¿Le da la razón la Tradición judía a Javier Milei cuando dice que el Estado es una anomalía?

Repasemos las lecciones que dejan la Torá y el Antiguo Testamento sobre poder y autoridad y lo que dice el Libro de Samuel citado por el candidato de La Libertad Avanza

El estudio de la Torá no debe abandonarse nunca a lo largo de la vida

En la tradición judía, la importancia del aprendizaje continuo de la Torá perdura como un pilar fundamental en la vida de un individuo. Incluso cuando alguien siente que su comprensión disminuye con el tiempo, se le alienta a mantener su compromiso con el estudio y la discusión de la Torá. El sabio Rav Yehudá, en nombre de Shmuel, expresó: “Si alguien nota que su conocimiento se reduce, esto es un presagio desfavorable, como se refleja en las palabras: ‘Y se oscurecerán los sabios’ (Eclesiastés 12:3).” Shmuel también añadió: “Incluso si uno ya no puede estudiar, debe recitar lo que ha aprendido.” Rava complementó: “Incluso si la posibilidad de estudio se ve limitada, debe participar en reuniones con otros estudiantes y responder a preguntas, siguiendo la enseñanza de: ‘Si tu sabiduría disminuye, responderás’ (Eclesiastés 10:1).”

Con este enfoque constructivo, que fomenta el crecimiento espiritual y una comprensión más profunda de la fe, se plantea la cuestión sobre si el Estado es una anomalía, como lo argumenta el licenciado Javier Milei. En respaldo a su postura, Milei hace referencia al capítulo 8 del Libro de Samuel en el Antiguo Testamento. En este pasaje, en breve síntesis, se relata la petición del pueblo de Israel de tener un rey que centralice las funciones jurídicas en lugar de depender de jueces. Desde un punto de vista respetuoso y sin pretender ser un erudito en estos temas, es relevante destacar que en estos pasajes bíblicos no se denuncia una aversión al Estado en sí mismo, sino más bien se pone de manifiesto la preocupación por la concentración de poder en una sola figura, que podría ejercer competencias absolutas, en lugar de promover un poder distribuido y descentralizado a través de múltiples funcionarios.

En este contexto, es fundamental tener en cuenta que los denominados “jueces” en el marco del Antiguo Testamento ostentaban una serie de atribuciones y responsabilidades que guardaban similitud con las de los funcionarios estatales en la antigua sociedad de Israel. Aunque las funciones precisas podían variar de un juez a otro y a lo largo del tiempo, es posible identificar algunas de las principales atribuciones de los jueces según la Biblia:

Administración de Justicia: Los jueces tenían la responsabilidad primordial de administrar justicia en la comunidad. Escuchaban casos legales, resolvían disputas, determinaban la culpabilidad o inocencia de los implicados y aplicaban las leyes y reglamentos consignados en la Torá.

Liderazgo Político y Militar: En numerosas ocasiones, los jueces también ejercían un liderazgo político y militar. Cuando surgían amenazas exteriores o se desataban conflictos bélicos, los jueces a menudo lideraban a las tribus de Israel en la defensa y la guerra. Personalidades como Gedeón, Débora y Jefté sobresalieron por su papel en la liberación del pueblo de Israel de la opresión impuesta por enemigos foráneos o locales.

Profecía y Comunicación con Dios: En ciertos momentos, los jueces asumían un rol profético y actuaban como intermediarios entre Dios y el pueblo. Recibían visiones, revelaciones o mensajes directos de Dios y transmitían Su voluntad a la comunidad. En esencia, fungían como autoridades que ejercían funciones materialmente legislativas y administrativas para poner en práctica los decretos divinos.

Dios liberó al pueblo judío de la esclavitud y le dio a Moisés una serie de obligaciones legales y mandamientos

Promoción de la Justicia Social: Los jueces también desempeñaban un papel fundamental en la promoción de la justicia social y la igualdad. Estaban encargados de garantizar el trato justo para los sectores menos favorecidos de la sociedad, que incluían a viudas, huérfanos, extranjeros y personas en situación de pobreza. En este sentido, llevaban a cabo acciones de justicia distributiva, similares a las que el Estado moderno asume como parte de sus responsabilidades.

