Uno de los libros más vendidos en estos días en el país se llama Born y Quieto. Es el tercer volumen de una especie de saga escrita por María O’Donnell, y que incluye también a Born, la narración propiamente dicha del secuestro por el que se pagó el rescate más cuantioso de la historia humana, y Aramburu, el relato del asesinato que dio nacimiento a la organización Montoneros. Como soy compañero de trabajo y amigo personal de María, he sido testigo de su dedicación apasionada a esos textos. Uno de sus comentarios recurrentes, a lo largo de muchos años, se refería al dolor que le producía el destino de la familia de Antonio Muscat, un gerente de Bunge y Born asesinado por Montoneros para que el padre de los hermanos Born apresurara el pago del rescate.
El trabajo de O’Donnell reabre una vez más el debate sobre la violencia armada que se ejerció en la Argentina en los años previos a 1976. O’Donnell no es la única que ha hecho aportes relevantes en ese sentido. Ceferino Reato ha escrito dos libros, también apasionantes, sobre el asesinato de José Rucci y sobre el copamiento de un regimiento en Formosa. Marcelo Larraquy ha producido varios volúmenes muy documentados acerca de la violencia en el período 1973/76, que no son nada concesivos con la guerrilla. Mucho antes, Pablo Giussani escribió un ensayo llamado Montoneros, la Soberbia Armada, que fue motivo de ácidas polémicas con quienes resistían una revisión crítica del ejercicio de la violencia de izquierda en los setenta.
Pero el aporte más significativo figura en el prólogo del Nunca Más, ese libro fundante de la democracia argentina, que contiene el primer relato oficial de los crímenes de la dictadura. En ese prólogo, se puede leer: “Durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda”.
El prólogo del Nunca Más, además, recoge la visión del ex presidente Raúl Alfonsín, quien no solo ordenó el juicio a la Juntas, sino también a las cúpulas guerrilleras, en dos decretos sucesivos. En uno de ellos, Alfonsín recordaba “cotidianos homicidios, muchas veces en situaciones de alevosía, secuestros, atentados a la seguridad común, asaltos a unidades militares de fuerzas de seguridad y a establecimientos civiles y daños; delitos todos estos que culminaron con el intento de ocupar militarmente una parte del territorio de la República”. Como consecuencia de ese pedido, por ejemplo, el jefe montonero Mario Firmenich fue extraditado desde el Brasil y estuvo preso hasta que lo indultó Carlos Menem.
Esta introducción sirve para reflejar que, durante estos años, hubo un arduo trabajo de muchas personas que, al tiempo que repudiaban la dictadura militar, no concedieron que los crímenes producidos por la guerrilla antes de 1976 debían ser olvidados. Para un amplísimo sector de la sociedad democrática argentina, un crimen es un crimen, no importa quién lo cometa.
Es natural que los crímenes de la dictadura hayan tenido un lugar más destacado en la memoria histórica por su dimensión numérica, por la saña y el nivel de organización con que se cometieron, por el hecho que habían sido realizados por fuerzas estatales. Ese infierno donde se torturaba a mujeres embarazadas indefensas, muchas veces se las violaba, se les robaba a los niños, y luego se las asesinaba, dejó menos espacio para la discusión de lo que había pasado en los años previos a la dictadura.
Esta semana, un grupo de personas organizó un acto en la Legislatura porteña de “homenaje a las víctimas del terrorismo”. Los organizadores explicaron que, básicamente, se trataba de exponer ante el país los crímenes cometidos por las organizaciones guerrilleras, con el argumento de que esa parte de la memoria histórica había sido excluida del relato oficial sobre lo ocurrido en la década del 70. No era una reivindicación de la dictadura, sino un gesto humano de reparación, un esfuerzo por incorporar al relato histórico una ausencia, una omisión, un ocultamiento: el del sufrimiento de las víctimas de la guerrilla.
En el desarrollo del acto, efectivamente, se contaron tres historias estremecedoras. Arturo Larrabure, por ejemplo, recordó cómo su padre fue secuestrado por más de un año en una cárcel del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y luego asesinado. Larrabure, hace unos meses, fue recibido por el papa Francisco en el Vaticano. Lorenza Ferrari relató la muerte de su hija Laura, quien esperaba la nota de un examen en la vereda de la Universidad de Belgrano, cuando estalló un coche bomba de la mano de enfrente. Graciela Saraspe denunció que su padre Oscar fue asesinado por el ERP mientras jugaba a los dados en su propio bar, en el pueblo tucumano Ingenio Santa Lucía. Ella, por entonces, era una criatura.
En alguna medida, para los protagonistas, contar lo que vivieron en un ámbito oficial debe haber sido reparador y justo. Es difícil discutirlo porque se trata de víctimas que, efectivamente, no tuvieron el espacio que tuvieron otras víctimas. Y ese reclamo no tiene por qué expresarse en términos prolijos, ni equilibrados, ni que deban conformar al resto de la sociedad. El dolor encuentra los caminos que puede. Y el martes pasado, esas personas conmovidas contaron cómo su dolor, a lo largo de las décadas, convivió con la indiferencia social y, sobre todo, estatal. En ese sentido, tienen derecho a exigir una reparación, un lugar respetable en la historia. ¿Por qué habría de pasar al olvido el crimen, por ejemplo, de Antonio Muscat?
