“Y después de todos esos interminables minutos en los que vieron arder los billetes como pájaros de fuego quedó una pila de ceniza, una pila funeraria de los valores de la sociedad”.
Estas tres líneas de texto resumen, de modo maravilloso, el espíritu de la novela “Plata Quemada”, que Ricardo Piglia comenzó a imaginar en los años ‘60 y publicó recién en 1997. Es uno de los grandes escritores argentinos, el autor de “Respiración Artificial” y de “La ciudad ausente”. Murió en 2017, pero veinte años antes dejó aquella joya literaria que habla del dinero, y que trasladó al cine con éxito merecido el director Marcelo Piñeyro.
El dinero es una obsesión de la literatura y también de la política. Es el combustible de las campañas electorales, el de una buena cantidad de iniciativas que benefician a muchas personas, pero también es la gasolina indispensable de la corrupción. Y la Argentina está regada de episodios oscuros con eje en el dinero.
Esta semana se volvió a hablar de una de esas historias fantásticas donde el dinero aparece para delatar a sus traficantes.
El 4 de agosto de 2007 ocho personas aterrizaron en el sector privado del Aeropuerto Jorge Newbery, y caminaron con tranquilidad para atravesar las zonas de Seguridad y de Aduanas.
Todos eran funcionarios argentinos y ejecutivos de PDVSA, la petrolera estatal de Venezuela. Seis hombres y dos mujeres.
Hasta allí nada sospechoso, salvo que eran cerca de las tres de la madrugada. La hora y las valijas despertaron la curiosidad de una agente de la Policía de Seguridad Aeroportuaria, María Luján Telpuk, quien por rutina le pidió a uno de los viajantes que abriera su maleta. Su intuición no le falló. La valija que pidió inspeccionar tenía en su interior 790.550 dólares. Estaba claro que no se trataba de dinero en efectivo para gastos menores.
El escándalo llegó rápidamente a la prensa. Estaba terminando el gobierno de Néstor Kirchner y Cristina se disponía a ganar las elecciones y convertirse en presidenta. El dueño de la valija era un venezolano que pasaría pronto a la historia como Alejandro Antonini Wilson, de aceitados vínculos con el Gobierno y con el ministerio de Planificación que conducía entonces Julio De Vido.
Néstor y Cristina, y sobre todo Cristina, montaron en cólera y acusaron a los medios de intenciones golpistas en tándem con el imperialismo estadounidense. Esa relación, la de los Kirchner y la prensa, no se recuperaría nunca más. Pero quedaba claro que, además de la política, el dinero era el nexo permanente entre el kirchnerismo y el gobierno del venezolano Hugo Chávez.
Con serenidad pasmosa, Antonini Wilson dejó sus valijas y sus 800 mil dólares en manos de la Policía Aeroportuaria. A la noche siguiente asistió a un cóctel en la Casa Rosada y días después se fue de la Argentina en un vuelo privado. Jamás pudo ser interrogado por la Justicia argentina porque se exilió en los Estados Unidos.
El miércoles, esa misma Justicia condenó a uno de los pasajeros de aquel vuelo misterioso. Le dieron cuatro años y medio al titular de un organismo de Planificación llamado OCCOVI, Claudio Uberti, por coautor de contrabando de divisas agravado. Cuando recibió su condena en Tribunales, un hombre canoso se le acercó y le puso un brazo afectuoso sobre el hombro: era Julio De Vido. El ministro que mantuvo su cargo durante doce años, con Néstor y con Cristina, fue sobreseído. La suerte nunca es amiga de todos.
Los bolsos y la metralleta
El otro episodio literario que enlaza al kirchnerismo y al dinero también ocurrió de noche. Más precisamente en la madrugada del 14 de junio de 2016. Hacía frío, pero eso no desanimó al ex secretario de Obras Públicas, José López, que apareció por sorpresa en el Monasterio Nuestra Señora del Rosario de Fátima, en la localidad de General Rodríguez, en pleno conurbano bonaerense. Hombre precavido, llevaba una ametralladora.
No era para menos. Porque a esa hora y en esa zona complicada e insegura no cualquiera se anima a andar con 8.982.047 dólares, 153.610 euros y 159.114 pesos (siempre un poco de espíritu nacanpop viene bien). López dejó todo en el monasterio, pensando que jamás lo iban a descubrir. Pero las cámaras de seguridad filmaron todo su raid nocturno, y le dieron al gobierno de Mauricio Macri el momento más glorioso de su gestión.
El kirchnerismo, siempre creativo, argumentó después que se trataba de coimas de empresas constructoras privadas que el corrupto y avaro López se quiso guardar para exclusivo beneficio personal. Un año después, Cristina se presentó a elecciones en la misma provincia de Buenos Aires y, aunque salió derrotada, fue elegida senadora. Los fueros no venían nada mal.
