Este fin de semana se realizará la peregrinación a Luján, bajo el lema “Madre, estamos en tus manos, danos fuerza para unirnos”. Este es un fenómeno extraordinario que se originó en 1975. Nació en años difíciles, en los que cualquier cosa masiva era mirada con desconfianza.
El aporte que bastó para pensar el gesto surgió mientras un grupo de sacerdotes y laicos reflexionaba sobre la realidad de los juveniles: “A los jóvenes les gusta cantar y caminar”.
La primera peregrinación se armó con un carrito con la imagen de la Virgen que salió a las 13 del santuario de San Cayetano de Liniers. Se esperaban a lo sumo mil personas: se reunieron 30.000. Esa explosión de religiosidad ha ido en aumento año a año, congregando a una franja de la población del Conurbano y de la Capital, y movilizando cada vez más gente del interior del país que viaja a Buenos Aires para ir caminando hacia la Virgen. El año pasado, según los datos oficiales, el número llegó al millón de personas, convirtiéndola en la peregrinación juvenil más numerosa del mundo.
¿Tiene sentido este gesto? ¿Vale la pena tanto esfuerzo físico, si a la Virgen le podemos rezar en cualquier parte?
El gesto de peregrinar tiene una antigua raigambre en la mayoría de las religiones. Podemos referirnos a la peregrinación a La Meca que los fieles musulmanes realizan una vez en la vida. O la peregrinación que hacían al menos una vez al año los judíos piadosos -y que realizó tantas veces el mismo Jesús- a Jerusalén. En la tradición católica occidental, las más famosas son el Camino de Santiago de Compostela y la peregrinación a Roma para el Jubileo.
El peregrinar tiene que ver con la vida, salimos de Dios y llegamos a Él al final de la vida. Salimos de un santuario para llegar a otro, en el medio pasan cosas.
Al salir se tiene mucha euforia, te tracciona la esperanza de llegar. Estás descansado, con toda la fuerza, cantás hasta quedarte afónico. Algunos van saltando y experimentan la alegría de caminar con una multitud que te arrastra y empuja con su fuerza misteriosa.
La primera parada es en Morón. Allí se descansa y se come algo. Cada comunidad parroquial organiza un grupo de apoyo propio para asistir a sus peregrinos. Les dan un café, un sándwich, un masaje o simplemente les brindan ánimo. Esa es la tarea de muchos samaritanos que peregrinan de otro modo: ofreciendo un servicio a Dios y a los hermanos para que puedan cumplir con la meta prometida.
Con la llegada de la noche la fuerzas van mermando, se siente el cansancio -como en la vida-. Es el momento de la oración confiada, la alternancia de los rosarios con los cantos religiosos reponen la fuerza que se le agotó al cuerpo.
A partir de cierto momento no se avanza por entrenamiento físico, se avanza por la fe y la solidaridad de los que caminan con uno. La experiencia de comunión entre personas que se da en la peregrinación es también importante: las largas horas de caminata abren corazones y los acercan a Dios por el hermano.
El último tramo es el más difícil y, sin dudas, también el más rico en vivencias. Cuando te vence el cansancio, la naturaleza renueva su encanto con las luces del amanecer y a lo lejos se recortan sobre el cielo -todavía azul oscuro- las inconfundibles torres de Luján.
Después de haber caminado 70 kilómetros, entrar a la Basílica es una experiencia aparte. Siempre me he preguntado cuántas voces flotan en el recogimiento del santuario susurradas en plegarias silenciosas, cantos fervorosos en torno a la eucaristía y más de una lágrima derramada llevada por los ángeles hasta el manto de la Virgencita de Luján. Son rostros que se renuevan en la contemplación de esa imagen pequeñita que lo llena todo.
Cuando uno visita las grandes Catedrales Europeas, son bellísimos museos; Luján es un santuario vivo, donde los fieles se apretujan por entrar, donde se reza y se renueva la fe.