La gente se muere. Por razones evitables e inevitables. En ocasiones, cuando ello ocurre, reflexionamos. Y cambiamos. O decimos que vamos a cambiar. La muerte nos sacude. Y si es cercana, mucho más. Voy a dejar de fumar. Voy a salir a caminar. Voy a buscar otro trabajo. Voy a tratar de ser más feliz. A veces lo hacemos. Algo de todo eso. Para bien o para mal, cambiamos. Por un tiempo o por mucho. Se hace lo que se puede. Hasta la siguiente muerte o hasta la propia.
También sacude la muerte cuando toca fibras colectivas. A veces, no siempre. Pero cada tanto sí. Cuando muere alguien muy joven, muy famoso, muy vulnerable. Alguien que hizo algo importante. O cuando hay mucha violencia o dramatismo, sangre, golpes, huérfanos. Cuando la muerte está fuera de su lugar habitual. O cuando mueren muchos. Se cae un avión, choca un tren, desbarranca un micro, ponen una bomba en una embajada. Reflexionamos “como sociedad”. Y decimos que tenemos que cambiar. Que tenemos que prevenir, controlar, invertir, reasignar, analizar, legislar, votar.
Con suerte, ahí también cambiamos. Mucha suerte. Mucha, en serio. Porque si dejar de fumar es difícil para una persona, resolver problemas sociales estructurales es casi imposible. Hay obstáculos propios de la acción colectiva que son muy difíciles de superar. Pero sí, cada tanto lo logramos. Dejamos de cometer genocidios, de hacer golpes de Estado, de someter a jóvenes casi niños al servicio militar obligatorio. Ese tipo de cosas.
Otras muertes, la inmensa mayoría, pasan desapercibidas para la comunidad. No importa cuántos niños y niñas mueran de hambre, cuántas personas dejen de existir en incidentes de tránsito, cuántos homicidios en ocasión de robo de celulares se cometan ni en dónde, cuántas mujeres pierdan la vida en cirugías plásticas ilegales, cuántos casos de gatillo fácil lamentemos cada año, cuántos varones jóvenes caigan víctimas de la violencia en manada. Pasan y pasan. Las leemos en los diarios. Las vemos en la tele. Las oímos en la radio. Bueno, qué pena, pobre gente. Los políticos tendrían que hacer algo, ¿no, viejo? Sí, tremendo, ¿te sirvo más vino?
Y muchas otras muertes son simplemente inevitables. O son evitables, pero la cadena de causalidad es tan larga o difusa que las arrojamos a la bolsa de lo inexpugnable. Como mi mamá cuando se murió a los 55 años, ponele. Así. ¿Se podría haber evitado? Meh, creo que sí, pero tendría que haber hecho tantas cosas de otro modo que era casi como volver a nacer o ser otra persona. Y eso no necesariamente es bueno. A veces, mejor morirse.
Esta semana hubo varias muertes que, por distintas razones, no pasaron inadvertidas para la sociedad. Y eso los convierte, un poco, en nuestros muertos: Federico Delgado (54), Mariano Barbieri (42) y Silvina Luna (43). Pero, ojo, porque no son, de verdad, nuestros muertos. Tienen deudos reales. Por eso, está muy bien reflexionar, pensar qué se hizo mal en los casos evitables, buscar Justicia, hacer renunciar a funcionarios inmorales e incluso rememorar otras agendas que los propios fallecidos hicieron públicas en vida (por caso, los dichos de Silvina sobre la violencia estética y los medios). Pero ojo con instrumentalizarlos. Ya sus ausencias producen suficiente dolor en quienes han quedado de este lado. No hace falta usarlos, transformarlos en objeto de campañas, poner sus caras al servicio de algo que no pueden elegir.
Y también podemos, siempre, recordarlos. Así que vaya aquí mi recuerdo de Federico Delgado, el fiscal de las remeras negras. De joven tenía un largo viaje hasta la Facultad de Ciencias Sociales en Parque Centenario y de ahí se iba a Tribunales. Entre septiembre y marzo se moría de calor. Un día se hartó y colgó el traje. Empezó a usar remeras, pero las que tenía no eran muy “judiciales”, según me dijo. Entonces la mamá le compró unas remeras negras al por mayor. Y quedó.
Federico fue un funcionario judicial distinto. Rebelde, sí. Pero no por las remeras. Al final eran, como me reconoció, un poco su propio traje. La rebeldía estaba en otra cosa. No era un abogado clásico y mucho menos un judicial. Se notaba la influencia de la ciencia política en el prisma con el que miraba el mundo. Crítico de la corporación a la que pertenecía. Preocupado por las instituciones democráticas tanto como por la igualdad. Muy activo en medios. Autor de libros de fuerte contenido sobre la Justicia, pero escritos en castellano para divulgación apta para todo público. Con ese mismo idioma hablaba. Con ese mismo idioma dictaminaba como fiscal. En castellano.
Y fue, por sobre todas las cosas, con aciertos y con errores, un tipo íntegro y ecuánime. Y eso, en el nido de ratas en que se movía, lo pone muy por encima de los demás mortales. Federico les entró a todos por igual, sin mirar a quién. Y no le hizo asco a nada: lesa, coimas del Senado, tragedia de Once, Arribas, los bolsos de López, Time Warp, Panamá Papers. Sufrió amenazas e incluso lo pisó un auto. Todo medio raro. Pero creo que ningún poder lo habría doblegado ante la convicción de hacer cumplir la ley.
Me quedó un mail sin responderle. Me lo mandó 15 días antes de irse. Era el día de cumpleaños de uno de mis hijos. Se ve que estuve a mil, no sé, y se me pasó. Lo lamentaré siempre. Su legado, en cambio, no se me pasa y espero que a ustedes tampoco.