I. Cómo interpretar la Constitución
En el vasto laberinto del constitucionalismo y la democracia, donde los pasillos se entrecruzan como las líneas de un viejo mapa, emerge la sombra del “dilema de la mano que ya no late”. Siempre hemos sabido que el constitucionalismo, con su autoridad incuestionable, vela por esos principios inmutables que ni el clamor democrático puede desafiar. Y, sin embargo, como en un cuento de espejos, esa protección es también su propia trampa, pues puede sofocar los deseos de las almas que eligen en el presente.
Uno podría pensar que un texto, esculpido con palabras precisas y de naturaleza tan monumental, habría dejado poco espacio para interpretaciones. Pero, al igual que los laberintos borgianos que no terminan, el derecho constitucional es tanto un diálogo con el texto como con las sombras que proyecta. Las palabras en la página, por claras que parezcan, en ocasiones murmuran en lugar de proclamar.
Tales ambigüedades no son accidentes del destino, sino testimonios de una historia. Los arquitectos de nuestra Carta Magna, sabiendo que el futuro es un río de innumerables bifurcaciones, buscaron dejar puentes flexibles para cruzarlos. Sus plumas, al danzar en el papel, escondieron algunos desacuerdos bajo velos de ambigüedad, mientras que otros interrogantes, simples espectros de un futuro no contemplado, permanecieron invisibles. Frente a esos silencios, podría argumentarse que lo no prohibido es, por definición, permitido, respetando así el pulso de la democracia y evitando el juicio de los guardianes del pasado.
Pero en este ajedrez intemporal, donde cada jugada redefine la partida, reside una tensión. La Constitución, como un monolito que desafía el tiempo, nos habla desde un pasado distante. Aceptar su autoridad es reconocer la voz de aquellos que, desde hace siglos, nos guían desde las sombras. Es el eterno dilema del “eco de manos que ya no existen”, recordándonos que, incluso en el silencio, las voces de antaño aún susurran los caminos que debemos seguir.
Y, como se explicó anteriormente, si aceptamos la Constitución, entonces debemos tener alguna forma de interpretarla. El debate sobre cómo explicar la Constitución es al menos tan antiguo como la propia Constitución, y tiende a reflejar la tensión básica creada por la misma noción de constitucionalismo.
En la vasta biblioteca de la historia jurídica, el perpetuo diálogo entre el originalismo y el no originalismo es como un cuento interminable.
Cuando observamos la Constitución, no como una reliquia, sino como un manuscrito en la biblioteca del tiempo, se nos presenta un dilema: ¿Es la Constitución simplemente un texto, con palabras fijadas en la tinta del pasado, o es un espejo cuyos reflejos cambian con las generaciones que lo observan? Si entendemos la Constitución como un texto de un pasado inmutable, escrito con la precisión de los legisladores de antaño y plasmado con sus visiones y esperanzas, entonces debe interpretarse como un mapa detallado, cuyo significado fue establecido en el momento de su creación. Es el canto del originalismo, que sostiene que las palabras de la Constitución siguen siendo ecos de un pasado resonante.
Pero si, al pasear por esta biblioteca, vemos la Constitución como un libro que no termina, cuyas páginas se reescriben y cuyas palabras se transforman con cada lector, entonces nos encontramos en el territorio del no originalismo. Aquí, la Constitución es vista no solo como un pacto con el pasado, sino también con el presente y el futuro, adaptándose y reflejando los valores cambiantes de sus guardianes contemporáneos. Es un acuerdo tácito entre generaciones: estamos atados a la Constitución, no por cadenas rígidas, sino por hilos que permiten movimiento y crecimiento.
Ambas visiones, cada una con su propio encanto, nos invitan a contemplar la gran paradoja del constitucionalismo. Si la Constitución es, en esencia, una ley, entonces su significado debe resonar desde el momento en que fue escrita. Pero, como en un cuento nada es tan simple. La interpretación, ese acto humano de descubrimiento y reinvención, siempre hallará nuevos caminos en este laberinto del tiempo.
En ese sentido, está establecido desde hace mucho tiempo que el PL puede “ejercer su mejor juicio en la selección de medios, para llevar a la ejecución los poderes constitucionales del gobierno” y “valerse de la experiencia, para ejercer su razón y para acomodar su legislación a las circunstancias” (SCOTUS 17 U.S. 316, 415-16, 420, 1819). Efectivamente, ante el silencio en el texto constitucional, es conveniente someterse a los juicios del PL sobre la mejor estructura y funcionamiento del gobierno. El papel del PJ en estos casos es simplemente desenmascarar cualquier intento del PL de privar a otra rama de su poder constitucional.
II. El problema de los jueces que tienen más de 75 años
En cuanto aquí es de específico interés, haré el esfuerzo de considerar la cuestión planteada desde un enfoque centrado en la interpretación literal y estricta del texto. No obstante, advierto al lector que cuando nos enfrentamos a cuestiones constitucionales difíciles y controvertidas, el originalismo como único enfoque puede resultar inadecuado. Estas cuestiones a menudo requieren un análisis más amplio y profundo, que vaya más allá del significado original del texto. Justamente por todo esto fue necesario considerar también los principios y valores subyacentes de la Constitución, así como la evolución de la sociedad y las necesidades contemporáneas. La Constitución es un documento vivo y su interpretación debe adaptarse a los cambios y desafíos que surgen con el tiempo.
