Andre Agassi y Boris Becker, dos de los grandes jugadores de la historia del tenis, entablaron una rivalidad legendaria. Sus estilos de juego eran opuestos: mientras Agassi era conocido por su habilidad en el fondo de la cancha, su agresividad y su capacidad para devolver golpes desde cualquier posición, Becker se destacaba por su saque potente y su habilidad en la red. Sin embargo, el famoso saque de Becker nunca fue muy efectivo contra Agassi.
En 2009, cuando el tenista de Las Vegas publicó su autobiografía, se entendió por qué. Allí revela un secreto que mantuvo oculto durante años. Agassi descubrió que Becker, sin darse cuenta, hacía un movimiento con la lengua que delataba el tipo de saque que estaba a punto de efectuar. Gracias a ese gesto o atributo que había pasado desapercibido para el resto de sus rivales y para millones de televidentes, logró descifrar ese aspecto clave del juego de su rival.
Agassi tuvo que decidir con cuidado cómo usar su hallazgo. “La parte más difícil fue que no se diera cuenta en la cancha de que yo sabía lo que hacía con la lengua. Así que tuve que resistir la tentación de leer sus saques continuamente y elegir el momento en el que usar esa información”, confesó luego en su libro. Agassi tenía, en el mundo del tenis, una superinteligencia que le permitía detectar rasgos casi imperceptibles para predecir la dirección de un saque.
La red neuronal de una inteligencia artificial funciona precisamente de esta manera: detecta un conjunto de atributos que le permiten identificar entre otras cosas si una imagen es o no la de un gato, diagnosticar una imagen médica o reconocer la emoción que expresa la voz, o la cara, de una persona. Estos atributos permiten sacar conclusiones y tomar buenas decisiones en dominios muy específicos. Como a Agassi, nadie le enseña a una red neuronal cuál es el mejor atributo para poder predecir algo. Tiene que descubrirlo a partir de una pila abismal de datos.
Leer los atributos del adversario permite anticipar las acciones y movimientos del oponente y ajustar las estrategias y tácticas en consecuencia. Tomemos uno de los ejemplos más simples, el célebre juego piedra, papel o tijera. Todos lo percibimos como un juego de azar, pero, a la vez, entendemos que se trata de intentar leer la mente del rival, de adivinar qué es lo que va a elegir a partir de sus gestos o de su historial de elecciones previas. Se trata de encontrar patrones y atributos. Si un programa fuese incapaz de leernos la mente, o si nuestras elecciones fuesen completamente azarosas, una máquina no podría vencer de manera sistemática a una persona. Pero resulta que nuestras decisiones al azar no son tan azarosas después de todo. Somos más previsibles de lo que suponemos, y elegimos de acuerdo con un mecanismo inconsciente lleno de regularidades detectables —como los movimientos de la lengua de Becker— aun cuando otras personas e incluso nosotros mismos seamos incapaces de descubrirlas. Es decir, dejamos todo tipo de trazas de nuestras elecciones, que una red neuronal puede utilizar como atributos para inferir nuestra próxima jugada.
Por lo tanto, no debería sorprendernos que en 2020, en la universidad china de Zhejiang, se diseñara una IA que detecta estos patrones ocultos con tal precisión que acabó venciendo al 95 por ciento de las personas con las que se enfrentó en partidas de piedra, papel o tijera a trescientas rondas. Como en el go o el ajedrez, el mejor jugador del mundo de piedra, papel o tijera también es una IA. Precisamente porque aprende a detectar patrones que para la mayoría de nosotros son imperceptibles. Y esta misma habilidad una red neuronal la utiliza para “leer nuestra mente” y así predecir qué contenido nos retendrá durante más tiempo, que tipo de producto somos más propensos a comprar o qué frase debe decir un candidato para obtener nuestro apoyo. A las inteligencias artificiales se les da particularmente bien encontrar nuestras vulnerabilidades para “leernos el saque” así como Agassi se lo leía a Becker encontrando su punto débil.
Y es que las IA resuelven todo tipo de problemas mejor que cualquier humano porque acceden a atributos que son efectivos para el problema que las máquinas intentan resolver. A nosotros esto nos cuesta más por la dificultad que supone identificar los rasgos más relevantes entre tantos posibles. Este es el caso del saque de Becker. Los datos están ahí, accesibles para todos, pero nuestra atención limitada hace que casi nadie, salvo un genio del juego, repare en ellos.
Otras veces, hay una restricción estructural más evidente. Nuestros dispositivos sensoriales tienen limitaciones importantes, de las que no somos conscientes. Tomemos como ejemplo el oído: el rango de audición humana detecta los sonidos con frecuencias entre 20 y 20 000 Hz. Por lo tanto, una máquina, al igual que algunos animales, puede oír cosas que nosotros no percibimos. Tenemos también una limitación más profunda: la realidad puede presentar facetas cuya existencia desconocemos por completo. Imaginemos esto: si todos fuéramos sordos, ¿cómo sabríamos de la existencia del sonido? ¿Cuántas otras propiedades del mundo se nos estarán escapando, simplemente porque no tenemos los sensores para detectarlas? ¿Cuántos gestos sutiles hacemos, que ni nosotros de los que están alrededor nuestro notan, pero que una red artificial podrá advertir para leernos la mente?