Si el presente descree, ignora o aborrece de parámetros atemporales, impregna la atmósfera del humo decadente de los anti-valores y las bajezas más retorcidas. Signando la época de la incapacidad de juicio criterioso cuya desajustada lente yerra en cada mala focalización y peor prospección. Las injusticias cometidas por los “buenos ciudadanos” gozarán de inmunidad e impunidad ideológicas, mientras que asumir a conciencia la realidad humana toda es un defecto punible por esta gran escenificación social. De esta matriz brotan los liderazgos modernos y se fija a su vez el trato hermenéutico bajo el cual el tribunal de cultura emitirá su sentencia.
Como era de esperar, la vida de Ricardo Iorio no tuvo la repercusión masiva de los grandes medios. Sí excepcionalmente en esporádicas apariciones. Y ahora, su muerte física, con salvedades, es instrumentada para sepultar su relevancia con indiferencia o difamación sesgada y parcial.
Intolerante, homofóbico, misógino, nazi, etc. Son los falsos motes esparcidos, todos dirigidos a ocultar su verdadera, interpelante y “peligrosa” cualidad central: patriota. Condición amenazante para un sistema de intereses culturales inconfesables que debe cancelar toda referencia convocante de identidad nacional.
No es desatinado afirmar que es muy trabajoso desentrañar a Iorio, cristalizar su esencia, pero corresponde a todo argentino de bien interesado en un trozo de Nación. Es preciso leer entre líneas su pensar y conductas, despejar las excrecencias emocionales y expresivas de su personalidad e ir al núcleo de su acontecer: un hombre que revela las cuestiones más significativas y concretas del Ser.
De origen social humilde, la necesidad familiar lo encontró tempranamente con el trabajo y la lucha por la supervivencia. La abnegación atravesaría toda su vida.
Desde joven fue asaltado por el hambre de conocimiento, construyendo su saber con el hábito de la lectura y la escritura, el hábito de la reflexión y el hábito de la calle.
Ricardo Iorio no fue exclusivamente músico. Fue un pensador que encontró en la música la excusa perfecta para transmitir ideas humanamente edificantes. Con la crudeza poética del tango que reivindicaba, la sabiduría contemplativa de la payada que lo deslumbraba y la presión arrolladora del “metal pesado”, Iorio bajaba línea permanente sobre y debajo del escenario.
Su vasto conocimiento de la historia argentina y un sentido filosófico robusto y penetrante lo colocaban como agudísimo observador de la realidad. Acérrimo, además, cultor de lo espiritual y reticente furioso a los vicios de la vida digital y el entretenimiento audiovisual como ideología de consumo.
El amor, la familia y el terruño conformaban su eje discursivo, plasmado en diligente ética de escritura creativa o audaz oratoria.
Es destacable también, su abogar incesante por la difusión del folclore y la cultura nacional.
Lógicamente, todo esto tiene un costo existencial. Ocasionalmente Iorio mostraba una cruz colgante en su cuello, mientras otra cruz cargaba constante, menos visible pero igual de real, la cruz de la Verdad clavada en la mente. Y la verdad libera, ciertamente. Pero también “esclaviza”. Somete a un particular deber de discernimiento y aceptación de las realidades y del acontecer humanos; un impulso inmarcesible tras las certezas constitutivas de nuestra naturaleza.
El enorme sacrificio de encarnar las verdades sustanciales del hombre enloquece, cuando aísla (psíquicamente) al yo frente a una sociedad adicta al escapismo y la “cordura” consensuada de las mentiras estructurales del relativismo criminal. Iorio tuvo que enfrentar las descomunales violencias internas de quien no escapa a la trascendencia. Quizá su migración campestre fue un instinto de pervivencia espiritual. Donde la vista pierde el alcance en el horizonte la conciencia extiende su perspectiva. Sufriendo también la encrucijada de la soledad que desde un lugar buscar preservar valores, pero perturba la sanidad de la relacionalidad.
Desde esa plataforma denunció sin cesar las principales locuras de la modernidad: el hambre de los niños (y adultos), el crimen del aborto, la divinización de la tecnología y la deshumanización cultural generalizada.
En Iorio, la magnitud de su histrionismo es proporcional a su heroísmo. Jamás modificó una sola letra en pos de un contrato ni sucumbió al designio denigratorio y los filtros insustanciales de los sellos discográficos. Su dignidad pagó aun el precio del cartoneo, renunciando a sucumbir siquiera un ápice cuando la fama tienta las puertas del ego y la conformidad de la estabilidad económica.
Su inalterable fe lo mantuvo de pie ante la tragedia personal y cuando la lealtad a su identidad cabal lo condenó al ostracismo que encarcela todo atisbo de sustancialidad.
Este orgulloso criollo supo sintetizar en sí la tradición más profunda del pueblo y proclamarla por los parlantes de la modernidad. Marcó una época para jóvenes y adultos que creyeron en su palabra y se referenciaron en su arte. Arte que esgrimió en la lucha, hasta el último día, por el despertar de la conciencia nacional que restaure la grandeza de la Patria. Con ello soñó, por ello sufrió.
Su evidente “locura”, ampliamente justificada, es mera banalidad, pues contrasta a un espíritu sin rajas y la lucidez de una férrea conciencia moral. En sus formas desmesuradas se detiene sólo a aquel que reniega de calar en su profusa humanidad y son nada en comparativa a su legado. Dejó ideas significativas, dejó saberes, dejó poesía, dejó su ejemplaridad de hombre digno y trascendental, pero por sobre todo, legó un halo de espiritualidad.
Jorge Cafrune señalaría “yo me voy con mi destino pa´ el lado donde el sol se pierde, tal vez alguno se acuerde que aquí cantó un argentino”.
Ricardo Iorio, estandarte de argentinidad, puede descansar en paz… será por siempre recordado el altivo sonar patrio de su grave cantar.