Milei y la otra devaluación

El peso no es lo único que ha perdido valor. Al próximo presidente lo acecharán las variables económicas, pero también su vaciada legitimidad. ¿Podrá el libertario, si gana, reconstruirla?

Javier Milei REUTERS/Agustin Marcarian

No mintió Milei. El peso, en efecto, no vale ni excremento. El problema, por supuesto, es que una cosa es que lo diga yo y otra cosa es que lo diga un candidato a presidente con altísimas chances de ganar. ¿Es un irresponsable? Sí. ¿Es un inmoral? Probablemente. ¿Es un delito? Ni de casualidad. ¿Fue una buena idea denunciarlo? No. Fue una pésima idea. No sirvió ni para desviar la atención y, además, lo puso a Milei en el lugar que más le gusta: el de víctima.

Pero no quiero, no me interesa, me niego a explicar por qué no es un delito lo que hicieron Milei o Marra cuando llamaron poco menos que a retirar los depósitos en pesos de los bancos y por qué, aun siendo feo y repugnante, están amparados por el principal derecho sobre el que gira este experimento que hemos dado en llamar democracia: la libertad de expresión.

No pienso hablar de eso porque, como dijo Piglia en 1987, los que tienen que someterse a la división entre lo posible y lo verdadero son los políticos. “¿Por qué voy a tener que pensar yo con las categorías del ministro del Interior?”, se preguntaba, por ejemplo, sobre las dificultades de Tróccoli y Jaunarena para impulsar, sin poder real, una política de Justicia contra el Ejército. “Los intelectuales hablan como si fueran ministros. Se habla de la realidad con el cuidado y el cálculo y el tipo de compromiso y el estilo involuntariamente paródico que usan los que ejercen directamente el poder”. Tan actual que duele.

De modo que no. El presidente Alberto Fernández puso la discusión sobre Milei y el descalabro económico en términos penales, pero, como dicen los pibardos de Gelatina, ‘yo no soy Alberto Fernández’. Y de lo que sí quiero hablar, en cambio, es de otro excremento, de otra devaluación y de otra híper que, al igual que las variables económicas, acecharán al próximo presidente o presidenta. Que acecharán, supongamos, a Milei. También a Massa o a Bullrich, sí, pero me preocupan especialmente si quien las encuentra, quien las recibe junto con el bastón de mando y la lapicera el 10 de diciembre, es Javier Gerardo Milei. Me refiero a la autoridad presidencial.

Quien se siente en el sillón de Rivadavia el día que se cumplan 40 años de democracia recibirá un sistema hiperpresidencialista en términos nominales, pero vaciado de poder en términos reales. Y al que hay que agradecerle, vaya paradoja, es a Alberdi, el prócer favorito de Milei. Alberdi pensó la Constitución de 1853 con la necesidad de un gobierno limitado, pero en el marco del rosismo y de la Confederación anárquica. Por eso, diseñó el Poder Ejecutivo para un presidente constitucional que pudiera asumir las facultades de un rey. De allí que el presidente en la Argentina tenga tantos poderes formales: los de la Constitución y los que fue amasando de facto.

Alberto Fernández - Jonas Roosens/Belga/Dpa

Pero esto no quiere decir que ya con ganar la elección presidencial te conviertas en Gardel y Lepera. Para nada. Más bien te comprás un quilombo imposible. Porque al concentrar tanto poder en un solo lugar y no habilitar mecanismos que permitan negociar soluciones políticas en tiempos de crisis (por caso, las mociones de censura de los sistemas parlamentarios) se genera un juego de suma cero. El que gana la presidencia gana todo y el que pierde, pierde todo.

En este contexto, el incentivo para la oposición es desacreditar al presidente para ganar las siguientes elecciones y el del presidente es mostrarse fuerte. Los presidentes débiles no sobreviven en la Argentina. Preguntale a Alfonsín o a De la Rúa. O pedile la receta a Alberto para entender cómo es que todavía sigue ahí. En este sistema, un presi ganador, que hace las cosas bien y mete legislativas de medio término, tiene un poder casi omnímodo. El problema viene en tiempos de crisis, escándalos o pérdida de elecciones. Tiene dos opciones: o se va o se convierte en un fantasma que le cede la lapicera a una híper-vicepresidenta o a un híper-ministro de economía á la Cavallo o á la Massa.

