En Argentina la ejemplaridad personal y autoridad moral ya no parecen ser el otrora invaluable activo en la política, dejando de ser válida la presunción que de ella depende en gran medida la credibilidad personal del dirigente, y por transición parcialmente de su agrupación o de las causas perseguidas. Básicamente dichas cualidades perdieron su gravitación como factores claves para ganar y mantener la confianza de los ciudadanos. Su merma, consecuencia de la degradación ética y sociocultural de la población, refleja la pérdida de la capacidad de repudio deslegitimando así las instituciones y corrompiendo propósitos nobles.
Es por ello que, en Argentina, la corrupción dejó de ser la inevitable causal de pérdida de autoridad moral, deshonra y descrédito político, dado que una gran parte de la población acepta que su dirigencia utilice indebidamente recursos públicos o participe en actividades ilegales para beneficio personal. Básicamente la corrupción como afirma Robert Klitgaard, devino en un normalizado impuesto regresivo que afecta principalmente a los más vulnerables socavando la confianza en las instituciones democráticas, pero en la versión vernácula no erosiona la legitimidad de ejercicio ni la carrera política de los líderes o reputación de los partidos políticos. La sistemática falta de transparencia, de rendición de cuentas, la estructural impunidad y los abusos de poder, cuyo mensaje a la sociedad es que los políticos están por encima de la ley y evaden la justicia sin enfrentar consecuencias por sus acciones, como lo comprueba Transparency International, lejos de generar aquí una profunda desconfianza pública y desencanto en la población minando la autoridad moral de los dirigentes y sus agrupaciones, se premia.
La tan obscena como explícita corrupción y la paupérrima gestión en seguridad, economía, educación, cultura, salud, trabajo y lucha contra el narcotráfico, entres otras áreas, más un escenario de polarización política donde los líderes manifiestamente priorizan sus propios intereses partidarios o ideológicos sobre el bienestar del país sin siquiera un mínimo de racionalidad y humanidad, no hace mella en gran parte de la población votante argentina. Así como sucede con la doméstica estructural pobreza, marginalidad y ausencia de moneda, esta incoherencia ética manifiesta en la contradicción entre el discurso público y el resultado de gestión, entre los valores declamados y lo realizado, la falta de palabra más la repudiable conducta privada en gran parte de la dirigencia, no es producto de una crisis sino la propia idiosincrasia política argentina dada su magnitud y constancia. Nada de eso genera la naturalmente esperada desconfianza o escepticismo en la población erosionando la credibilidad de las propuestas y de los líderes, tal como debería acontecer según Manuel Castells. Toda esta incongruencia ética por parte de los dirigentes no socava en Argentina la credibilidad del líder político, debiendo estar basada en la integridad y ejemplaridad. Inversamente a lo que sostiene Diane Davis, en Argentina, la incoherencia ética en la política no conlleva la percepción de hipocresía en la dirigencia por parte de los ciudadanos, aunque carcome la confianza en las instituciones políticas.
Con esto en mente, siendo la política un campo donde la racionalidad y el pragmatismo deberían ser sus pilares fundamentales, cómo podría explicarse este fenómeno más allá de lo analizado en mi anterior artículo “Los comicios como círculo vicioso o virtuoso”, respecto de los motivos racionales socioeconómicos y culturales por los cuales algunos candidatos sospechados de corrupción, incluso condenados o con gestiones altamente deficientes, logran obtener un significativo apoyo de la población en un proceso electoral.
En Argentina, así como en otras diferentes partes del mundo, persisten prácticas y creencias que involucran la mitología en el proceso electoral. En la cultura política argentina, y tal como Anna Ceglarska lo demuestra en las civilizaciones antiguas y Dennis Bastian Rudolf lo describe en otras circunstancias modernas, las creencias mitológicas partidarias y en este caso el peronismo y sus múltiples derivaciones parecerían utilizarse para justificar el poder, legitimar la autoridad, promover líderes políticos, establecer un sentido de continuidad social y moldear la opinión pública.
No faltan ejemplos como en India, donde los partidos políticos adoptaron el elefante como símbolo de poder y buena fortuna, vinculándolo a la mitología hindú para ganar apoyo popular; en Grecia, cuya antigua mitología influye en la retórica política y en la toma de decisiones, buscando algunos de sus líderes legitimar sus acciones a través de su conexión con aquella; y en Nigeria, donde sus políticos recurren a los Orishas y las prácticas religiosas tradicionales para ganar el favor de sus seguidores, creando un profundo vínculo entre mitología y política.
En Argentina, al parecer el peronismo toma el lugar de esa mitología, comprendiendo, explicando e interpretando la realidad anclada en simbolismos y conduciéndola a un pasado cuyas narrativas transmitidas oralmente pertenecen más al campo de la ilusión que de la realidad, construyendo un pensamiento expresivo y un modo prelógico de conocer, pero cumpliendo una poderosa función emotiva y colectiva otorgando un sistema de sentido y percepción pública de seguridad, estabilidad y gobernabilidad. Por ello, el peronismo como mitología desempeña un papel relevante en la política, y aunque frecuentemente esta conexión parece folclórica, es una herramienta efectiva para legitimar el poder y ganar el apoyo popular. Fuera de los graves errores estratégicos y tácticos de los partidos opositores, el peronismo, actual oficialismo, aprovechó exitosamente la emoción humana más antigua y poderosa, el miedo a lo desconocido, para ganarle a otra, la ira social reinante contra su administración. Y así, la influencia política de la mitología y su conjunto de aquellas creencias y percepciones públicas, entrelazadas con la identidad nacional, resultó en inesperados resultados electorales.
Si bien se asume que, en la democracia moderna, la toma de decisiones políticas se basa en la evaluación de resultados, plataformas y propuestas de los candidatos, en algunos contextos las creencias mitológicas pueden eclipsar la racionalidad en el proceso electoral, prevaleciendo sobre la gestión e impactando en la toma de decisiones de los votantes. Y como ya se ha demostrado en otros contextos, la creencia mitológica en torno a líderes o partidos políticos puede ser tan poderosa que anula toda evidencia empírica concreta, incluyendo el padecimiento en primera persona de paupérrimas gestiones económicas, sociales, sanitarias, educativas, culturales, laborales, en seguridad, etc.
Por todo ello, la influencia de la mitología en la política proporcionando un marco de creencias y percepciones que supera la lógica, los hechos y evidencias, es un fenómeno complejo y multifacético que no debe pasarse por alto, presuponiendo que el proceso electoral y la democracia se basa en la toma de decisiones informadas y en la evaluación de resultados. Este fenómeno da lugar a decisiones políticas cuestionables y por eso la necesidad de neutralizar su efecto mediante la educación cívica y el pensamiento crítico. Pero para ello, es necesario promover la educación fomentando una ciudadanía informada que pueda discernir entre mito y realidad; enseñar a la población a cuestionar y desmitificar narrativas ayudando a contrarrestar la historiografía; promover el debate político basado en argumentos racionales y evidencia empírica para contrarrestar la retórica mitológica; fomentar la ética y la responsabilidad en la presentación de información por el periodismo reduciendo el efecto de las redes sociales como vehículos para la desinformación y potencialización de mitos políticos. Pero todo esto demanda tiempo, compromiso y esfuerzo, contra el facilismo utilitario de apelar al mito político.