En las elecciones presidenciales se elige futuro. Nuestra decisión durará cuatro años, así que una elección no es un grito de bronca; no es la expresión de un enojo; no es el reflejo de una frustración. No estamos desahogándonos en una pelea o en la cancha, sino que estamos delineando, configurando, dando forma a la sociedad en la que debemos educarnos, trabajar, crear o amarnos, nosotros, nuestra familia, nuestros afectos, la gente que depende de nosotros.
¿Cuál futuro se elige? ¿El nuestro personal o el de nuestra comunidad? Esa frontera no es neta. Podemos votar por lo que nos conviene en nuestro propio metro cuadrado y, pensando con más ambición, por lo que nos garantice una convivencia en paz, para poder desarrollarnos y progresar. En cualquier caso, la persona en la que deleguemos la administración de lo que es del conjunto de los argentinos, debe haber indicado el camino de salida de esta angustia y un proyecto de desarrollo personal y social sustentable, factible, realizable, sostenible en el tiempo. Nuestro candidato debe ser el que muestre que tiene los programas, equipos y respaldo para implementar su propuesta de desarrollo sustentable.
Nuestro plan nacional de desarrollo se hace cargo de las angustias del presente (inseguridad y narco, por un lado, e inflación y trabajo, por el otro), pero proyecta un futuro de mediano y largo plazo. La definición de populismo es privilegiar situaciones que fortalezcan el poder de un político en el presente, entregando a cambio el largo plazo de todos. Los engaños, las mentiras, el invento de enemigos del pueblo, buscan darle hoy más poder a un político, pero son contrarios a un programa de largo plazo o de desarrollo.
El plan nacional de desarrollo argentino pasa por el potencial de nuestro territorio, por la educación de los argentinos -que es el potencial de nuestra gente- y por las reglas de convivencia en paz (las instituciones) que nos permitan que esas potencias se hagan realidad. Esas reglas son las de la Constitución, el respeto de las diferencias y de la dignidad de cada uno, la educación de calidad para todos, las libertades personales, los derechos de propiedad, los jueces de la ley independientes de todo poder, una moneda estable, un gasto estatal acotado a los ingresos, la apertura internacional.
Nuestro territorio, con reglas, trabajo y acuerdos estatales de apertura de mercados, nos permitiría duplicar nuestras exportaciones en una década, vendiendo energía y minerales para la transición energética. Para eso debemos dar garantías de que cumpliremos la ley siempre e implementar una logística de trenes, aviones, rutas y puertos adecuada para nuestros millones de kilómetros cuadrados. Además, esa política incluye llevar adelante acciones agresivas de difusión del turismo y la cultura, de los servicios basados en el conocimiento y de industrias competitivas y de alimentación, que harán que generemos más trabajo del que disponemos.
El plan de desarrollo argentino requiere alfabetización en lengua, matemática y pensamiento computacional y un programa social masivo de capacitación para el trabajo organizado territorialmente, con reformas profundas en la formación docente, en el secundario y en la educación superior, con carreras más cortas y con convenios entre universidades, sindicatos y empresas. Un plan de desarrollo requiere dar absoluta libertad de trabajo a los más pobres, con bajísimos impuestos para ellos, para permitir que progresen, y asistencia temporaria a los más necesitados.
Eso está al alcance de la mano. Eso implica un futuro extraordinario a poco que estabilicemos el desastre del gasto estatal, eliminemos la inflación como sabemos que se hace, arrinconemos al narco, destruyamos los kioscos de los amigos del poder y de los depredadores y convivamos dentro de la organización estatal republicana de nuestra Constitución. Es una formidable oportunidad, que depende de nosotros y se nos da ahora.