En el habla cotidiana, una constitución es un documento que define y organiza a las instituciones del gobierno y que incluye una declaración de derechos. En el ámbito académico, los constitucionalistas suelen distinguir entre la Constitución con “C” mayúscula, concepto que hace referencia a ese documento, y la constitución con “c” minúscula, concepto que incluye algo más que ese documento. En ese contexto, los teóricos constitucionales elaboraron el concepto de identidad constitucional. La finalidad de esa elaboración conceptual es la de responder a la pregunta sobre cómo se identifica una constitución con “c” minúscula, esto es, en qué consiste la realidad constitucional más allá del texto de la Constitución.
La constitución no se refiere únicamente a la forma de gobierno. Existen otras decisiones que acompañan a la de la forma política. Esas decisiones se refieren a un esquema que establece las relaciones entre gobierno, religión, individuos, familia, sociedad civil y mercado. Entonces, la identidad constitucional tiene dos niveles. Por un lado, una estructura conformada por esas decisiones referidas al esquema de relaciones entre gobierno, religión, individuos, familia, sociedad civil y mercado, junto con la organización general de las instituciones gubernamentales. Por otro lado, un contenido más denso que implementa esa estructura a partir de normas y regulaciones más específicas. Por ejemplo, la Argentina es presidencialista desde 1853. Este es un rasgo estructural de nuestra identidad constitucional. Pero la institución presidencial se reformó en 1994. Así, para seguir con el ejemplo, pasó de tener mandatos de seis años sin reelección inmediata, a tener mandatos de cuatro años con la posibilidad de una reelección inmediata. Estos cambios se dan en el segundo nivel de la identidad constitucional, sin alterar el rasgo estructural.
El concepto de identidad constitucional es útil porque permite diferenciar entre grados de transformación de la constitución. En un extremo, una revolución implicaría la transformación, si no total, al menos sí muy significativa, de las decisiones que conforman la estructura general de la identidad constitucional. En el otro extremo, tenemos transformaciones de pequeños aspectos de los contenidos más específicos de la identidad constitucional. Por ejemplo, la reforma constitucional de 1898, modificó el entonces artículo 87, que enumeraba cuáles eran los cinco ministerios que conformarían el gabinete del Presidente: Interior, Relaciones Exteriores, Hacienda, Justicia, Guerra y Marina y Justicia, Culto e Instrucción Pública. En su reemplazo, dispuso que habría ocho ministerios, pero habilitó al Congreso para dictar una ley que estableciera cuáles serían sus atribuciones.
Entre ambos extremos, tenemos una gran cantidad de variantes. Entre ellas, merece destacarse la que Gary Jacobsohn y Yaniv Roznai discutieron en su libro Constitutional Revolution. Para estos autores, la revolución constitucional es una transformación de los contenidos más específicos de la identidad constitucional que usualmente se desarrolla de modo incremental a través de cambios legislativos o jurisprudenciales, sin descartar reformas a la Constitución. La revolución constitucional no modifica la totalidad de las decisiones que hacen a la estructura general de la identidad constitucional, pero sí transformaría de un modo significativo el sentido de alguna de ellas.
En nuestra historia constitucional, un ejemplo de revolución constitucional lo podemos encontrar a partir del caso “Ercolano” del año 1922. Hasta esa fecha, se consideraba que la protección que la Constitución le brindaba al derecho de propiedad en los artículos 14 y 17 imponía una clara restricción al gobierno de cara al mercado: la prohibición de regular el precio de los bienes, salvo supuestos excepcionales tales como fallas en el mercado, como los monopolios, o que se tratara de bienes potencialmente riesgosos para la seguridad o la salubridad públicas. En “Ercolano”, la Corte Suprema admitió la regulación legal del precio de los alquileres para vivienda, pese a no existir un genuino monopolio en el mercado respectivo. A partir de allí, se desarrolló un proceso de transformación, consistente en nuevas leyes y fallos que las convalidaban, que desembocó en una revolución constitucional. En efecto, para la década del cuarenta, antes incluso del peronismo, ya se había redefinido completamente la relación entre gobierno y mercado. De ser un poder excepcional, confinado a supuestos específicos, la intervención económica pasó a ser la regla, pudiendo ser ejercida por el gobierno siempre que este entendiera que ella era necesaria para el “interés público”.
