Así como las estadísticas de accidentes muestran que los seres humanos no somos buenos conduciendo automóviles, la frustración que muchas personas sienten frente a la gestión pública y la representación política parece un indicador de que tampoco somos excelentes gobernando. Considerando esta persistente ineficacia podemos plantearnos, en un ejercicio de curiosidad, las siguientes preguntas: ¿podrían mejorar las instituciones de un gobierno representativo si delegáramos algunos elementos de la gestión a una IA? ¿Tomarían mejores decisiones en política pública? La respuesta espontánea de la mayoría de la gente quizás sea que no. Pero antes cerrar la cuestión rotundamente sigamos indagando.
Cuando decidimos a quién votar (sea un presidente, un diputado o un senador), lo hacemos pensando qué candidato tomará decisiones similares a las que nosotros tomaríamos. Es la esencia de la democracia representativa. Supongamos que se miden exhaustivamente las decisiones que toma nuestro representante electo y se comparan con las que toma un programa que ha estudiado nuestras preferencias. Así como Instagram y TikTok pueden descifrar de manera muy precisa y personalizada qué contenido entretiene a cada quién, posiblemente un programa pueda interpretar y expresar nuestra visión política de manera más precisa que ese representante humano. Es decir que, en cientos de problemas diversos, la decisión que tome coincida con la que nosotros querríamos, mientras que esa coincidencia es mucho menor con la persona que votamos actualmente. ¿Estaríamos de acuerdo en delegar nuestro voto en ese programa que nos representa mejor, o hay temas que no pueden dejarse en manos de las máquinas?
Al mismo tiempo, este no es el único terreno en el que la tecnología está empezando a transformar la democracia. La IA se está convirtiendo también en una poderosa herramienta en manos de seres humanos para manipular las decisiones de voto e influir en el resultado de elecciones. El historiador y filósofo israelí Yuval Noah Harari sostuvo recientemente que la IA representa un peligro para el sistema democrático, tal y como lo conocemos: “Esto es especialmente una amenaza para las democracias más que para los regímenes autoritarios, porque las democracias dependen de la conversación pública. La democracia básicamente es conversación. Gente hablando entre sí. Si la IA se hace cargo de la conversación, la democracia ha terminado”.
La conversación es la fábrica de ideas, es el lugar en el que construimos opiniones y creencias, en el que definimos lo que hacemos y lo que no, lo que nos parece bien o mal y en quién depositamos nuestra confianza. La genuina libertad de establecer cada uno de estos elementos sin manipulaciones ni interferencias está en el corazón de casi todas las nociones de república o de democracia representativa. Y la IA conversacional, al servicio de intereses particulares, tiene el potencial de inmiscuirse en este espacio de conversación pública, y así ponerla en jaque. Esa es una de las grandes disyuntivas que la tecnología nos presenta: los mismos algoritmos que podrían ser la solución al problema de la fallida representación política, pueden ser los que acentúen nuestra vulnerabilidad frente a la manipulación de los humanos que quieran ocupar esas posiciones.
Si intuimos que estas tecnologías podrían erosionar las bases mismas del sistema democrático, resulta inevitable preguntarnos: ¿es aceptable el uso de IA para manipular ideologías o para dirigir el debate público? Y si no lo fuera, ¿será posible imponer regulaciones que limiten los malos usos? Aquí aparece otro gran desafío. Incluso si entendemos que es necesario introducir regulaciones para proteger las instituciones democráticas, no está claro quién tiene la atribución para hacerlo. Por un lado, porque en cada país son justamente los actores del sistema político los potenciales beneficiarios de esos mecanismos manipulativos. Por otro, porque la interferencia puede impulsarse y ejecutarse de acuerdo con los intereses de grupos privados o naciones extranjeras. La clave es que la IA no reconoce las fronteras tradicionales. Ni las de los gobiernos, ni las de los países.
Finalmente, el problema más complejo para dar entrada a las IA en la función pública y el ejercicio del gobierno es la enorme dificultad de definir de manera precisa los objetivos que guíen sus decisiones. Seguramente lleguen en un tiempo a ser excelentes en lograr las metas que les fijemos. Pero, ¿cuáles deberían ser esas metas? La barrera esencial es lo variada y ecléctica que puede ser la definición de «bien común». Desde una visión de derecha, probablemente la prioridad sea garantizar la propiedad privada y la baja intervención estatal. Para una visión más de izquierda, la meta principal sea generar una sociedad con menos desigualdad. De este modo, aún cuando en un futuro queramos delegar las decisiones de gobierno en la IA, habrá algoritmos de derecha, de centro y de izquierda, y múltiples variantes dentro de cada espacio ideológico. Probablemente, en los próximos años las máquinas empiecen a jugar un rol creciente en la toma de decisiones de política pública. Pero no podremos librarnos de decidir cuál es nuestra idea del bien común y qué metas preferimos priorizar para construir la sociedad que anhelamos.