Ah, me dirás, entonces tranquila, señora, estamos joya, porque si hay algo que Milei no es, es débil. Bueno, bueno, esperá, no tan rápido. Porque lo contrario de débil no es autoritario. A esta altura ya sabemos, quiero creer, que una cosa es la autoridad y otra cosa es el autoritarismo, ¿no? Y Milei ha dado sobradas muestras de autoritarismo, histrionismo y populismo, pero ¿sabrá construir autoridad? No digo que no, eh. Néstor Kirchner era un desconocido que asumió con el 22% de los votos y lo hizo. Y otros (otras) asumieron con el 54% y lo dilapidaron en un par de años. ¿Podrá Milei?

Hay dos caminos para construir autoridad. El más fácil es el del puro peso del poder fáctico, que para arrancar sobra. Es la famosa legitimidad de origen. Ganar con el 54% de los votos es un buen ejemplo. Tener mayorías legislativas propias es otro. Pero, ¿y si de eso no hay? Y convengamos, mis amigos, que Milei de eso no tendrá si gana (de ganar) en balotaje, sin aparato, sin territorio, sin gobernadores y sin legisladores propios más que los 40 diputados y 8 senadores que pueda arañar La Libertad Avanza.

Y, si de eso no hay, queda el segundo camino: la legitimidad de ejercicio, la que Kirchner inventó con diversos implementos sin tener de la de origen (la transversalidad, la compra de voluntades, los radicales K, etc.) y que, al revés, Cristina dilapidó luego de la monstruosa legitimidad de origen que obtuvo en 2011. ¿Será Milei un Néstor Kirchner? ¿O será un De la Rúa patilludo y gritón? Porque ojo: Menem tenía bastante más de Facundo que las patillas cuando agarró el fierro caliente del 89.

Néstor Kirchner tras recibir los atributos de mando en 2003

En su versión ideal, sin corruptela ni fondos reservados para comprar voluntades, la legitimidad de ejercicio es, volviendo a Piglia y con él a Mansilla, la legitimidad de los ranqueles. “Un poder incierto, basado en el convencimiento, en la verdad del otro, en la creencia. En el poder de la palabra. En esas sociedades el Estado es el lenguaje. El jefe es el narrador de la tribu. Cada día, al alba o al atardecer, cuenta historias que suceden en otro tiempo y en otro lugar y así alivia las penurias del presente y construye las esperanzas del porvenir. Hasta que por fin un día la gente lo abandona: alguien, en otro sitio, en ese mismo momento, está hablando en su lugar. Entonces su poder ha terminado”.

¿Alguien cree que Milei tiene algo de esto? ¿Alguien cree que Milei sabrá construir poder con la palabra, con el lenguaje, con el convencimiento, como los ranqueles? O, en su versión más realista, ¿le bastará con la discrecionalísima billetera del Poder Ejecutivo para armar como Menem o Néstor en un contexto de crisis económica fenomenal y de devaluación casi inédita de la autoridad presidencial?

Porque, y con esto cierro, no hay que olvidarse de que el paquetito de Milei trae adentro el procesismo de Victoria Villarruel. Digo, no sea cosa que al hombre no lo acompañe el poder de los ranqueles ni el de los caudillos y que, ante las necesidades de una economía frágil y una legitimidad presidencial inexistente, se suba a una deriva autoritaria que no sólo esmerile el pacto democrático del 83, sino que directamente se lo lleve puesto.

Lo citaré tres veces. Por cábala nomás. A Piglia, digo (bueno, en este caso a Renzi). “Lo más extraño y más difícil de pensar es esto: que las cosas vayan muy mal, tan mal como uno pueda imaginar, no quiere decir que no puedan ir todavía peor. No hay ninguna lógica y ningún equilibrio. La historia y la situación política afectan directamente a la vida personal”.