La ONU, la guerra y un mundo fragmentado

La ausencia de un gobierno mundial que delimite el poder como ocurre hacia el interior de los Estados democráticos, continúa siendo una realidad de la política internacional

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Edificio de la sede de las Naciones Unidas en la ciudad de Nueva York, Nueva York.  REUTERS/Carlo Allegri/Archivo
Edificio de la sede de las Naciones Unidas en la ciudad de Nueva York, Nueva York. REUTERS/Carlo Allegri/Archivo

La apertura de la 78º sesión de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas captó fuertemente la atención de la comunidad internacional. Ello se debió no solo a la recargada agenda de cuestiones inquietantes expuestas por los participantes, en algunos casos con marcada ideología, sino por el influjo de la guerra como contexto de la reunión internacional, acontecimiento que ha acentuado más el grado de fragmentación y desorden interestatal desde la anexión rusa de Crimea en 2014.

Sin duda la ONU es útil, pues se trata de un necesario bien público internacional. Sin ella y su extendido sistema de organismos y programas el mundo no solo se encontraría peor, sino que prácticamente sería una jungla. Es verdad que el mundo no es una moderna y segura gran urbe, pero hay pautas que permiten un cierto ordenamiento. Consideremos, por caso, la importancia de la Organización Mundial de la Salud (OMS) o de la Organización Mundial del Comercio (OMC), dos regímenes del sistema “onusiano” que impiden el caos; asimismo, es importante el papel que puede llegar a desempeñar en los conflictos el secretario general de la organización a través de sus buenos oficios.

No obstante, aunque desde algunas corrientes se considera que es casi un anacronismo frente a fenómenos como la conectividad, o aquello que Zbigniew Brzezinski denominó “despertar de la conciencia global”, o la expectativa generada por la inteligencia artificial (que podría llegar a optimizar sensiblemente ese otro bien público internacional que es la diplomacia), la anarquía interestatal, es decir, la ausencia de un gobierno mundial que delimite el poder como ocurre hacia el interior de los Estados democráticos, continúa siendo una realidad de la política internacional y mundial.

¿Podría mejorarse el funcionamiento de la ONU en relación con los propósitos de su Carta? Sin duda que sí, pero no hay que olvidar la advertencia de Winston Churchill: nunca un poder preeminente permitirá que una organización internacional adopte decisiones por él. Aquí está el límite que sufre la ONU, y por ello, considerar que se “democratice” el centro ejecutivo o de poder de la ONU, el Consejo de Seguridad, es por ahora un cándido propósito (por tanto, si prosperaran iniciativas como la de eliminar el veto, la organización prácticamente dejaría de existir).

La contracara del objetivo de la ONU es la guerra, una regularidad en la política internacional. Más allá de los enfoques auspiciosos que nos aseguran que la violencia ha disminuido y que ya no son posibles confrontaciones como las guerras mundiales del siglo pasado, la guerra sigue siendo una contundente realidad. Además, como bien advierte la historiadora británica Margaret MacMillan, la guerra va mutando su naturaleza.

Un orden internacional basado en la ONU será casi imposible, menos en el mundo del siglo XXI donde el modelo de poder o de polos afirmados en la primacía del interés nacional va muy por delante del modelo institucional o multilateral.

Imagen de archivo de un oso de peluche entre la destrucción causada por los bombardeos rusos en Borodianka (Ucrania). EFE/ MIGUEL GUTIÉRREZ
Imagen de archivo de un oso de peluche entre la destrucción causada por los bombardeos rusos en Borodianka (Ucrania). EFE/ MIGUEL GUTIÉRREZ

Ahora, una ONU en un contexto de equilibrio geopolítico, es decir, en el que los Estados “que cuentan”, como diría Tucídides, controlen y hasta repriman sus impulsos de predominancia para asegurar un orden que redunde en beneficio de todos, es decir, que asegure la paz (que nunca ha existido más que como una abstracción, pero sí ha sido regular la guerra), tiene muchas posibilidades de desplegar sus activos.

Pero no parecería que nos hallemos en ese curso. El mundo no sólo carece de orden internacional, sino que en su lugar hay un desorden internacional disruptivo. Es decir, los poderes que cuentan no tienen planes relativos con un orden internacional y, lo más alarmante, se encuentran en estado de discordia mayor entre sí, incluso de guerra indirecta (como sucede entre Rusia y Occidente).

Como si ello no fuera del todo inquietante, no sabemos con relativa precisión si todavía se mantiene la “cultura estratégica” entre los grandes poderes, es decir, el equilibrio nuclear, pues se ha vuelto habitual el abandono de marcos regulatorios clave, al punto que solo queda uno (el START III) entre Estados Unidos y Rusia, aunque este último país anunció este año la suspensión de su cumplimiento.

Por tanto, solamente esfuerzos denodados podrán llegar a torcer un inquietante rumbo internacional. La muy difícil salida de la guerra en Ucrania será el primer paso. A partir de allí, el reto será la edificación de una configuración internacional (al menos basada en mínimos) que normalice las relaciones entre los principales poderes y amortigüe los conflictos intra e interestatales.

Solo en un marco de realismo y búsqueda de equilibrios, la ONU podrá contar con posibilidades de trabajar para, como sostuvo con todo realismo el ex secretario general Dag Hammarskjõld, “no llevar la humanidad al cielo, sino salvar la humanidad del infierno”.

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