El concepto de revolución constitucional sugiere que la identidad constitucional es fluida. Los cambios incrementales, analizados aisladamente, tal vez no permitan captar el grado de transformación que tiene lugar una vez que agregamos sus efectos. Permite tener en cuenta a procesos que tienen cierta duración en el tiempo, que no son bruscos ni instantáneos. Por su parte, la propia noción de identidad constitucional permite identificar a los enemigos de la constitución. Ellos son quienes proponen una revolución, es decir, la transformación total de la estructura general de la identidad constitucional. Estas categorías no están pensadas para dirigir nuestra acción, pero sí para orientarla. Ellas conforman un mapa que permite que podamos movernos, siendo conscientes de hacia qué dirección lo hacemos. Por ejemplo, sabiendo si queremos defender el statu quo, si queremos modificarlo parcialmente o si queremos innovar completamente.
Como pocas veces en nuestra historia desde 1983, en el proceso electoral de este año se ha puesto en cuestión explícitamente cuál debe ser el marco constitucional que regula la relación entre el gobierno y el mercado. Como dije antes, la relación entre gobierno y mercado se redefinió a partir de la revolución constitucional que tuvo lugar entre las décadas del veinte y del cuarenta del siglo pasado. El paradigma de esa redefinición fue la aceptación como regla del poder del gobierno de regular el precio de los bienes. Esto significa que, antes de que dicha revolución tuviera lugar, el ejercicio de ese poder era considerado inconstitucional, salvo en supuestos excepcionales. Tal vez por eso, algunos proponentes de la transformación encarnada en uno de los candidatos presidenciales reivindican la figura de Juan Bautista Alberdi a quien se suele ver como una especie de “padre” de la Constitución de 1853 y como el inspirador del programa político que la aplicó. En esa línea de interpretación, Alberdi habría sido un precursor de las propuestas transformadoras actuales.
Sin embargo, Alberdi tenía plena conciencia de los límites del mercado y del rol indispensable del gobierno. Precisamente, a juicio de Alberdi, lo que no existía en la Argentina de mediados del siglo diecinueve era un mercado. Por eso era imprescindible una reforma total de la legislación vigente en ese momento que suprimiera las restricciones al comercio que provenían del período colonial. Pero también era necesario que la nueva legislación fuera pensada para incentivar la importación de capitales, ausentes en el país. Se requería, además, de un gobierno que, de manera activa, se comprometiera con la construcción de infraestructura, en la forma de puertos y ferrocarriles. Se trata de precondiciones, generadas desde el gobierno, para crear y mantener un mercado. Alberdi no pensaba que los mercados pudieran emerger espontáneamente. Era consciente de que el mercado no puede generar las condiciones para su propia constitución.
De manera similar, Alberdi también tenía claro que el mercado era una institución inadecuada para proveer ciertas clases de bienes. Obsérvese el artículo 32 de su Proyecto de Constitución incorporado a sus Bases y Puntos de Partida: “La constitución asegura en beneficio de todas las clases del Estado la instrucción gratuita, que será sostenida con fondos nacionales destinados de un modo irrevocable y especial a ese destino”. La Constitución de 1853 dispuso que la instrucción primaria fuera asegurada por las provincias, aclarando que fuera gratuita. En la reforma de 1860 se eliminó el carácter gratuito del documento constitucional, pero ese rasgo se mantuvo incólume en nuestra identidad constitucional gracias a la vigencia durante casi un siglo del artículo 2° de la ley 1420 adoptada durante la presidencia de Julio Argentino Roca. Finalmente, en 1994, la gratuidad de la educación volvió a figurar en el texto de la Constitución en el inciso 19 del artículo 75.
