Qué desproporción… Entre lo que pasó y el escándalo que armaron.
La indignación frente al “beso robado” de un señor (Luis Rubiales, presidente de la Real Federación Española de Fútbol) a una señora (Jennifer Hermoso, integrante del seleccionado femenino), en medio de la euforia del festejo por la conquista del campeonato mundial de fútbol femenino, no es proporcional al hecho sino signo del daño cultural causado por este feminismo extemporáneo que padecemos, promovido por el mismo sistema que “ellas/elles” dicen combatir: un placebo, un circo, con el cual a falta de pan se distrae la atención pública. Sobran idiotas útiles para la faena.
Lo vimos todos: un chuic en la boca, un salto sobre ella (o ella que le hizo upa, la justicia tendrá que elucidar este detalle crucial). En fin, un horror. Un ultraje inaceptable. Un “repudiable beso en la boca”, un “beso forzado”: hubo competencia por la calificación del ¿micromachismo? del presidente de la Real Federación.
Pero la justicia española superó a todos: investiga a Luis Rubiales por “agresión sexual”. Ni más ni menos. Calificación que resulta casi un insulto a las verdaderas víctimas de esos delitos.
Personalmente, jamás había oído hablar de Luis Rubiales hasta este episodio y es muy posible que, más allá de España, el mundo lo haya conocido recién ahora, a partir del beso “afanado”. Se ve que muchos se la tenían jurada porque se le tiraron encima en manada.
Pero ese no es el punto. El punto es la indignación de las almas bellas. No olvidemos que el fútbol (femenino) es lucha. Jennifer Hermoso y sus compañeras no están compitiendo en un deporte. Nos están emancipando a las mujeres. Así lo vive un feminismo trasnochado que, como ya no tiene patriarcado que voltear, va por batallas tan épicas como el derecho a patear al arco.
Por eso esto fue un asunto de Estado y Pedro Sánchez -que compite con nuestro Alberto Fernández en perspectiva de género- no lo iba a dejar pasar.
Pero el destino le jugó una mala pasada al presidente feminista porque en el mismo momento que él se rasgaba las vestiduras por la Jenni, ultrajada a la vista del planeta entero, el Tribunal Supremo rebajaba las condenas de 14 y 7 años de cárcel a 12 y 6 años a dos hermanos que violaron a una menor -niñera del bebé de uno de ellos- tras emborracharla en su casa en Madrid… ¡gracias a la Ley del sólo sí es sí!, promovida, militada, por la ultrafeminista Ministra de la Igualdad del señor Sánchez, Irene Montero, que no renunció y tampoco se privó de opinar sobre el gravísimo caso Rubiales.
En una nota anterior, expliqué cómo la ideología de género y el feminismo llorón habían logrado promulgar en España una ley de consentimiento en materia sexual que terminó beneficiando a los violadores. Algo que todo el mundo judicial español le advirtió a Irene Montero, la promotora de la norma bautizada como “Ley del sólo sí es sí”, sin que ella se dignara escuchar.
De paso, digamos que, al igual que en Argentina, todo el aspaviento hecho alrededor de los femicidios -ministerio, más leyes, más presencia mediática, cursos de género, etc.- no ha servido para reducirlos. Sólo para contarlos.
“En España sale más barato violar que dar un beso”, escribió una tuitera. Y no le falta razón: mientras un centenar de verdaderos agresores sexuales recuperaron su libertad y otros mil (1000) vieron sus condenas reducidas, sin que a las feministas se les moviera un pelo ni salieran a pedir la cabeza de Montero, la renuncia de Rubiales parece haberse convertido en la batalla más estratégica de todas las que han librado hasta ahora.
El 25 de agosto -5 días después del crimen machista de Rubiales- fue detenido un agresor sexual que estaba en libertad por la Ley del sólo sí es sí, cuando intentó violar a una mujer; o sea, reincidir. Fue en Sevilla. El tipo no aguantó ni 4 meses en libertad antes de volverlo a hacer.