En la vasta tapezca de la ley, la estricta literalidad de un texto puede ser tan engañosa como el espejo que refleja todo excepto a sí mismo. A menudo, nos encontramos tentados a mirar la letra impresa como si fuera una serie de símbolos precisos, una cartografía jurídica que, si se lee adecuadamente, nos guiará sin error. Pero podríamos caer en la trampa de la literalidad y terminar siendo un cartógrafo que crea un mapa tan grande como el territorio que quiere representar.
El originalismo, en su búsqueda de fidelidad a la intención original, puede ser como ese mapa: detallado, preciso, pero al final, una representación incompleta del vasto y cambiante territorio de la realidad jurídica y social. Las palabras, aunque fijadas en tinta, cambian de significado y relevancia con el tiempo, y lo que era claro para una generación puede ser oscuro o ambiguo para la siguiente
En consecuencia, cabe mencionar que un enfoque equilibrado y completo de la interpretación constitucional es aquel que considera tanto el significado original del texto como los principios y valores subyacentes, así como la evolución de la sociedad y las necesidades contemporáneas.
Desde una perspectiva estrictamente jurídica y dada la envergadura de la cuestión planteada, es pertinente subrayar que la Corte Suprema, en su dilatada jurisprudencia, ha sostenido con firmeza que el texto normativo constituye el pilar fundamental en la interpretación de la ley (conforme lo sentenciado en Fallos: 300:687; 301:958 y 307:928). Además, siguiendo las directrices hermenéuticas establecidas por nuestro máximo tribunal, resulta imprudente suponer que el legislador ha actuado de forma imprevisible o inconsecuente al sancionar normas (cfr. Fallos: 341:631, “Benoist” y referencias anexas).
Por ende, es menester reflexionar sobre la validez del razonamiento que propugna que la designación de magistrados de avanzada edad debe efectuarse previamente al alcance de los 75 años. A este efecto, se invita a ponderar la razón por la que el legislador optó por la locución “una vez que” en detrimento de otras fórmulas temporales como “antes de”.
La disposición constitucional estipula: “Un nuevo nombramiento, precedido de igual acuerdo, será necesario para mantener en el cargo a cualquiera de esos magistrados, una vez que cumplan la edad de setenta y cinco años. Todos los nombramientos de magistrados cuya edad sea la indicada o mayor se harán por cinco años, y podrán ser repetidos indefinidamente, por el mismo trámite”.
El panorama hermenéutico variaría sustancialmente si el tenor literal expresara: “Un nuevo nombramiento, precedido de igual acuerdo, será necesario para mantener en el cargo a cualquiera de esos magistrados, antes que cumplan la edad de setenta y cinco años”. Es más, es oportuno señalar que, de haberse optado por la fórmula “antes que”, el segmento subsiguiente carecería de lógica jurídica, ya que contempla la facultad de designar a un magistrado que ya haya superado los 75 años de edad.
Sostener que este segmento de la Carta Magna regula exclusivamente la situación de aquellos magistrados designados posteriormente a haber alcanzado los 75 años, resultaría una interpretación forzada y desvirtuaría la prudencia con la que el constituyente ha tratado múltiples situaciones, remitiendo su regulación específica al ámbito legislativo.
La seriedad de la discusión que enfrentamos es indiscutible, y no es indispensable ser un experto en leyes para comprenderlo; basta con tener capacidad de interpretación textual. Si una madre indica a su hijo que sólo podrá disfrutar de una leche chocolatada, una vez que termine sus deberes, es evidente la secuencia que se espera. De igual forma, en el marco jurídico, numerosos preceptos deberían ser interpretados desde su expresión más clara y directa, sin necesidad de recurrir a elaboradas interpretaciones.
Respecto al enfoque de interpretación de la Constitución, el originalismo se presenta como una herramienta que busca discernir el entendimiento que tenía al menos una fracción de la sociedad en el tiempo fundacional. Sin embargo, a esta perspectiva se suma el razonamiento moral, el cual defiendo y abrazo, que nos lleva a una conclusión similar. Pongamos a un lado la situación de la jueza Figueroa y centrémonos en aquellos jueces que se acercan a la edad de 75 años. Cabe preguntarse si la imparcialidad judicial, un pilar de nuestro sistema, se encuentra realmente salvaguardada cuando la continuidad de estos magistrados depende del beneplácito de las esferas políticas.
Visualicemos a un juez penal de 74 años en la tarea de investigar al primer mandatario o incluso a un senador de la nación. ¿Están realmente presentes las garantías para una justa administración de justicia cuando la permanencia de dicho juez está condicionada por la decisión de quien está siendo investigado? En esta coyuntura, parece que la decisión del Ministro Rosenkrantz, al adherirse al precedente establecido por el caso Fayt, fue acertada.
Miguel Nathan Litch, presidente del Tribunal Fiscal de la Nación.