“Fue el ascenso de Atenas y el temor que eso inculcó en Esparta lo que hizo que la guerra fuera inevitable”, Tucídides, La Guerra del Peloponeso.
“Entre las leyes que rigen las sociedades humanas, hay una que parece más precisa y clara que todas los demás. Para que los hombres sigan siendo civilizados o lleguen a serlo, el arte de asociarse debe crecer y mejorar en la misma proporción en que aumenta la igualdad de condiciones”, Alexis de Tocqueville, Democracia en América.
“Que al mundo nada le importa, Yira... yira...”, Enrique Santos Discépolo.
Hace setenta y seis años un grupo de científicos atómicos, entre ellos Albert Einstein, creaban un reloj simbólico: el reloj del juicio final que, cada año, mide a que distancia se encuentra la humanidad de la medianoche, o sea de su autodestrucción.
Este año, la Junta de Ciencia y Seguridad del Boletín de Científicos Atómicos adelanto las manecillas del reloj, en gran parte (aunque no exclusivamente) debido a los crecientes peligros de la guerra en Ucrania. El reloj marca ahora 90 segundos para la medianoche, lo más cerca que jamás haya estado de una catástrofe global.
¿Emergió entonces la trampa de Tucídides? ¿Estamos en una nueva era geopolítica signada por la rivalidad entre las grandes potencias? ¿O quizás se va delineando la brecha de Tocqueville? En cualquier escenario estamos frente al fracaso de la gobernanza global.
Abordar los grandes desafíos para la gobernanza global - cambio climático; pobreza y desigualdad; respeto y defensa de los DDHH; IA y la veloz disrupción de los avances científicos y tecnológicos; capacidad de prevención de pandemias; demografía - requieren de la confianza en las instituciones de gobernanza multilateral.
En este contexto, la fisura geopolítica abierta por la invasión del gobierno ruso a Ucrania socavo aún más la confianza en la durabilidad, e incluso la viabilidad de una colaboración multilateral de base amplia. No es sólo el rápido ritmo de cambio lo que hace que esta época sea inusual. También estamos inusualmente conectados. Y en este contexto tenemos una obligación con el largoplacismo: tratar de influir positivamente el futuro es una prioridad moral de nuestros tiempos.
Es un mundo complejo, interdependiente, desordenado y veloz. Actualmente existe un cuestionamiento creciente al esquema internacional diseñado tras la Segunda Guerra Mundial, ya que el mismo no demuestra capacidad de satisfacer las demandas y necesidades de este nuevo siglo XXI, ni responder a los desafíos y oportunidades globales.
Entonces quizás el paradigma de la brecha de Tocqueville, sea más útil que la trampa de Tucídides para aprehender la realidad global. La brecha consiste en que existe una relación entre el ritmo de movilización y de participación y el ritmo de organización y de institucionalización. Por lo tanto, para este autor existe una ecuación política, construida en función de una relación entre movilización e institucionalización y el impacto de la simetría o asimetría de estos dos términos respecto de la estabilidad del sistema. Esta construcción intelectual, ideada en términos de sociología política, es también válida para entender el actual contexto global.
Estamos lentamente transitando una suerte de era pos-westfaliana, en la que el estado nación sigue siendo el principal actor internacional, pero sin el monopolio de la actividad global.
Es así que, Nosotros el Pueblo, palabras iniciales de la Carta de la Organización de las Naciones Unidas, emerge con gran fuerza en este renovado siglo XXI. Las dinámicas sociales adquieren cada vez mas un papel proactivo. ¡La dimensión movilización que planteaba correctamente Tocqueville!
Como bien señala Bertrand Badie, los conflictos de nuestros tiempos no responden solamente al enfrentamiento militar; resultan también de la profunda descomposición de las sociedades. La patología es social.
La seguridad internacional deja de ser meramente estatal y militar, y cede ante las seguridades globales inter-sociales: seguridad alimentaria, seguridad de la transición energética, seguridad ambiental, seguridad sanitaria.
El desafío de las futuras generaciones consiste en poder dar respuestas institucionales a las nuevas demandas societarias, de manera que el desafío de Tocqueville no se convierta en una brecha u obstáculo para el diseño de las respuestas acordes a las necesidades del nuevo milenio. La globalización como hecho o como elemento distintivo del actual sistema global, exigirá cada vez más mecanismos e instituciones multilaterales para dar respuesta a la creciente y compleja problemática de las décadas venideras.
Avanzamos hacia un mundo multipolar, pero ello no es suficiente en si mismo para garantizar una comunidad global pacífica o justa. Para ser un factor de paz, equidad y justicia en las relaciones internacionales, la multipolaridad debe estar respaldada por instituciones multilaterales fuertes y eficaces. Esto es esencial para que aspiremos a un orden internacional estable; tal como señala Henry Kissinger, en su libro Diplomacia:
“De que un orden internacional sea relativamente estable, como el que surgió del Congreso de Viena, o muy volátiles como los que surgieron de la Paz de Westfalia o del Tratado de Versalles, depende del grado en que se concilie lo que hace que las sociedades se sientan seguras con lo que consideran justo’'.
En este año de elecciones presidenciales y de alternancia democrática, la política exterior del próximo gobierno debe diseñarse con sutileza y pragmatismo, e implementarse con idoneidad profesional. Una Política Exterior que se defina bajo la premisa del respeto y cumplimiento de la Constitución Nacional, nuestra pertenencia a occidente como un sistema de valores: estado de derecho, democracia, DDHH y libertad.
Política Exterior basada en la defensa del interés y valores nacionales, que incorpore todos los instrumentos del país -públicos y privados- y tenga continuidad en el tiempo.
Política Exterior que permita actuar racionalmente y en defensa de nuestros valores e intereses nacionales en un mundo hibrido de actores estatales y no estatales; de ámbitos territoriales y no territoriales; de temas de poder blando y de poder duro.
Teniendo en cuenta el desafío de de Tocqueville, una política exterior que encuentre su legitimación a través del impacto positivo en la vida de nuestros conciudadanos.
En conclusión, en este nuevo escenario globalizado, la República Argentina no puede seguir siendo un simple espectador de los acontecimientos mundiales. Debemos involucrarnos activamente en la gobernanza global de este siglo XXI, a través de una política exterior multidireccional, desideologizada, sustentada en los valores y principios de nuestra Constitución Nacional y en función del centro de gravedad del futuro de nuestro país: su crecimiento, desarrollo y progreso.