Se está por terminar el mes de la lucha contra el cáncer de mama. Me llegan gacetillas y remeras rosas, pero la verdad es que este año todavía no me hice los controles. Me da culpa y por eso, antes de ponerme a escribir, me paro a revisarme las tetas con las yemas de los dedos siguiendo las indicaciones de un folleto del Centro Integral de Mastología (CIMA).
El año pasado nos asustamos mucho con una amiga. Un estudio que salió mal y después la batería de consultas y la temida biopsia. Biopsia es una palabra horrible y bastante aterradora para la mayoría. Me acuerdo que una conocida le dijo a mi amiga que lo más importante era ir acompañada ese día. Que el resto no se comparaba con la incertidumbre de entregar tu teta para que te saquen un cachito que puede definir tu futuro.
Me acuerdo de decirle a mi amiga: “Tenemos que hacernos a la idea de que esto le pasa a miles de mujeres de nuestra edad y que la mayoría zafa. Así que, aún si la biopsia sale mal, te prometo que todo va a estar bien”. Me acuerdo de buscar la estadística para ganar perspectiva: “1 de cada 8 mujeres padecerán cáncer de mama”, dice la web de la fundación Breast Cancer. Me acuerdo de rogar igual que no fuera ella para poder cumplir con mi promesa.
Hay una frase bíblica que me encanta. La dice Jesús en el Evangelio de Juan y parafraseada como me gusta usarla es algo así como que la verdad te hace libre. La recuerdo siempre antes de chequear el saldo de mi cuenta bancaria. La pienso ahora mientras pido un turno para la ginecóloga. No sé por qué me dejo estar con estas cosas: hacerse una mamografía no es lindo, pero tampoco es tan terrible. Te aplastan un poco las tetas pero, en general, es peor y más invasivo sacarse una muela.
El cáncer de mama es la principal causa de muerte oncológica en las mujeres a nivel mundial. Los datos de CIMA dicen que en la Argentina se diagnostican 22.000 casos nuevos cada año. Y que, detectado a tiempo, es curable en más del 90% de los casos. La única forma efectiva de hacer eso es acceder y acordarse y hacerse los exámenes médicos anuales, que es lo que recomienda en mujeres asintomáticas y sin antecedentes la Sociedad Argentina de Mastología.
Hay signos para estar atentas que no siempre tenemos presentes, supongo que porque nos acostumbraron a que nos dé vergüenza hablar de estas cosas: hundimiento del pezón, secreción o salida de líquido, enrojecimiento, un nódulo palpable o un cambio en la textura de la piel. No nos gusta hablar de secreciones en los pezones igual que durante años ocultamos la menstruación (sobre esto recomiendo mucho el Fui, Vi y Escribí de Hinde Pomeraniec de esta semana y los maravillosos libros que cita): no nos gusta enfrentarnos con lo que nos dijeron que significa perder las tetas, perder uno de los que nos vendieron como atributos básicos de nuestro erotismo.
Pienso en la madre de un viejo amigo, una mujer hermosa y con hijos chicos que prefirió morir antes que someterse a un tratamiento que pusiera en riesgo su belleza. No me atrevo a juzgarla. Siempre recuerdo que una de las primeras preguntas que hacemos las mujeres ante un diagnóstico también tiene que ver con la estética: “¿Voy a perder el pelo?”. Es un mecanismo de defensa, es más fácil llorar por nuestro miedo a perder el pelo que la vida, pero a la vez es parte de lo mismo: los tratamientos contra el cáncer de mama suelen arrasar con la idea de la feminidad que aprendimos.