Sánchez no dijo ni mu. Tampoco sus ministras.
Gracias al feminismo, promover una ley que alivia la pena o les abre directamente la puerta de la prisión a delincuentes sexuales es mucho, muchísimo menos grave, que pasarse de la raya en medio de la euforia de un festejo. De paso, ¿alguien se acuerda de que España salió campeona del fútbol femenino?
Jenni misma pareció entenderlo así al comienzo y no le dio importancia al asunto. “No me ha gustado, ¿eh?”, fue todo lo que dijo sobre lo que era, en el peor de los casos, una desubicación y, a la vista de otros momentos de festejo posmundial, algo bastante normalito entre ellos.
En efecto, ella y el resto del equipo siguieron el festejo y las bromas en torno al beso, como lo demuestran varios videos posteriores. El propio Luis Rubiales fue de la partida.
Pero claro, vino luego la vanguardia esclarecida del feminismo a explicarle a la jugadora que, aunque ella no se hubiese dado cuenta en el momento, había sido víctima de una agresión sexual.
Y eso explica la transmutación de Jenni, la jodona, en Jenni, la adalid del feminismo. No faltan las adhesiones a “la lucha de Jenni”...
Para resaltar un poco más las incongruencias de las patrullas de género, hubo otro beso “polémico” en un contexto deportivo. Fue el 27 de agosto, seis días después del crimen de Rubiales. Claro que, esta vez, fue una dama la que le estampó un beso -no consentido- en la boca a un jockey irlandés que acababa de ganar una carrera de caballos en York. La ladrona de besos era la dueña de Live In The Dream, el caballo ganador. La víctima, Sean Kirrane, un dublinés de 22 años, se puso rojo como un tomate, pero sólo se rió ante lo que tomó naturalmente como lo que era: un gesto eufórico, espontáneo, producto de la alegría de Jolene De’Lemos. Luego se dedicó a disfrutar de su victoria, algo que para las españolas del seleccionado femenino ya pasó a segundo plano. Están firmando comunicados para solidarizarse con la víctima y desmentir a Rubiales que, digámoslo, se metió en un berenjenal al afirmar que el beso fue consentido.
En realidad, es absurda esa discusión. Es obvio que fue un impulso del momento en un contexto peculiar. Se nota que no fue consentido, del mismo modo que se nota que no fue abusivo ni mal intencionado. Cero connotación sexual en ese gesto, mal que le pese a la policía de género. Es que para el neopuritanismo feminista todo eso no importa. Son victorianas mal, como se dice ahora. Es decir, cultoras de una moral hipócrita -esa que alguna vez criticaron-, que otorga más importancia a lo gestual, a lo periférico, a lo que se ve, que a lo verdaderamente grave, que suele estar más oculto.
El gesto de Rubiales no lo configura como un agresor sexual, desde ya. Podrá tener otros defectos y quizás otras cuentas pendientes. No viene al caso.
Nadie se solidarizó con el jinete dublinés, pese a que, para los cánones del wokismo, fue tan víctima de “agresión sexual” como Jenni. La justicia feminista es tuerta. Un comentarista dijo que la diferencia fue que Kirrane no hizo la denuncia. Jenni tampoco la hizo. Fue la jauría sorora la que la forzó a ello: ¿cómo no te diste cuenta de que fuiste víctima de agresión sexual? Y hasta te fuiste de fiesta en el ómnibus con el resto de la selección y fingiste un compromiso con Rubiales mientras tus compañeras arengaban “¡beso! ¡beso!” Era todo humor inocente. Pero ya sabemos que el totalitarismo -de derecha, de izquierda o de género- no es compatible con el humor, como magistralmente lo contó Milan Kundera en La Broma.
No todo gesto no consentido configura un delito. Es lo que no pueden entender las mentes ganadas por el wokismo. Llama la atención además la fragilidad del feminismo empoderado que toma como agresión sexual lo que a lo sumo puede ser una desubicación.
