Frente al anuncio de que la diputada nacional Victoria Villarruel presidirá un acto de homenaje a las víctimas del terrorismo este lunes en la legislatura porteña, voceros del gobierno, así como de los organismos de derechos humanos, hace tiempo cooptados por el kirchnerismo, salieron a repudiar la iniciativa con el argumento de que pone en peligro acuerdos democráticos básicos y contradice nuestro ordenamiento jurídico e incluso tratados internacionales. Un despropósito.
Parecen ignorar además que en 2017 la Asamblea General de Naciones Unidas instituyó el 21 de agosto como Día Internacional de Recuerdo y Homenaje a las Víctimas del Terrorismo, y señaló la “responsabilidad principal” de los Estados miembros de la ONU “de apoyar a las víctimas del terrorismo y defender sus derechos”.
Además cuesta ver de qué forma el recuerdo y homenaje a quienes fueron asesinados, deliberadamente o como daño colateral, en actos violentos perpetrados por organizaciones armadas -los más graves de ellos en democracia- puede afectar la legalidad presente.
Entre las víctimas no reconocidas por el Estado se encuentran por ejemplo los soldados conscriptos que murieron resistiendo el asalto al regimiento de Formosa, en diciembre de 1975, jóvenes en su mayoría de familias de muy humilde condición, esas que quienes promueven el sectarismo en derechos humanos dicen representar.
Lo que sí se ve afectado, sin lugar a dudas, es el relato sectario y parcial impulsado por un Gobierno que encontró en los derechos humanos una coartada ideal para todos sus “pecados” -por acción u omisión- y un instrumento de división de los argentinos.
También puede verse afectado el statu quo de organizaciones que han hecho de la “Memoria” un medio de vida y un ascensor hacia una pretendida superioridad ética. No interesa si en el camino se olvida a otras víctimas de la violencia de los 70, y, con el argumento de que no se puede equiparar una violencia con otra -tal vez atendible-, se desresponsabiliza por completo a quienes promovieron la violencia contra un gobierno constitucional abonando el terreno al golpe de Estado.
Los kirchneristas se jactaron siempre de su política de derechos humanos, por la cual, dicen, nos admira el mundo. Pero la realidad es que nunca tuvieron una política de derechos humanos, porque los derechos humanos se defienden en el presente. Lo que promovieron fue un uso oportunista y clientelar del pasado; una instrumentación que reabrió heridas e impidió consolidar una unidad nacional que hubiera constituido la verdadera justicia respecto del desencuentro y la división, bases de la tragedia de los 70.
El triste saldo de estos 40 años de democracia es el juez implacable de lo que no pudimos dejar atrás. Países que atravesaron procesos mucho más violentos y fratricidas que el nuestro optaron por soluciones políticas para poder consagrarse a construir el futuro. Eso sí merece admiración.
El kirchnerismo llamó Memoria a lo que fue un relato sesgado y sectario. A la vez, demonizó las palabras Olvido y Perdón, pero la mayoría de los pueblos que han protagonizado transiciones exitosas, de la dictadura o de la guerra civil hacia la democracia y la paz, demuestran, como dice el historiador estadounidense David Rieff (en Elogio del Olvido, 2017), “la memoria histórica puede ser tóxica y, a veces, lo correcto es olvidar”.
Ahí están los ejemplos de la Guerra Civil española, de Irlanda del Norte, de la ex Yugoslavia, de Ruanda, de la Sudáfrica post apartheid…
La memoria histórica puede en ocasiones causar más daño que el bien que supuestamente persigue, dice Rieff, porque suele ser selectiva, arbitraria, divide a los protagonistas en réprobos y elegidos, rescata ciertos hechos y olvida otros. En el caso de los Balcanes, Rieff dice: “Casi cualquier paz, no importa lo injusta que fuera, era infinitamente preferible (al) incesante castigo de la muerte, el sufrimiento y la humillación”. También en Ruanda, pese al genocidio, se priorizó la necesidad de reconstruir la nación por encima de juicios que hubieran obligado a procesar y condenar a decenas de miles.
El jurista Jaime Malamud Goti, quien junto con Carlos Nino, diseñó la política de los juicios a las Juntas durante la gestión de Raúl Alfonsín, retratados en el film Agentina 1985, fue también asesor internacional en otras transiciones políticas difíciles. En su libro Crímenes de Estado. Dilemas de la Justicia (Hammurabi, 2016), se pregunta: “¿Contribuyeron los juicios a afianzar la democracia argentina?”
