Yo envidié a Silvina Luna. Yo critiqué a Silvina Luna. Yo me compadecí de Silvina Luna. Yo miré su cuerpo y su vida con los mismos ojos despiadados con los que durante décadas miré mi cuerpo y mi vida. Y seguramente no soy la única, por eso elijo compartirlo. Hoy, como mujer y ante la noticia de su muerte, siento que una buena manera de honrar su vida y su lucha es mirar(nos) honestamente y reconocernos como parte de una sociedad en la que Silvina Luna somos todas.
Empecé a escribir este texto cuando todavía circulaban las cadenas de oración pidiendo por su salud. No la conocí en persona pero cada vez que veía una nota sobre ella se me pasaba por la cabeza, como una película, toda su vida mediática y, sobre todo, mi mirada sobre esa vida. La publicidad de Slim en la que ella saltaba sobre una cama, en ropa interior, flaca y feliz (¡qué linda es, ojalá yo fuera así de linda y flaca, sería tan feliz!)… Después de su paso por GH, cuando bailaba en biquini en los móviles de TV riéndose de la panza que le había crecido en el reallity (Qué genia es, cómo se ríe de sus “defectos” porque esa panza es un defecto, ¿no?); desfilando con una cola híper voluminosa alrededor de una pileta (Ay, se puso mucha cola, por qué tanta, se re nota que es artificial, qué lástima con lo linda que es), y así… Salir de esta mirada fallida y horrible para la que fuimos formateadas nos lleva años de trabajo interior y, muchas veces, nos lleva la vida entera.
A partir de esta muerte habrá repudios, escraches y un intenso pedido de justicia en los medios. Y, sabiendo lo difícil que es demandar a un médico, deseo con todas mis fuerzas que se demuestre la culpabilidad de Aníbal Lotocki, que sea condenado definitivamente y que termine preso. Sin embargo, quedarnos con que él es el único responsable me sabe a poco y me parece injusto para la propia Silvina, que luchó hasta el último día de su vida para visibilizar la totalidad de su historia, incluyendo el costo que le implicó la búsqueda de autoestima a través de la estética. Dijo textualmente en uno de sus últimos videos en vivo: “Buscando mi valía en lo exterior tomé una decisión… hoy me hago cargo de las consecuencias…” Hay que tener muchos ovarios y ser muy valiente para poder correrse del lugar de víctima en un momento así y hablar como ella lo hizo, exponiendo sus inseguridades (que son las de todas, Silvina) para salvar a otras mujeres.
Silvina murió producto de una mala praxis médica, sin dudas, pero también murió producto de una sociedad que en pleno siglo XXI y con toda la lucha feminista a cuestas, sigue sosteniendo a la estética hegemónica (mal llamada belleza, porque la belleza es otra cosa) como una herramienta de muchísimo poder para la mujer. Hoy la imagen “correcta” nos puede dar a las mujeres una sensación de poder similar a la que el dinero y el éxito profesional le da al varón. Y esto, desde mi punto de vista, es una trampa feroz del sistema patriarcal para tenernos ocupadas con metas frustrantes y debilitantes. El poder que tiene nuestra imagen en esta sociedad es una de las anclas más grandes a la desigualdad de género. ¿Por qué? Porque la imagen, a diferencia del dinero y el éxito profesional, no genera ningún tipo de placer, más allá de alimentarnos el ego con la mirada ajena. Es decir, nos vuelve dependientes. Todo lo contrario a lo que ocurre con el dinero y el éxito, que generan independencia. Y no, jamás me creí eso de “me arreglo para mí”. Yo para mí me calzo la joggineta, uso medias térmicas y me hago un chuflo en el pelo que me agarre bien el flequillo.
La estética hegemónica no modifica la capacidad de amar ni ser amadas, no optimiza nuestro disfrute corporal, ni sexual, ni de ninguna índole, no nos da ninguna satisfacción profunda ni perdurable. Lo mejor que nos da es el alivio de no ser rechazadas. ¡Y ojo, que sentir alivio es un montón! Las mujeres hacemos grandes esfuerzos por adecuarnos a los cánones estéticos de cada época, no porque seamos tontas, sino porque es un mecanismo de supervivencia. Somos seres sociales, ser aceptadas por el entorno no es una opción, es una necesidad. El problema es que ese alivio es efímero, porque al final nuestra imagen nunca es suficiente, ni para complacer al otro ni para complacernos a nosotras mismas.
Soy de la generación del push-up y de la faja reductora. A los 15 años me envolví las piernas en film adherente para combatir la celulitis que tengo desde los 13, edad en la que empecé a sentir vergüenza y rechazo por mi cuerpo. ¿Y cómo no sentirme así, si era diferente al de mis amigas y completamente inexistente en los medios de comunicación y en la industria del entretenimiento? Demasiada altura, demasiada espalda, demasiado ancha de abajo, demasiado angosta de arriba, demasiado todo… las veces que habré soñado con ser petisa y menudita para que nadie me viera cuando llegaba a una fiesta, para no ser juzgada… las veces que habré querido desaparecer para que no me miren ¿te suena?
Pasaron muchas décadas desde estas inseguridades adolescentes, hoy soy una mujer adulta, madre y feminista. Hace años que me impongo con un discurso empoderado y me enorgullezco de mi capacidad intelectual; sin embargo, el año pasado un señor de 47 años me pidió que bajara 10 kilos porque no quería tener una novia gorda (textuales palabras) y en vez de ir a destruirle el auto con un martillo me quedé paralizada, sintiendo culpa y vergüenza por haber estado con un idiota tanto tiempo. Está bien que no corrí a envolverme en film adherente, algo evolucioné, pero la culpa y la vergüenza florecieron intactas. Está claro que el patriarcado sigue corriendo por mis venas como pancho por su casa…
En una cultura que nos formatea para sentir (porque el problema es que, más allá de lo que pensemos, lo sentimos) admiración y atracción por estereotipos de belleza que solo porta una minoría, la mayoría de las personas vamos a salir perdiendo, y no hablo solo de las mujeres. ¿Cómo cambiamos un sistema cuando somos parte del engranaje que lo hace funcionar? En Barbie, la película, la protagonista resuelve esto con un método bastante poco democrático: secuestra al 100% de las muñecas y las despierta del lavado de cerebro que les hizo el patriarcado. En la vida real no se puede aplicar este método, pero me parece importante registrar el sabio mensaje que nos dejan sus guionistas: si no cambiamos TODAS (o una gran mayoría), no podemos cambiar al sistema. Ojalá que esta muerte no haya sido en vano, ojalá que nos sirva de inspiración para sacudir las estructuras que nos trajeron hasta acá.
La historia de Silvina es un espejo para todas las mujeres que alguna vez sentimos que nuestra imagen no era lo suficientemente buena para ser valoradas, amadas y elegidas. Y creo yo que, en esta sociedad, esa es la historia de todas las mujeres.