El año pasado fui por primera vez a la Marcha del Orgullo y conté en esta columna que lo hice con algo de pudor. Me parecía que estaba ocupando un lugar que no me era propio, como esos varones que posan de aliados en las marchas feministas. Lo consulté con varios amigos y todos coincidieron: andá igual, es una fiesta, y es una fiesta inclusiva. Este año no tengo dudas, acepté la invitación para subir a la carroza de Jean-Paul Gaultier –un nombre históricamente comprometido con la diversidad– sintiendo que hay muchas más razones para estar ahí; que seguir orgullosos y bailando en medio del miedo y la desesperanza es dejar en claro que los derechos no se negocian.
Es bastante obvio que las conquistas del movimiento de mujeres y las de los activismos LGTBIQ+ son tan indivisibles como complementarias y también que la amenaza latente que nos atemoriza por estos días es sobre esas conquistas colectivas. Si siempre avanzamos de la mano, los retrocesos que algunos promueven sin ponerse colorados –o acompañan amparados en una lista de supuestas condiciones para tranquilizar sus conciencias– también pueden ser para todos y tenemos que impedirlos juntos.
Es raro este clima de época: el péndulo revolucionario del que hablaban tantos unos años atrás ahora parece estar descontrolado. Hace apenas unas semanas el ahora diputado electo por Tucumán Ricardo Bussi (LLA) se refirió a la comunidad de un modo en que –por lo menos desde los 90 hasta este nuevo tiempo absurdo y violento– la gente como él tenía el mínimo decoro de guardar para el ámbito privado: “Son personas, son seres humanos que merecen todo nuestro respeto. Como los rengos, los ciegos y los sordos”, dijo (no en cualquier lado, sino) durante el debate de los candidatos de esa provincia. Después, agregó: “No sé por qué hay que darle un cargo público a alguien por ser travesti. Eso lo pagamos nosotros. El que decide ser travesti, que se la banque solo. El Estado no le puede dar una cuota a alguien que pertenece a un grupo minoritario, porque el Estado lo pagamos todos”. Hablaba, claro, del cupo laboral trans y en términos muy parecidos a los que ya usó el año pasado la hoy aliada táctica más impensada del progresismo, Amalia Granata.
“En estos tiempos de crisis tan importante, hay que entender a todos los seres humanos por igual. Sin distinciones de ninguna manera, ni ideológicas, ni religiosas, ni de condiciones físicas o de elecciones sexuales. Eso es independiente: el Estado no tiene nada que ver”, dijo Bussi y volvió a instalar la idea insultante de que uno de los colectivos que ha sido más discriminado en la historia es en realidad beneficiario de “privilegios” que deben eliminarse. La frase con la que cerró su intervención lo habría condenado a la derrota hace sólo unos años: “Eso es la libertad individual de cada persona a elegir su inclinación sexual, y nosotros lo respetamos. Lo que no queremos es que lo tengamos que bancar entre todos porque, el que decidió su camino sexual, es responsable de sus elecciones. No tenemos que hacer cargo de eso a toda la comunidad”.
¿Nuestra identidad sexual nos hace responsables de la discriminación que podamos sufrir? ¿Eso quiso decir el diputado? ¿Cuántas veces se va a invertir la carga de la culpa para señalar a víctimas con la pollerita corta? ¿Por qué y en qué momento lo naturalizamos?
En este escenario en el que la negación pública de la identidad y los derechos vuelve a ser moneda corriente sin que el escándalo alcance más que algunos titulares, pero no llegue a mover la sensibilidad real de una ciudadanía que acusa más los golpes en el bolsillo que en la moral, la noción básica del orgullo se vuelve más necesaria que nunca. Ninguna persona debería avergonzarse jamás de lo que es, ni soportar la exclusión y las agresiones, sea cual sea su orientación sexual o su identidad; ni siquiera cuando los discursos reaccionarios perdieron definitivamente la vergüenza. Menos que menos.