Es el interrogante clave, porque de lo contrario no se entiende qué justicia se persigue. Malamud Goti sostiene que, a diferencia de lo que sucedió en la Argentina, las naciones que viven transiciones difíciles buscan mecanismos de procesamiento de los crímenes pasados que permitan rápidamente liberar las energías para consagrarlas a la reconstrucción: “Se ha sufrido bastante en Argentina, pero no se está mirando a futuro. No veo un movimiento colectivo hacia la construcción de una comunidad”. Y agregaba: “Al centrar la culpa en un limitado sector de la población, los juicios de derechos humanos reinventan la historia” y “la ‘verdad’ resultante, frecuentemente percibida como facciosa, es objeto de disputas inzanjables”.
Cuando este enjuiciamiento “se prolonga en el tiempo más allá de cierto punto, (...) se vuelve contraproducente”, afirma Malamud Goti, porque “desanima una más profunda inspección de los factores que contribuyeron a la brutalidad”. “La lógica dual víctima-perpetrador desalienta una compleja y matizada concepción del rol desempeñado por los diferentes actores sociales”.
En la Argentina, los juicios se han convertido en un fin en sí mismo. La llegada de los Kirchner al gobierno marcó un retroceso en todo lo que se había hecho en el país en pos de su pacificación. Para reabrir los juicios se violaron principios del derecho universalmente reconocido: la irretroactividad de la ley penal; la igualdad ante la ley; la limitación de la detención preventiva, entre otros. Se desconoció incluso la voluntad del Congreso que votó las amnistías.
Otro principio vapuleado fue el de nuestra soberanía jurídica, al admitir Kirchner que un juez español –al que luego conchabaron- se arrogara la facultad de enjuiciar hechos ocurridos en la Argentina.
La ruptura con lo que había constituido una verdadera política de Estado desde la recuperación de la democracia –la reconciliación, la unidad nacional y la defensa de nuestra soberanía jurídica- fue justificada en nombre de la “memoria”, palabra que alude en realidad a una revisión maniquea del pasado que apunta a reinstalar divisiones entre los argentinos. Un revanchismo que se cebó en la institución militar fue desde ese momento el combustible de las campañas electorales del kirchnerismo.
Sorprende escuchar a la actual vicepresidente decir que “a la patria hay que tomarla sin beneficio de inventario”; “amarla completa”; cuando es lo contrario de lo que inspiró sus gestiones.
Para el gobierno que asumió en 2003, los derechos humanos fueron un elemento más del clientelismo de clase media, en particular de una franja progresista confortada por una tendencia que permitía la doble impostura de sentirse paladines de una causa y, de paso, encontrar en ella un interesante sustento.
Una generación que no entendió el simbolismo del abrazo Perón-Balbín se abocaba años después -en nombre de una memoria parcial- a reinstalar el sectarismo y a anteponer los intereses de facción a los del conjunto.
Es ese sectarismo el que lleva al surgimiento de un liderazgo como el de Victoria Villarruel. No se entiende la sorpresa de quienes abonaron esta reacción con su empecinamiento en no reconocer el dolor infligido por las organizaciones armadas cuyo accionar antidemocrático hasta han llegado a reivindicar, como pasó en el acto del 24 de marzo de 2017, cuando exaltaron la lucha armada.
El gobierno kirchnerista, que se negó sistemáticamente a reconocer a las víctimas del terrorismo guerrillero, les otorgó una indemnización a las hijas del jefe del ERP, es decir, de una organización armada que en 1973 no esperó ni un solo día para volver a la política antipopular que siempre lo caracterizó. Santucho se sirvió de la libertad que le dio la amnistía camporista para retomar las armas y sabotear al gobierno recién electo.
En su afán de ganarse el favor de la izquierda y el progresismo, el kirchnerismo ha caído reiteradamente en el más descarnado antiperonismo, reivindicando a los enemigos de la última presidencia de Perón y deslegitimando a instituciones esenciales de la Nación.
El General Perón jamás hubiera avalado que se degradase a una institución fundacional de la Nación como las Fuerzas Armadas, mediante la estigmatización permanente. Y difícilmente hubiera entendido que la defensa de los derechos humanos tenga por voceros a los que asesinaron a José Ignacio Rucci.