No obstante, es importante señalar que el sistema judicial de la época no se caracterizaba por su centralización. Los jueces tenían mandatos temporales y estaban limitados a una geografía específica, lo que los distinguía de las estructuras judiciales contemporáneas.

La cuestión de tener un rey no se presenta necesariamente como la encarnación del mal en la tradición judía. En el Talmud, así como en el Antiguo Testamento de la Biblia, el término “satan” (שָׂטָן) se emplea para describir a un adversario o un oponente, sin equipararlo con la figura del Diablo o Satanás, tal como se concibe en la teología cristiana posterior. En la Teología Cristiana, Satanás se caracteriza como el adversario que busca desviar a Jesús de su camino de obediencia a Dios, como se relata en Mateo 4:1-11 (NVI).

Si consideramos que el “Satán” es representado como un ser maligno que intenta engañar, tentar y alejar a la humanidad de la voluntad de Dios, entonces podemos entender la objeción planteada en relación con el deseo del pueblo de Israel de tener un rey “como las demás naciones”. En realidad, Israel, debido a su relación única con Dios, no necesitaba un rey humano. Esto se interpreta como un intento de apartarse de la dependencia en Dios como su guía y protector, lo que puede percibirse como un acto de rebeldía contra la autoridad divina.

Sin embargo, es importante tener en cuenta que la estructura social no puede prescindir de una autoridad secular. En el orden preexistente, no todas las competencias estaban delegadas a la autonomía individual o al mercado. Más bien, el papel de gobernante estaba reservado a Dios. En este pasaje bíblico, Dios advierte que al desear un rey humano, están rechazándolo a Él como su rey, lo que implica asumir la responsabilidad de esa elección. En ningún momento se sugiere la eliminación de la autoridad como elemento organizador de la sociedad.

Es relevante destacar que cuando Dios liberó al pueblo judío de la esclavitud, entregó a Moisés una serie de obligaciones legales y mandamientos divinos. Estas normativas no solo sirvieron como un código de conducta para la comunidad hebrea, sino que también sentaron las bases para la ley y la tradición judía. Los Diez Mandamientos, registrados en el Éxodo 20:1-17 y el Deuteronomio 5:6-21, establecieron los fundamentos del orden público de la sociedad hebrea, incluyendo la prohibición del asesinato, el robo, el adulterio y el falso testimonio, además del mandato de honrar a Dios y observar el sábado.

Moisés cuando recibió el llamado de Dios (Foto: Enlace Judío)

Además, la liturgia y los rituales religiosos estaban regulados detalladamente, incluyendo sacrificios, purificaciones y festivales como la Pascua y el Día de la Expiación. Asimismo, Dios instruyó a Moisés a designar jueces y líderes para ayudar en la administración de justicia y resolver disputas dentro de la comunidad (Éxodo 18:13-27). Estos jueces debían ser justos e imparciales, y su función era esencial en la estructura de gobierno.

Desde esta perspectiva, el relato bíblico parece transmitir un rechazo claro hacia la omnipotencia del poder. Esto implica, en términos generales, que la voluntad de quienes ostentan el liderazgo se encuentra restringida por la ley y el reconocimiento de los derechos fundamentales. La naturaleza humana tiende a oponerse a la idea de un poder absoluto. Queda bastante claro que no es posible concebir una autoridad política dotada de facultades comparables al poder divino. Todo poder humano tiene límites y un propósito definido. Más aún, fuera de ese propósito, carece de justificación. Incluso las asambleas representativas del pueblo, como se había mencionado, no representaban una divinidad.

En ese sentido, es esencial recalcar que el poder político no debe considerarse como propiedad del gobernante, sino como una función vicarial al servicio de la sociedad. Todo funcionario debe reconocer que su legitimidad proviene de un mandato superior y debe rendir cuentas periódicamente por su desempeño. En conjunto, estas reflexiones nos llevan a concluir que las autoridades no poseen atributos divinos y deben someterse a las mismas reglas establecidas tanto por ellos como por los principios superiores de justicia. Subyace en estos textos inspiradores el anhelo de que la actividad estatal se desarrolle reconociendo que los individuos no deben estar subyugados, sino que deben ser considerados como ciudadanos con derechos frente al poder público, preservando así la dignidad humana.

[El autor es Presidente del Tribunal Fiscal de la Nación]