Hace tres meses, la Corte Suprema de Justicia dejó firme la condena de José López a siete años y medio de prisión por enriquecimiento ilícito y portación de arma de guerra, pero tras presentar ocho apelaciones había logrado ser excarcelado en noviembre de 2021. Su fotografía con el casco que le ponen a los detenidos por si a alguien se le ocurriera tomar venganza, es una de las imágenes más icónicas de la corrupción en el país adolescente.
En pesos y por cajero automático
Quizás porque ya no lo va a inmortalizar Ricardo Piglia, o tal vez simplemente porque se trata de un delito cometido en pesos y no en dólares, la causa que involucra al ahora popular Julio “Chocolate” Rigau no tiene el glamour de las valijas de Antonini Wilson o el de los bolsos de José López. Pero la secuencia del electricista ñoqui sacando dinero de 48 tarjetas de débito de empleados del bloque kirchnerista de la Legislatura Bonaerense va camino a convertirse en otro episodio que lleva al plano del realismo mágico argentino lo que muchos ya sospechaban.
Los cálculos judiciales indican que se van unos 170 millones de pesos diarios en estas prácticas del ducto bonaerense, con una Legislatura provincial que tiene un presupuesto anual de unos 60 mil millones. La ramificación sube por el organigrama del poder del kirchnerismo y ya amenaza al gobernador Axel Kicillof, quien apuesta a quedarse otros cuatro años el próximo 22 de octubre. Tampoco es una buena noticia para el candidato Sergio Massa.
Claro que el escándalo al que los legisladores bonaerenses llaman en broma (¿o en serio?) el “ChocolateGate” no es patrimonio exclusivo de la dirigencia política. Los dos jueces de la Cámara de Apelaciones, Juan Benavides y Alejandro Villordo, le dieron la excarcelación a Julio Rigau y hasta llegaron al extremo de devolverle el dinero que le habían encontrado en el cajero de la plaza central de La Plata. El argumento es insólito. “Retirar dinero de un cajero automático no es delito”, es la justificación para frenar y desactivar la causa. Como si “Chocolate” hubiera retirado la plata para comprarse un kilo de pollo rostizado.
Allí están un fiscal bonaerense, la ONG Poder Ciudadano y tres dirigentes de Juntos por el Cambio (Ricardo López Murphy, María Eugenia Talarico y Javier Iguacel) reclamando que la Cámara de Casación reactive la causa para poder avanzar y desenredar la trama que empezó por casualidad. Solo porque alguien observó los movimientos sospechosos de “Chocolate” dentro del cajero automático más céntrico de la ciudad de La Plata y les avisó a dos policías para que investigaran que estaba pasando en el lugar.
Claudio Uberti, José López, “Chocolate” Rigau, son, en definitiva, anécdotas de un fenómeno que atraviesa como un puñal a toda la Argentina. El sable de la corrupción no es solo patrimonio del kirchnerismo, porque también apareció en otros clubes políticos. Los pollos de Mazzorín (Carlos), que descubrieron una serie de importaciones irregulares durante la etapa final del gobierno de Raúl Alfonsín, o las privatizaciones oscuras en el gobierno de Carlos Menem, que terminaron con María Julia Alsogaray en prisión por la venta de la telefonía estatal.
El problema con el kirchnerismo son las dimensiones. La pasión por el poder que da el dinero hizo que perdieran los estribos. Allí están ahora las causas de Vialidad, por la que Cristina Kirchner fue condenada a seis años de prisión en suspenso, y las de Hotesur y Los Sauces, donde figuran los hoteles y la inmobiliaria que fueron parte de una maquinaria minuciosa para construir el enriquecimiento familiar que solo un juez corrupto y temeroso como el fallecido Norberto Oyarbide no logró comprobar.
En el anecdotario permanecen aquel video de Néstor Kirchner abrazándose a la caja fuerte de la gobernación de Santa Cruz y susurrando varias veces la palabra “éxtasis”. O el comentario que hacían varios de sus colaboradores sobre su frase de cabecera para explicar el método casero para acrecentar el patrimonio: “De a poquito, de a poquito, se va haciendo el montoncito”.
Aquellas eran fanfarronadas posibles en un país que crecía gracias al valor circunstancial de la tonelada de soja y, hay que decirlo, a cierta destreza de Kirchner en la gestión que le permitió a la Argentina mantener durante poco más de dos años los superávits gemelos (comercial y, vade retro, también el fiscal) más un crecimiento superior al 5% que hoy se añora. Todo se dilapidó en el altar del poder autocrático que se fue imponiendo y el de la corrupción, que fue sumando nombres (Ricardo Jaime, Amado Boudou) al medallero del Estado en beneficio propio.
La afrenta de la corrupción es mucho más grave y dolorosa hoy, que el país de la soja y Vaca Muerta se dispone a cruzar la línea tremenda de los veinte millones de pobres. La plata quemada en la hoguera de la decadencia económica se traduce en hambre y en pobreza. Y en una magnitud que jamás habíamos conocido.
Las próximas elecciones constituyen una nueva oportunidad para despertar al país adormecido. Quizás la sociedad argentina apueste a desperezarse. O quién sabe. Tal vez terminen siendo más los que prefieran seguir durmiendo.