Francisco, profeta en tierra de infantes

El mundo mira al Papa que dio la Argentina, pero ella no lo mira. Al menos no con justicia ni elemental objetividad

zzzzinte1Pope Francis waves to the crowd from the papamobile during his inauguration mass at St Peter's square on March 19, 2013 at the Vatican. World leaders flew in for Pope Francis's inauguration mass in St Peter's Square on Tuesday where Latin America's first pontiff will receive the formal symbols of papal power. AFP PHOTO / FILIPPO MONTEFORTE zzzz

¿Qué ocurre cuando un distinto saca los pies del plato “virtual”? El mundo mira al Papa que dio la Argentina, pero ella no lo mira. Al menos no con justicia ni elemental objetividad. El fenómeno es consecuente a un principio fundamental, la cercanía geográfica produce cercanía psicológica, que empuja con fuerza mayor en la psique la prédica de Francisco. Esa indiferencia o incomprensión, cuando no rechazo hacia el Papa, es la distancia que busca la mente argentina de un mensaje y papado interpelantes.

El desenlace era esperable, Francisco juega en otra liga: la liga de la realidad. Del existir humano crudo e hipercomplejo propio de la intrincada naturaleza del psiquismo y su proyección en las estructuras sociales y el acontecer de los pueblos. Sin anestésicos culturales del sistema de entretenimiento audiovisual, y sin dormidera química ni letargo mediático o ideológico.

Consecuentemente, en estas divergencias conceptuales, la del Papa y sus detractores o indiferentes, se distinguen dos vertientes ideológicas formalmente contrapuestas que se entrecruzan y entrelazan en torno a la reticencia hacia Francisco. Un tanto intelectuales, más emocionales e irracionales. El buenismo progresista y el ultracatolicismo. Ambas espiritualmente fofas, ambas diletantes y, principalmente, ambas hipócritas.

El buenismo puede o no vestir camiseta religiosa, pero viste con alarde ropaje de humanidad. Su ideación desmesurada degrada la noción de ser humano hasta ahogarla en insustancialidad supina. La algarabía del buenismo es siempre una pantalla que oculta intereses espurios a grados criminales (aborto) o el abandono más insano (eutanasia, drogas, etc.). Su ímpetu seudo-misericorde sin base natural arrasa con los cimientos genuinos de la libertad y la justicia, propugnando un relajamiento allí donde debe entrar en tensión la psiquis para asumir las responsabilidades diarias, superfluas o significativas. Sintéticamente, el buenismo es enemigo férreo del bien verdadero, por una ideología que empuja a la consciencia hacia terrenos de psicopatía social.

El ultracatolicismo, por su parte, es más complejo pero no menos nocivo. Su intelectualidad puede llegar a estructurarse con amplia validez cohesiva y vasta riqueza argumentativa, pero no se hace cargo del corazón del hombre. No asumen integralmente la complejidad humana. Incluyendo una visión paupérrima de “el mal”, que no les permite identificarlo en ellos mismos y ocultan, aun frente a sí, su estructura de “pecado” con sofisticación doctrinaria discursiva y una ritualidad mecanizada. Padecen de la incapacidad psíquico-intelectual para escarbar dentro y aceptar la oscuridad propia. “Integrar la sombra”.

El papa Francisco en Kenia (archivo - AFP)

El ultracatolicismo recoge sin saberlo la ideologización del derecho humano que realiza el progresismo y la lleva a un nivel superior: hay personas que tienen derecho al amor o el perdón de Dios y personas que no, y ellos tienen la potestad para determinar quién. Su vanidad se amolda al trono ilusorio del dedo acusador. Estos iluminados aun rechazan el sillón de Pedro, quieren el de Dios. El del Dios que se hizo hombre y un hombre que quiere ser Dios.

La visión ultracatólica es anti-misional y con ello anti-católica, pues obstaculiza y repele, por soberbia sideral, a los alejados.

Los líderes del ultracatolicismo muerden con gozo el anzuelo de la tecno-virtualidad, sacrificando su identidad en el altar digital de la egolatría. En nombre de tutelar la tradición estos cruzados de ímpetu youtuber se pliegan radicalmente a las urgencias infantiles de la más rancia posmodernidad mediática. Su autopercepción los encumbra en la mágica lucha contra un orden mundial anti-cristiano (existente) sin mínima idea de la realidad concreta que rige la (sub)diplomacia del orbe y los senderos del poder. Prolongando en Francisco exigencias rastreras de discurso público.

No sin lógica Francisco es la criptonita de estos neo-fariseos, que abogan por el incentivo permanente de las dinámicas facciosas fratricidas y la inercia interminable de los odios viscerales heredados. Precisamente, le acusan “tibieza” y “pensamiento débil” para evitar el peso que él asume al ponerse el sufrimiento ajeno al hombro.

No hay más débil que el sectario ni más fuerte que el que carga la cruz del todo humano.

La cosmovisión del Papa -la católica- engendra una noción plenamente madura de la persona, espirito-material, individuo-colectiva, y de la cultura, de la política y del poder.