Pero el acto también contribuyó a poner en primer plano a Victoria Villarruel, quien tiene una gran chance de ser la próxima Vicepresidenta de la Nación. Se trató de un episodio especialmente interesante para analizar a un personaje que empieza a ser central en la política local. En función del acto del martes, y de su actuación pública reciente, surge naturalmente una pregunta: ¿realmente ella es solo la vocera de víctimas ignoradas o busca algo más? ¿Su actuación es reparadora o revanchista? ¿Es alguien que, con su actual protagonismo, viene a apaciguar el dolor surgido en los setenta o a potenciarlo, alimentarlo, revivirlo, desde otra posición de fuerza? Hay muchos elementos para suponer que, ante cada una de esas dudas, la respuesta se inclina hacia la segunda opción.
Hija y sobrina de militares que participaron de la represión, Villarruel fue protagonista hace unos años de un episodio poco conocido: visitó en su prisión domiciliaria al dictador Jorge Rafael Videla. El dato se conoció de una forma inesperada porque lo contó en Facebook Pedro Mercado, un mayor que fue pasado a retiro por Néstor Kirchner, luego de que su esposa, Cecilia Pando, increpara en un acto público al santacruceño por la política de derechos humanos de su gobierno. En ese texto, Mercado contó que pudo conocer a Videla gracias a Villarruel, que era quien organizaba por entonces visitas de jóvenes a la casa del condenado. Villarruel dio otra versión de los hechos: dijo que lo fue a visitar con el objetivo de obtener información para un libro. ¿Por qué mentiría Mercado? ¿Por qué querría perjudicarla?
A diferencia de los familiares de las víctimas de la guerrilla, cuya contundencia radica en la narración de su tragedia, Villarruel tiene una actitud más beligerante. Muchas veces, ante cualquier crítica, Villarruel ataca. A Estela de Carlotto la calificó como “personaje siniestro” y le dijo que su hija había sido “una montonera terrorista”. El viernes, se molestó con una noticia publicada por la agencia Télam. “La impresentable que dirige Télam es hija y esposa de ex terroristas de esos que ponían bombas”, respondió. Villarruel se enojó con un tuit de Ursula Vargués donde la llamaba dictadora. Le respondió con un sticker donde le decía que estaba bebiendo “lágrimas de zurdos”. Villarruel se fastidió también con Lali Espósito, quien expresó preocupación por el buen desempeño electoral de La Libertad Avanza. “Vos te llenás los bolsillos con dinero del Estado”, la acusó falsamente. Y unos días antes vinculó sin ninguna prueba a la diputada cartonera Natalia Zaracho con el homicidio de Morena Dominguez, la niña de 11 años asesinada en Lanús.
En cada aparición pública rechaza ser negacionista de la dictadura, pero su condena a la represión se reduce a una fórmula fría que contrasta con su encendida indignación al referirse a la guerrilla. Tal vez a eso se refirió The Economist, la prestigiosa y muy conservadora revista británica, que la incluyó de esta manera en su retrato de Javier Milei: “Su compañera de fórmula, una ex abogada de militares acusados de atrocidades durante la dictadura militar argentina ocurrida entre 1976/83, le da importancia a los crímenes de las guerrillas de izquierda, en lugar de dársela a los actos mucho más sangrientos de la junta militar”.
Respecto de ese mismo tema, en la nota de The Economist, Milei incluye una definición sobre lo ocurrido en esos años que coincide palabra por palabra con aquello que decían los dictadores de sí mismos: “Hubo una guerra entre un grupo de subversivos que querían imponer una dictadura comunista, y del otro lado estaban las fuerzas de seguridad que se excedieron en sus acciones”. Por lo demás, la legisladora Lucía Montenegro, que organizó el acto, es ahijada política de un dirigente que se ha tomado fotografías sonriente con el libro Mi lucha, de Adolfo Hitler, en las manos.
De todos estos elementos surge un perfil muy particular que no tiene demasiados puntos de contacto con las personas democráticas que investigaron, denunciaron y rechazaron la escalada de violencia y crímenes que se produjo en la década del setenta, más allá de quienes lo cometieron. Hay una tremenda distancia que separa a Magdalena Ruiz Guiñazú o Graciela Fernández Meijide o Raúl Alfonsín, por poner tres ejemplos, con Victoria Villlaruel.
En ese contexto, es criterioso preguntarse si su militancia simplemente busca reparar una omisión evidente de la democracia –no haberle dado un lugar respetable a las víctimas de la guerrilla- o si lo que viene se parece más al ojo por ojo, en alguna de sus tantas variantes posibles.
Si fuera así, podría hacer mucho daño. Porque si Milei triunfara, tendrá muchísimo poder: conduciría, por ejemplo, las Fuerzas Armadas y las Fuerzas de Seguridad.
Hay algo, sin embargo, que no podrá hacer. Sin disparar una bala, la democracia argentina logró lo que ninguna otra en la historia: que los crímenes de una dictadura recibieran un juicio legal y sus culpables, una condena. Es un caso ejemplar para la lucha por los derechos de todo el género humano y así es reconocido mundialmente en el mundo de las democracias liberales. Las Abuelas de Plaza de Mayo, además, son un organismo de prestigio internacional porque, más allá de debates legítimos sobre cuestiones menores, lograron el milagro de recuperar a más de 130 niños robados a sus familias.
Todo eso, es cosa juzgada.