Pese a las campañas y las caminatas y el rosa marketinero con el que las marcas de moda se enfundan cada octubre para cumplir con su agenda de responsabilidad social, no soy la única en falta: igual que yo, la mayoría de las mujeres se deja estar con los estudios. Un informe de la Sociedad de Mastología dice lo que ya sabemos: si nos postergamos es porque solemos poner como prioridad otras cosas, empezando por las tareas de cuidado. Los hijos, la escuela, las enfermedades del resto de la familia y los turnos médicos que sí sacamos para acompañar a otros. “Cuando uno les pregunta por qué hace tanto que no se hacen chequeos, responden, por ejemplo: ‘Porque se enfermó mi marido y me tuve que quedar a cuidarlo’. Es parte de la falta de información, porque la prevención es lo más importante que podemos hacer para evitar complicaciones en salud”, dice Rosana Molina, médica especialista en Climaterio y en Ginecología endocrina y de la reproducción, a cargo de la Sección Climaterio del Hospital Rivadavia.
“La falta de tiempo es un obstáculo para la prevención de la salud indistintamente del género –dice Diego Häbich, Jefe del Servicio de Ginecología del Hospital Alemán–. Pero las barreras por las que una mujer no accede a estudios preventivos rutinarios se vinculan a múltiples factores: falta de educación en salud y desconocimiento de las enfermedades que pueden aquejar a las mujeres, además de los estudios que existen para su diagnóstico o prevención y las conductas que se pueden tomar para evitarlas; también las falencias del sistema para facilitar el acceso de las mujeres y, claro, la pobreza, que tiende a constituir una carga más pesada para las mujeres y niñas”. Esa es una parte, el resto también lo explica ese temor latente a perder lo que creemos que nos define: el pelo, las tetas, el útero (ya es un cliché, pero no por eso menos cierto: todavía se usa decir que “vaciaron” a una mujer a la que se le practicó una histerectomía). Por eso no alcanza con colgarnos la cintita rosa para una fiesta, necesitamos hablar del tema. Y todo el año.
Leí algo muy lindo en el newsletter de esta semana de Patricia Kolesnicov en Infobae. Habla del libro que escribió en 2002 después de recuperarse de un cáncer de mama agresivo que enfrentó con drogas y rayos –Biografía de mi cáncer, disponible para descargar en forma gratuita en Bajalibros.com– y de la decisión que tuvo que tomar más de dos décadas después, cuando se hizo una doble mastectomía (una obligada y otra por precaución). Habla de su cuerpo, del “cuerpo de mujer biónica” que tiene ahora, un cuerpo que “ya no es sólo biología y que por eso —la biología la mandaba al cajón, dice— está vivo”.
Patricia habla sin vueltas del pezón que perdió “en el fragor de la batalla” y del tatuador que armó con su hermano El club de las tetas felices, una fundación para hacer “tatuajes sanadores” que reconstruyen lo que no pudo la plástica. Habla de cómo ese tatuador que también hace escudos de clubes, a Messi con la copa o diseños tribales, volvió a dibujarle una areola con efecto tridimensional, y de la felicidad que sintió al salir, pese a que siempre puso por delante la vida. “Ni yo sabía que me importaba esa teta ciega, ese gesto tuerto cuando me sacaba la ropa. Pero cuando estuvo… fue como algo de volver a mí misma. No es que la teta no esté achurada por las cicatrices, pero con el tatuaje algo cerró. Algo se calmó”, escribe Kolesnikov y es difícil no emocionarse.
Alfonsina Storni murió en un octubre rosa como su poesía, este miércoles se cumplieron 85 años. El mito –como cuenta en otra nota preciosa de la sección Leamos la también poeta Marina Mariasch– es que caminó mansa hasta internarse en lo profundo del mar de una playa marplatense, invadida por una pena fatal y de amor. Se sabe, se supo después, que su suicidio “tuvo más que ver con la necesidad física de terminar con el dolor que le había causado la detección de un cáncer de mama un par de años antes [...]. Ya operada, mutilada, sometida a los tratamientos correspondientes, siguió padeciendo”, dice el texto de Mariasch.
Fue más cómodo construir la leyenda romántica de la mujercita sola y abandonada, la de la huella pequeña –femenina–, dormida y vestida de mar, como en la canción de Ariel Ramírez y Félix Luna, que hablar de sus tetas. Tal vez no sea mal homenaje comenzar a hacerlo, si no es de las de ella, al menos de las nuestras.