¿Qué tiene, entonces, el Papa Francisco en la cabeza?

Bergoglio es Papa, por tanto, además de ser primariamente un pastor universal de la Fe, es un conductor político, de la alta Política, aquella heleno-cristiano-romana y las más relevantes cuestiones de Estado y diplomacia.

Francisco, como todos los papas, enfrenta el enorme reto de hacer transitar las verdades sustanciales de la catolicidad por los sinuosos caminos de la humanidad. El Vaticano debe maniobrar con la “astucia de la serpiente” a través de estructuras de poder plagadas de intrigas, operaciones de inteligencia, corrupción gubernamental y financiera, conductas mafiosas a gran nivel, artilugios mediáticos, etc.

No es llamativo entonces que las formas y los modos del Papa sean rechazados hoy por muchos, pues se da en el marco del olvido del gran arte de la conducción humana. Bergoglio se acopla al acervo universal legado por las grandes mentes líderes de los pueblos. Que contemple los panoramas socioculturales con dicha sintonía explica, por ejemplo, su reciente ponderación (en discurso a jóvenes rusos) de los zares Pedro el grande y Catalina II.

Francisco entiende a la perfección los asfixiantes aires de las altas esferas. Lo demuestra su efectivo aporte al histórico acercamiento entre Cuba y EE.UU, su intervención en Siria, evitando un derramamiento de sangre mayor, su emblemática reunión con el patriarca Kirill (de obvias y fuertísimas connotaciones religiosas pero también geopolíticas). También, sus encendidos discursos ante el Parlamento Europeo y la ONU, su visita estratégica a Irak y al corazón de África, las tratativas permanentes de la diplomacia papal abogando por el cese de la guerra de Ucrania, la gravitación geopolítica-cultural de su visita a las tierras de Gengis Khan. Y el acuerdo provisional con un gobierno chino que se muestra cuasi-impermeable. Oportunamente Francisco mencionaría que “los tiempos de China se asemejan a los tiempos de Dios”. Meridianas palabras de un hombre (y una Iglesia) que alberga el inmenso sueño de fundir los trascendentales cielos de Occidente con el místico horizonte confuciano.

El papa Francisco camina por la plaza de San Pedro hacia la plataforma desde donde dará la bendición urbi et orbi, en total soledad, en pleno confinamiento por la pandemia de covid, el 27 de marzo de 2020 (Photo by Vincenzo PINTO / AFP)

En toda la historia de la Iglesia se evidencian los canales ontológicos subterráneos que conectan la religión y la Política-poder. Horizontalidad y verticalidad sintetizados en un crucifijo resplandeciente con 2.000 años a cuestas.

Francisco advierte, además, el flagelo más grande del siglo que corre: el genocidio metafísico. A pesar de que la inmensa mayoría de la población mundial declara profesar una fe religiosa, el hombre moderno denota un marcado ateísmo fáctico. Un individuo desespiritualizado que yace, abismo por medio, al otro lado del mensaje católico.

En este panorama la iglesia cierra filas con las religiones monoteístas, pues entiende la centralidad de la Fe que re-liga al hombre a sí mismo y reestructura su ser en función de un sentido trascendental de la existencia.

En esta línea el Papa exalta el poder del amor cristiano para la revolución interior capaz de romper las fuerzas petrificadas del statu quo espiritual. Una reconversión que se nutre de la misericordia y el perdón para perfeccionar la justicia. Consecuentemente, ante un mundo socialmente dividido en colectivismo e individualismo Francisco no ofrece la labilidad de un centrismo vacuo sino la armonía de la elevación. La propuesta sustantiva de un yo cabal impulsado que inyecta su virtud individual en el entramado colectivo.

El Papa exige cruzar el puente que nadie quiere cruzar: el puente interior hacia el sí mismo. Donde la consciencia halla la bajeza propia y el sufrimiento del otro como responsabilidades indelegables. Y advierte, además, que la iglesia tendrá la indelegable responsabilidad, por sabiduría y misión, de proponer un modelo antropológico cuando el relativizante orden civilizatorio actual termine de derrumbarse.

Es muy claro que la Argentina pagará un alto costo cultural el desdén e indiferencia al Papa de una sociedad nacional que mira las realidades humanas con el precario prisma de la insustancialidad. Una sociedad infantilizada incapaz de escudriñar al hombre y esclavizada al berrinche diario de su animalización.

Francisco pisando tierra argentina… difícil idear antología mayor (por ello hay fuerzas trabajando para escindir el mensaje papal de la percepción de su pueblo), pero más revolucionario sería que su pensamiento y acción sean una realidad vivificante en cada uno de nosotros.

Francisco es la encarnación del todo que convoca a las partes a unirse, no por instinto de manada, sino por conciencia de transformación. Con tal propósito, ante la ONU dejó plasmado el Ser argentino en la inmortal pluma de José Hernández: “Los hermanos sean unidos, porque ésa es la ley primera, tengan unión verdadera, en cualquier tiempo que sea, porque si entre ellos se pelean los devoran los de afuera”.