El descenso de la política mundial

El orden global surgido al fin de la Guerra Fría parece estar en entredicho. A la pandemia del COVID 19 le siguió la invasión rusa a Ucrania para concluir en los trágicos acontecimientos del primer sábado de octubre, con el ataque terrorista que sufrió Israel por parte de Hamas

En esta imagen sin fecha, proporcionada por el ejército de Israel, soldados participan en su campaña terrestre en la Franja de Gaza. (Fuerzas de Defensa de Israel vía AP)

La sucesión de conflictos y disrupciones en la escena global parece llamada a recordarnos que si bien sólo han transcurrido poco más de tres décadas desde el fin de la Guerra Fría, el mundo en poco o nada se parece a aquel que imaginamos al concluir el orden bipolar en 1989/1991.

Entonces, la caída del Muro de Berlín había inaugurado una ola de optimismo. Una promesa de libertad, democracia, respeto a los Derechos Humanos y economías abiertas parecía al alcance de la mano.

Al colapso de los regímenes socialistas de Europa Oriental había seguido la disolución del imperio soviético. Cesando en su existencia como realidad geopolítica y como sujeto de derecho internacional, la otrora todopoderosa Unión Soviética había caído como un castillo de naipes.

Privado de su enemigo estratégico, Washington había emergido como un coloso. Nunca en la historia reciente una potencia había adquirido un poder semejante en relación con las otras. Al punto de erigirse -en los términos del canciller francés Hubert Vedrine- en una auténtica “híperpotencia”.

Pero cuando los beneficios de la “Pax Americana” parecían asegurados, la Historia golpeó a la puerta. Imponiendo sus designios, una vez más.

Porque mientras soñábamos con el paraíso del “fin de la Historia”, llegó el 11 de septiembre. Una atrocidad destinada a recordarnos que vivíamos en un mundo plagado de peligros, en el que nadie estaba enteramente a salvo. Ni siquiera el país más poderoso de la Tierra. El que volvería a ser golpeado en la crisis financiera (2008), cuyo epicentro se generó en los mismos EEUU.

Ataque ruso con drones en la ciudad ucraniana de Járkiv. EFE/EPA/SERGEY KOZLOV

Dos eventos llamados a marcar el preludio de nuestro presente. El que clausuraría definitivamente aquellas ilusiones para derivar en un presente caracterizado por la muy mala relación que las grandes potencias han venido desarrollando en el pasado reciente.

La que pudo tener -de acuerdo a Alberto Hutschenreuter- un punto de inflexión en el año 2014. A partir del colapso de las relaciones ruso-americanas provocada por la anexión -o reincorporación de acuerdo a la narrativa rusa- de Crimea. Provocando el curso de descenso de la política internacional que acabaría por perfeccionarse con la pandemia universal (2020) y el “regreso” de la guerra interestatal que siguió a la “operación militar especial” lanzada por el Kremlin el 24 de febrero de 2022.

Pero lo cierto es que aquellos sucesos clausuraron la cooperación entre las grandes potencias. Las que parecieron hermanadas por el reto que implicaba el terrorismo transnacional a fines de los 90 y comienzos de los 2000.

Para desembocar en este presente, en el que los EEUU enfrentan simultáneamente a China y Rusia. Con el menoscabo que ello supone para los intereses occidentales. A la vez de imponer limitaciones objetivas a toda posibilidad de abordar las grandes problemáticas que enfrentamos.

Toda vez que el orden global surgido al fin de la Guerra Fría parece estar en entredicho. Especialmente porque al menos dos de las primeras tres potencias de este mundo consideran que el mismo contiene dosis de ilegitimidad inaceptables. Al extremo de llevar a una de ellas a iniciar una política revisionista, lo que incluye el desafío directo al orden mundial basado en la regla elemental de la inviolabilidad de las fronteras.

Es en este marco en que asistimos a una serie de disrupciones en la escena global. A la pandemia del COVID 19 siguió la invasión rusa a Ucrania. La que exacerbó el conflicto virtualmente interminable arrastrado de las antiguas rivalidades derivadas de la cuestión crucial de la expansión de la OTAN. Un punto irritante que a su vez coloca, en veredas opuestas, a Washington y Beijing.

Para desembocar en una guerra convencional con miles de muertes. Pero aquella tragedia no es un hecho aislado. Porque como hemos visto, una vez más, la envenenada política del Cáucaso volvería a las portadas de los periódicos. Con el derrumbe de la situación en Nagorno-Karabaj y el drama humanitario por el que atravesarían decenas de miles de armenios.

Para concluir en los trágicos acontecimientos del primer sábado de octubre. Cuando en un atroz atentado terrorista, Hamás provocó el mayor ataque en la historia del Estado de Israel. Reviviendo el drama infinito en torno a la cuestión palestina al tiempo que desató el más brutal odio genocida contra el pueblo judío desde el Holocausto.

De Ucrania al Cáucaso y del Cáucaso a Oriente Medio, el resurgimiento de antiguos conflictos geopolíticos de pronto nos advierte hasta qué punto las ensoñaciones de aquel “Nuevo Orden Mundial” han quedado sepultadas.

Acaso son éstas las notas principales del tiempo que nos toca vivir. En el que emerge la urgente necesidad de que las grandes potencias encuentren un mínimo entendimiento en torno a algún equilibrio de poder capaz de dotar al sistema internacional de cierta dosis de estabilidad.

Lo que equivale a sostener el imperativo de un orden global tendiente a garantizar un balance de poder capaz de administrar los conflictos que se acumulan en el teatro del mundo. El que sólo puede ser alcanzado a través de los esfuerzos de una diplomacia realista que aspire al modesto pero indispensable intento de procurar soluciones aproximadas a problemas virtualmente insolubles.