Otro ejemplo del doble estándar feminista lo constituyen las declaraciones de Luciano Castro, a La Nación el 15 de enero pasado: “No me siento acosado, pero si yo hiciera lo que me hacen a mí, me denunciarían (...) Me tocan los abdominales, las tetas... A mí me causa bastante gracia, pero también me da pena. ¿Qué pasaría si yo le tocara la panza a una chica? Me comería una denuncia de cabeza. Por supuesto, estoy a favor del cambio sociocultural que vivimos y de los derechos ganados de la mujer, pero a mí me hacen cosas que a la inversa no se pueden hacer”.
En el comunicado con el cual las demás integrantes del seleccionado femenino español se solidarizan con Jenni Hermoso y condenan las “conductas que han atentado contra la dignidad de las mujeres”, también dicen que las llena de “tristeza” que “un hecho tan inaceptable esté logrando empañar el mayor éxito deportivo del fútbol femenino español”.
Pero la culpa es en buena medida de ellas mismas. Y de las feministas que salieron en su defensa cuando nadie las había agredido ni herido en su dignidad.
Lo mismo dicen los feministos, convencidos o forzados ante la implacable Inquisición de género. Un ejemplo es el del entrenador del equipo, Jorge Vilda, que también atribuye al “comportamiento impropio” de Rubiales el haber empañado “un triunfo merecido de nuestras jugadoras y de nuestro país”.
Las que no se hacen cargo de nada son Irene Montero y sus colaboradoras. Se destaca la n° 2 del ministerio de Igualdad, una tal Ángela Rodríguez “Pam”, que dijo que este caso demuestra que “se ha ganado la batalla cultural del consentimiento” y aprovecha para reivindicar la horrible Ley del sólo sí es sí.
“Lo que estamos viendo es una muy buena fotografía de cómo España está aprendiendo a leer la violencia machista, la violencia sexual”, dijo, mientras mira para otro lado frente a la reincidencia de los beneficiados por la norma que promovió. ¿El consentimiento era sólo para los besos y no para todo lo demás?
La lectura de la violencia machista a la que alude es, sencillamente, una lectura hipócrita.
“Pam” cae también en la habitual cantinela de que lo que ocurre es la reacción machista ante el empoderamiento de las mujeres. Lo vimos todos: Rubiales no estaba festejando la copa sino poniendo en su lugar a las futbolistas, ¿no?
A continuación, la funcionaria defiende su curro: promete más cursos de género y la verdad es que, ante semejante amenaza, más de un machista se va a mandar a guardar: “Hace falta formación contra la violencia sexual en todos los ámbitos, también en el deportivo”.
Algo análogo a la inútil Ley Micaela vigente en Argentina.
”El feminismo no es contra los hombres”, agregó “Pam”, sin sonrojarse, cuando antes había dicho dijo que los varones “no necesitan el registro civil para ser violadores; lo son”. No sólo eso: también se mostró indignada porque hay mujeres que todavía prefieren la penetración a la autosatisfacción. Traducción: el próximo objetivo del lesbofeminismo es la heterosexualidad.
Pero el feminismo no es contra los hombres.
A propósito de este episodio, vale la pena recordar algunos de los principales conceptos de una declaración firmada en enero de 2018 por un centenar de mujeres del mundo de la cultura y del entretenimiento en Francia, en réplica a la ola de denuncias en varios países luego del escándalo que se desató cuando Hollywood decidió dejar de encubrir al abusador Harvey Weinstein.
“La violación es un crimen. Pero el coqueteo insistente o torpe no es un crimen, ni la galantería es una agresión machista”, decía el comunicado firmado por la actriz Catherine Deneuve, la cantante Ingrid Caven, la cineasta Brigitte Sy, las escritoras Catherine Millet y Catherine Robbe-Grillet, la artista Gloria Friedmann, la ilustradora Stéphanie Blake, y la periodista Elisabeth Lévy, jefa de redacción de la revista Causeur, entre otras.