En las últimas décadas en la Argentina hemos tenido, pese a todo, muchos motivos para estar orgullosos. Fuimos pioneros en imponer una agenda de género y diversidad, y tenemos leyes –del matrimonio igualitario al mismísimo cupo laboral trans– que son estudiadas y replicadas en todo el mundo. La primera Marcha del Orgullo en Buenos Aires, 31 años atrás, fue también la primera expresión –sino masiva, definitivamente pública y con repercusiones mediáticas– de esa diversidad.
Fue el 3 de julio de 1992 –después pasaría a noviembre para no exponer a las bajas temperaturas a los manifestantes que viven con VIH–, una semana después del Día Internacional del Orgullo, que es el 28 de junio. Y, como suele recordar Gustavo Pecoraro, referente ineludible del activismo que participó de la gesta: “Se convirtió en uno de los eventos de la sociedad más importantes del país más allá del colectivo LGTBIQ+, hoy es una manifestación de la sociedad que sabe que existe este día para celebrar”.
La Peco será una de las personalidades homenajeadas mañana en la XXXII Marcha del Orgullo, parte de la memoria de lo que costaron –e incluso de las vidas que costaron– estas tres décadas de lucha y conquistas. “En aquel momento, yo no tenía la futurología para entender que treinta años después íbamos a haber logrado tantas leyes y la marcha iba a convocar a tanta gente –el año pasado fueron un millón trescientas mil personas–, porque aunque la figura de Carlos (Jáuregui) ya era muy importante, éramos poquitos en la calle. Pero se había sumado el activismo lésbico, y las compañeras travestis y transexuales venían con sus propios reclamos que eran diferentes de los de los varones gays; por eso esa primera marcha significó la primera salida como colectivo, fue el germen de la visibilidad de nuevas identidades”, me dice al teléfono desde Madrid.
Parece mentira pensarlo ahora –o una imagen de la distopía regresiva que aún puede evitarse–, pero en ese entonces y después de una década de democracia, todavía regían la ley de Averiguación de Antecedentes y los edictos policiales con los que se perseguía a personas LGTBIQ+. “Era de noche, hacía mucho frío, y no sabíamos qué podía pasar –dice Gustavo–. Yo estaba algo frustrado con la convocatoria en comparación con las marchas por los Derechos Humanos o las sindicales, que eran imponentes. Pero Carlos, con una visión que nos estimuló para avanzar, dijo una frase que ahora es parte de la hemeroteca fílmica: ‘Salimos pocos, esta es nuestra primera marcha, pero va a haber más y dentro de treinta años vamos a seguir marchando’”.
Esa visión se impondrá otra vez mañana en la Avenida de Mayo, donde, como dice Pecoraro, “la marcha ha logrado ser un espacio seguro y de orgullo para decenas de miles de personas LGTBIQ+ que quizás el resto del año viven muy mal y ese día se ponen sus mejores galas para bailar con desconocidos, y se divierten y se ríen y tienen un sentido de pertenencia que es muy difícil. Por ahí ese pibe o esa piba que bailan sufren bullying en el colegio, o les pegan en el barrio, o sus padres no los entienden ni los escuchan. Entonces es un espacio asociativo de la sociedad, un espacio político, no político partidario, pero sí político, porque necesitamos y conseguimos leyes y derechos para nuestra protección y garantía constitucional y también necesitamos sostenerlos”.
Con un panorama político similar en España, donde los sectores reaccionarios también entienden como libertad la liberación abierta de discursos de odio como los que no tenemos que acostumbrarnos a escuchar, La Peco tiene el convencimiento de que “hay que dejar de abrir grietas entre la gente que marcha en la misma vereda, porque quienes nos enfrentan marchan contra nosotros y vienen por nosotros y por nuestros derechos. Y lo dicen, no lo ocultan”. No tengo dudas yo tampoco: la verdadera grieta no es partidaria, sino ante quienes no priorizan los derechos y la democracia. Por esos derechos vamos a marchar mañana y ojalá seamos muchísimos. Por esos derechos, como decía Jáuregui, y también para honrarlo, es que vamos a seguir marchando.