Tras más de seiscientos días de guerra sin tregua, rusos y ucranianos se encuentran en una situación en la que ninguna de las dos partes pareciera en condiciones de lograr la decisión militar, entendiendo por ello la expulsión de las fuerzas invasoras de la totalidad del territorio ucraniano por parte de las fuerzas de Kiev, o bien, la consolidación del control ruso de los territorios del Dombás por parte de Moscú.
Por ello se considera que esta confrontación entre Rusia y Ucrania pasará a engrosar la lista de guerras largas en la historia.
El eventual final de la guerra no implicará necesariamente la llegada del orden, es decir, la paz. En cualquier caso, el grado de insatisfacción geopolítica sumada a las profundas heridas que dejará por décadas la invasión y la guerra tendrán consecuencias de escala, siendo una de ellas la acumulación de capacidades mayores por parte de la OTAN y de Rusia desde el Báltico hasta el Cáucaso. Quedará allí establecida una delgada línea de gran sensibilidad estratégica a través de la cual las dos partes se observarán desconfiadamente como gladiadores (para usar el término de Hobbes).
Ahora bien, es importante no quedarse en una eventual decisión militar en Ucrania. Si bien es una cuestión capital que detendrá el horror de la guerra y el derrumbe de la seguridad humana en Europa del este, podría no detener aquello que el historiador francés Jean-Baptiste Duroselle denominaba procesos en la política internacional.
Porque esta guerra no se puede comprende si no se la contextualiza en un proceso que comenzó mucho antes del 24 de febrero de 2022, el día que Rusia puso en marcha lo que denominó “operación militar especial” (literalmente una invasión); incluso antes de la anexión rusa de Crimea y también antes de la misma convocatoria de la OTAN en Bucarest en 2008, ocasión en que la alianza habilitó un futuro ingreso de Ucrania y Georgia.
Hay que dirigirse hasta el mismo final de la Guerra Fría y plantearnos un interrogante pertinente en relación con los hechos actuales: ¿implicó el fin del bipolarismo y el derrumbe de la URSS que Occidente dejara de considerar a Rusia, el Estado continuador de la URSS, un eventual reto a su supremacía?
A juzgar por los hechos, la respuesta es no. Particularmente si consideramos el acontecimiento que más mostró que la victoria suponía derechos: la ampliación de la OTAN, no la primera ampliación a los denominados “huérfanos estratégicos” de Europa central (Polonia, República Checa y Hungría), sino lo que significó llevar la victoria más allá de lo conveniente, algo que sabiamente advirtió el prusiano Carl von Clausewitz.
Llevar la victoria más allá de lo necesario por parte de Occidente fue asomarse de modo desafiante a las zonas rojas o sensibles de Rusia, un actor políticamente conservador, eminentemente terrestre y de sentimientos geopolíticos inseguros. Dichas zonas, Bielorrusia Ucrania y Georgia, no tienen para Moscú un significado geopolítico “Potemkin” (ilusorio), sino que implican interés territorial real y vital; en el caso de las dos primeras, significan población rusa a proteger. Por ello, el gran Alexandr Solshenitsyn sostuvo que la catástrofe de Rusia no fue el colapso de la URSS, sino el hecho de que casi 20 millones de rusos quedaran de pronto fuera de las fronteras de Rusia.
Los principales referentes del pensamiento realista estadounidense tuvieron reservas y advirtieron sobre la ampliación de la OTAN. El célebre diplomático George Kennan lo hizo ya en 1997 alertando sobre el aumento del nacionalismo ruso, pero luego también desaconsejaron la ampliación Kenneth Waltz, Brent Scowcroft, Henry Kissinger y John Mearsheimer, por citar a los más prominentes conocedores de las claves de bóveda de la política entre Estados.
Pero nada detuvo la marcha de la Alianza victoriosa hacia el este. En 2008 Rusia recurrió a la guerra en Georgia. La guerra es la técnica de poder más riesgosa por parte de un Estado, pero su recurso aquí dejaba claro que dicho territorio representaba una cuestión de interés vital de Rusia.
Pasado un tiempo, la OTAN reanudó su propósito de ir hacia una neocontención, es decir, vigilar a Rusia en sus mismas fronteras, resultando en 2014 Ucrania mutilada y dando inicio a una tremenda y silenciosa guerra en el este, hasta lo que finalmente sucedió en febrero de 2022.
Posiblemente, la extensión de la guerra acabará agotando a las partes y podría mermar la asistencia occidental a Ucrania. Aquí las ventajas de Rusia relativas con la superioridad numérica y el martillo de su artillería podrían definir la situación.
De todos modos, este escenario no implicaría una victoria categórica rusa, pues “solo” habrá logrado extender su territorio nacional, es decir, mantener la profundidad estratégica frente a una eventual extensión de la OTAN a una “Ucrania menos 20 por ciento”, esto es, un territorio sin la parte este. Es decir, Rusia no habrá impedido una OTAN en su misma frontera, pero la captura del Donbás (y algo más) le permitirá evitar que la seguridad de Occidente continúe fortaleciéndose en detrimento de la seguridad de Rusia.
Sin duda un precio muy alto podría implicar este escenario para Kiev y también para Occidente, que, si bien habrá conseguido que Rusia se desangrara (una típica técnica en materia de ganancias de poder), no habrá logrado su colapso, es decir, la caída de un régimen totalmente inconveniente para la proyección de sus intereses, entre ellos, evitar un mayor afianzamiento de la relación entre Rusia y China.
Clausewitz tenía razón cuando advertía sobre la necesidad de no traspasar los límites de la victoria. La pregunta ahora es si un eventual final de la contienda ruso ucraniana significará el final de un proceso de pugna entre Occidente y Rusia que lleva ya mucho tiempo, que ha alejado la posibilidad de un orden mundial y ha deteriorado la seguridad entre los Estados.