendo logrado ninguno de los múltiples candidatos la mayoría necesaria en primera vuelta, la neutralidad o las coaliciones políticas de quienes quedaron fuera de la compulsa electoral con alguno de los dos candidatos a competir en segunda vuelta, es una discusión recurrente en la política contemporánea. Y ello es porque en un balotaje no se elige, como acto de decisión basado en preferencias y deseos intrínsecos o criterios subjetivos ante un conjunto de variadas posibilidades, sino que se opta como acto de selección pragmática y lógica, entre un mínimo de alternativas evaluando las circunstancias, sopesando pros y contras, para decidir considerando las consecuencias previsibles y debiendo excluir frecuentemente las predilecciones personales, purismos doctrinarios o ideológicos.
En este contexto, la teoría política de la condescendencia sugiere que los sistemas democráticos están diseñados de manera que favorezcan la continuidad de élites oficialistas. Esto, según Robert Dahl, en una competencia limitada como un balotaje y donde uno de los candidatos es oficialista, daría la razón a la interpretación de la neutralidad por parte de las agrupaciones fuera de competencia, como una forma deliberada o no, de mantener el statu quo gobernante.
Giovanni Sartori argumenta que la neutralidad tanto de los partidos, de los políticos como de los votantes independientes en un balotaje tampoco garantiza la competencia representativa entre los candidatos, resultando en favor de los oficialismos que predominan en este escenario, excluyendo a actores políticos emergentes. Samuel Huntington agrega que la neutralidad en un balotaje lleva a una democracia de baja intensidad dado que no conduce a cambios significativos en las políticas públicas.
Luego, la neutralidad en un balotaje si bien debilita la legitimidad de origen y representatividad del ganador no tiene efectos prácticos en sus facultades ejecutivas, tan sólo evita la oportunidad de desafiar de manera significativa el estado actual de situación favoreciendo la continuidad de las élites políticas gobernantes.
Ahora bien, bajo la pragmática política, los partidos frecuentemente se ven motivados e incluso obligados a realizar compromisos y formar coaliciones para avanzar en sus agendas y alcanzar sus objetivos constituyendo mayorías o gobiernos estables. Pero dicha dinámica plantea cuestiones éticas fundadas en la idea de negociación para lograr fines comunes entre partidos con diferencias ideológicas.
Aquí, por un lado, Hannah Arendt argumenta que siendo la política esencialmente un espacio de acción colectiva y debate inherentemente plural, la diversidad dentro de las coaliciones es un aspecto positivo. Concepto que Russell Hardin nutre sugiriendo que las coaliciones entre partidos reflejan la multiplicidad de opiniones en la sociedad, enriqueciendo la representación y beneficiando la toma de decisiones políticas. Pero, por otro lado, David Miller sostiene lo problemático de la diversidad ideológica en coaliciones, ya que conduce a compromisos que devalúan los principios fundamentales de los partidos integrantes. Por ello, uno de los principales desafíos éticos en las coaliciones dentro de sistemas multipartidistas radica en los límites de la negociación frente a la diversidad ideológica que contienen y representan.
En este sentido, John Rawls propone que las coaliciones deben estar motivadas por el deseo de alcanzar el bien común, respetando los principios de justicia y equidad, resguardando la coherencia ideológica y la representación de intereses. Porque la participación en coaliciones funcionales puede exigir compromisos que contradigan los principios fundamentales de un partido, generando conflictos morales y éticos en sus miembros.
Luego, en términos de Kant, tanto el contrato implícito entre candidato y votante, como entre partidos en alianzas, son obligaciones morales pero que incluyen una dinámica que acorde a Jordi Muñoz, frecuentemente se centran en resolver problemas inmediatos aunque carentes de visión y compromiso para abordar cuestiones estructurales más profundas, resultando en vínculos frágiles, inherentemente inestables y soluciones superficiales que no abordan adecuadamente los problemas subyacentes. Esto resulta en desacuerdos internos, disputas y, en última instancia, la ruptura de la alianza, lo que dificulta la implementación exitosa de políticas a largo plazo. Pero dicha quebradiza naturaleza política de las alianzas no resulta en perjuicio del cumplimiento de lo establecido por Rawls, sin lo cual existe el riesgo de traición política, definida por Michael Freeden como la ruptura de la lealtad hacia el grupo que el político representa, abandonando o modificando sus compromisos ideológicos iniciales.
Luego, para neutralizar el riesgo de socavar la integridad de la plataforma política partidaria y su contrato con el votante, las coaliciones, para Christopher Kutz y Anne Phillips, deben ser transparentes y responsables respecto de los acuerdos y compromisos, debiendo ser asumidos públicamente explicando en congruencia con su ideario y recientes alianzas o actuaciones, las razones para forjarlas ahora con otros políticos no elegidos por sus votantes y más aún cuando se trata de apoyo a acérrimos opositores dada su contradicción ética y estratégica que ello representa.
Una vez resuelto el tema de la neutralidad y lo partidario, William Riker sostiene que la ética del político en lo personal debe centrarse en su responsabilidad ante sus votantes. Y así como una coalición representa un compromiso para avanzar en políticas específicas, siendo esencial que los partidos sean responsables ante sus electores, en el caso del político electo la cuestión radica en el alcance de su mandato y capacidad para aliarse con otros políticos a quienes sus votantes no eligieron.
Por eso, el político, participante o no del balotaje, enfrenta el desafío de equilibrar su deber de representar a sus electores con la necesidad de forjar alianzas y coaliciones para lograr sus objetivos. Y si el mandato de un político es fundamentalmente un contrato con sus electores, existe la ineludible responsabilidad de representar los intereses de sus votantes y tomar decisiones informadas en su nombre, como la base misma de la democracia representativa.
Ahora bien, este mandato no debe interpretarse de manera rígida, sino tal como aporta Philip Pettit abogando por un enfoque republicano de la democracia, los políticos tienen cierta discreción para buscar el bien común, incluso si esto implica forjar alianzas con otros no elegidos por sus votantes. Siempre justificándolo bajo la condición de Rawls, focalizando en la responsabilidad de buscar un equilibrio entre la representación de los intereses de sus votantes y la promoción del bien común en el contexto de una sociedad pluralista. Aunque como apunta Jeremy Waldron, extremando el cuidado en la importancia de la legitimidad democrática, porque la alianza entre políticos electos con diferentes votantes, uno dentro y otro fuera del balotaje, puede socavar la admisibilidad en la toma de decisiones políticas y erosionar la confianza en el sistema democrático llevando a la percepción de que los políticos están dispuestos a sacrificar sus principios en aras del poder.
Concluyendo, en un balotaje como proceso de opción y no de elección, siendo la neutralidad una forma de mantener el statu quo oficialista, le corresponde a los partidos o políticos fuera de competencia y aun con sus diferencias ideológicas, la responsabilidad ética de pronunciarse por uno de los candidatos o agrupaciones, pero siempre bajo la premisa de la transparencia pública, manteniendo el equilibrio entre la necesidad pragmática, la integridad o coherencia político-partidaria y la responsabilidad contractual con sus votantes, como factores claves para resolver el conflicto ético partidario y personal sin incurrir en la mencionada traición política.