La gratuidad de la educación impartida en escuelas públicas presupone que el mercado no es siempre la institución adecuada para asignar todo tipo de bienes. El mercado tiende a reproducir cierta clase de desigualdades. Ello es parte del costo que se paga por contar con una institución que, en general, asigna bienes de manera eficiente. Si toda la oferta educativa tuviera precio, entonces eso excluiría a una parte de la población, quizás mayor, quizás menor, que no podría pagarlo. Si la oferta educativa tuviera niveles de calidad decisivamente diferentes según el precio, entonces solo accederían a la mejor educación quienes tienen más dinero. Alberdi, Sarmiento, Roca y las generaciones que los siguieron pensaban que la reproducción de esa desigualdad no era aceptable. Una república requiere cierta igualdad entre los ciudadanos. La igualdad en el acceso a la educación era una de las dimensiones de esa exigencia mínima de la forma republicana de gobierno. Por eso, pensaban que el acceso a la educación debía ser desmercantilizado y ofrecido gratuitamente de manera universal por el propio gobierno.
Va de suyo que Alberdi, Sarmiento y Roca entendían que la prestación gratuita de un servicio no significaba que no tuviera costo. Tenían muy claro que ese costo se sufragaba con impuestos. De ese modo, aunque sin emplear ese término, la identidad constitucional tenía un compromiso con cierta noción básica de justicia social, es decir, con la redistribución de los bienes. Ofrecer gratuitamente un bien no significa negar la perogrullada de que tiene un costo. Tan solo significa que no se exige una contraprestación a cambio. Quien insiste en afirmar que no hay bienes gratuitos porque la provisión de todo bien tiene un costo demuestra que no entiende el significado de gratuidad. Es decir que deja en evidencia su propia ignorancia.
Por lo tanto, la propuesta de llevar adelante una mercantilización de diversos bienes, recortando las funciones gubernamentales instantáneamente, incluyendo bienes tales como la educación gratuita, está muy lejos de constituir una acción dentro de la identidad constitucional. Se trata, ni más ni menos, de proponer una revolución. Estas ideas son enemigas de nuestra constitución. Y ello se confirma cuando se escucha cómo se propone llevarlas a cabo: con decretos presidenciales respaldados por plebiscitos. No se trata solo de redefinir la relación entre gobierno y mercado de un modo radical, en el que el gobierno no jugaría ni siquiera el rol que Alberdi, Sarmiento y Roca pensaron que debía tener, sino también de redefinir la propia organización de las instituciones gubernamentales, suprimiendo al Congreso y desbaratando los sistemas de separación y de control del poder. Por eso, estamos a la vera de una revolución.
Ahora bien, dado el carácter fluido de la identidad constitucional, podemos orientar nuestra acción a una nueva revolución constitucional, que redefina el vínculo entre gobierno y mercado de un modo en el que, como quería Alberdi, el primero genere las condiciones institucionales para el apropiado funcionamiento del segundo. Y en el cual los gobiernos asuman la prestación de esos bienes que el mercado no proveerá adecuadamente.
El camino de la revolución constitucional requiere políticas que se prolonguen en el tiempo. No se resuelve en una elección, ni siquiera en un mandato presidencial. Es una transformación que se dará de manera incremental, a partir del efecto acumulativo de diversas medidas, de desarrollos jurisprudenciales que la acompañen y de la doctrina y actividad pedagógica que elaboremos desde las Facultades de Derecho. Será una transformación de una parte de nuestra identidad constitucional, pero fiel al resto de los elementos estructurales que la definen. Ese es el modo en que honraremos a la generación fundacional. Para Rothbard y von Mises, Alberdi Sarmiento y Roca serían “comunistas”. ¿Ustedes piensan lo mismo? Si no lo piensan, entonces pueden abandonar las filas de la revolución austríaca. Y sumarse a las de la revolución constitucional. Cambio dentro de la continuidad. Respetando las instituciones. Pensando colectivamente sobre nuestro futuro común. Esa es la vía de la democracia constitucional.