Si bien defendían la “conciencia legítima de la violencia sexual contra las mujeres, particularmente en el lugar de trabajo”, advertían que “esta liberación de la palabra” se estaba convirtiendo “en su opuesto: ¡nos intiman a hablar como se debe (...) y las que se niegan a plegarse a estos mandatos son miradas como traidoras, como cómplices!”
Todo parecido con el apriete a Jenni Hermoso para que denunciara lo que ella inicialmente no vivió como una agresión sexual, no es para nada casual.
“Ahora bien -siguen diciendo las cien mujeres del manifiesto-, es propio del puritanismo el tomar prestados, en nombre de un supuesto bien general, los argumentos de la protección de las mujeres y de su emancipación para encadenarlas mejor a un estatus de víctimas eternas…”
También cuestionaban la ola de denuncias en las redes y en la prensa contra quienes así resultaban condenados sin juicio en debates que ponían en “el mismo nivel que los delincuentes sexuales” a hombres que “solo se equivocaron al tocar una rodilla, tratar de robar un beso, [o] enviar mensajes sexualmente explícitos a una mujer que no se sintió atraída” por el varón en cuestión.
Expresaban su temor de que esta asimilación pueda llevar a comprometer la “libertad sexual”, tal como aspiran a hacerlo “los extremistas religiosos, los peores reaccionarios y los que creen (...) que las mujeres son seres ‘aparte’, niñas con una cara de adulto, que exigen protección”.
También aludían a las epifanías de abusos pasados, tan comunes en estos tiempos: “Se convoca a los hombres a encontrar, en lo más profundo de su conciencia retrospectiva, un ‘comportamiento fuera de lugar’ que podrían haber tenido hace diez, veinte o treinta años, y del cual deberían arrepentirse”.
“La confesión pública, la incursión de fiscales autoproclamados en la esfera privada, que se instala como un clima de sociedad totalitaria” se convierte en una “ola purificadora” que “parece no conocer ningún límite”.
Denunciaban las nuevas imposiciones de la dictadura de género: “Los editores ya piden que los personajes masculinos sean menos ‘sexistas’, que hablemos de sexualidad y amor con menos desproporción, o que garanticemos que el trauma experimentado por los personajes femeninos sea ¡más obvio! ¡Al borde del ridículo, un proyecto de ley en Suecia quiere imponer un consentimiento explícitamente notificado (para) tener relaciones sexuales! En cualquier momento dos adultos que quieran dormir juntos consultarán primero en una aplicación de su teléfono un documento en el que estarán debidamente enumeradas las prácticas que aceptan y las que rechazan”.
Esto fue escrito hace 5 años y la ola no se ha frenado. Ese “ridículo” que anticipaban es realidad en España con los resultados a la vista.
Las cien mujeres firmantes defendían “una libertad para importunar, indispensable para la libertad sexual” y afirmaban que las mujeres ya “somos lo suficientemente clarividentes como para no confundir el coqueteo torpe con el ataque sexual”.
“Como mujeres -decían-, no nos reconocemos en este feminismo que, más allá de la denuncia de los abusos de poder, toma el rostro del odio hacia los hombres y hacia la sexualidad”.
Apuntaban también a otra curiosidad del feminismo de hoy: que, contrariamente a lo que sería una liberación de la mujer de antiguos prejuicios, asocia, como solía se antaño, una agresión sexual a un estigma, cuando justamente la víctima no debe ver en nada afectada su dignidad, ni sentirse en modo alguno “marcada” de por vida.
En palabras de Deneuve y cía: “Los incidentes que pueden tener relación con el cuerpo de una mujer no necesariamente comprometen su dignidad y no deben, por muy difíciles que sean, convertirla en una víctima perpetua. Porque no somos reducibles a nuestro cuerpo. Nuestra libertad interior es inviolable. Y esta libertad que valoramos no está exenta de riesgos o responsabilidades”.
[Este artículo reproduce contenidos de mi newsletter “Contracorriente”. Para recibirlo por correo, suscribirse aquí]
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