Hace mucho tiempo escribí sobre este tema crucial que ahora vuelvo a encarar con alguna variante dados los acontecimientos que son del dominio público en nuestro medio. Según testimonio de Platón en Apología de Sócrates ese maestro ha sentenciado que “una vida sin examen no merece la pena de ser vivida”. Tal cual, esa es nuestra tesis en las reflexiones que siguen.
En una época en la que la politización abarca áreas crecientes, resulta más necesario que nunca preservar espacios íntimos. Los aparatos estatales se inmiscuyen en el deporte, la música, la familia, los medios de comunicación, el teatro, las jubilaciones, la ciencia, los contratos entre particulares y tantos otros sectores de la vida que se mantenían a buen resguardo cuando primaba el espíritu republicano. Ahora no hay prácticamente recoveco en el que los tentáculos del poder político no están presentes. Mientras, paradójicamente -en nuestro caso salvo la excepción notable que ahora compite en el proceso electoral en curso y que apunta a retomar la senda alberdiana en profundidad- los gobiernos y candidatos tienden a abandonar responsabilidades en campos que le competen a los aparatos de la fuerza y a entrometerse en todos los rincones de la vida y la hacienda ajena.
Resulta que los gobernados son siempre maravillosos en tiempos de elecciones, pero ineptos para manejar sus propias vidas ni bien salen del cuarto oscuro. Claro que los politicastros de turno no aparecen por ósmosis, son el resultado de una pavorosa mediocridad en el debate de ideas y un desconocimiento supino de los principios más elementales de una sociedad abierta. Hay pocos que se prestan para el estudio y la reflexión sesuda y demasiados para la foto, la pose y el protagonismo. A estos últimos aludía Borges al señalar que se esfuerzan en aparecer como alguien “para que no se descubra su condición de nadie”. Son los tilingos que operan cual anti rey Midas, más que políticos a la vieja usanza son agitadores – ellos mismos siempre están muy agitados –, necesitan de un ruido constante para suplir su endeble personalidad. Tengo por estos hombrecillos la misma opinión que tienen las palomas por las estatuas.
De cualquier modo, entre un ritmo de vida que empuja a una carrera contra el reloj y el acoso del Leviatán no siempre se permite distinguir entre el tiempo del calendario y el tiempo interior, lo cual hace imperioso un alto en el camino para abrir lugares en los que se ausculte y escudriñe el estado del alma. Muchas veces quienes tienen las agendas más cargadas y la embisten con viajes permanentes son aquellos que se fugan de sí mismos y que, en última instancia, duermen la siesta de la vida. Se anestesian y dejan la vida en la banquina. Este es el sentido de que aquel sacerdote, acostumbrado a confesar empresarios en el lecho de muerte, decía que presenció muchos arrepentimientos pero nunca oyó decir que había congoja por no haber frecuentado más la oficina o por haber dejado pasar un arbitraje.
Este fenómeno se hace más patente allí donde hay la tozuda manía de expropiar y deglutir espacios privados. En este sentido, hay muchas formas de proceder en consecuencia, pero hay una que suele resultar especialmente fértil. Se trata de poner en blanco y negro lo que a uno le ocurrió y le ocurre. Se trata de una especie de tarea arqueológica, una labor de excavación interior, una faena detectivesca al efecto de exponer frente a uno mismo distintas facetas de la propia vida. No es algo publicable por razones de pudor y rubor. Por eso no se trata de “memorias” que naturalmente son desmemoriadas ya que nadie edita aspectos más o menos objetables que apuntan a la primera persona del singular.
Para el caso, resulta irrelevante la facilidad o dificultad de administrar el oficio de la gramática, especialmente en lo concerniente a la sintaxis y la prosodia. El ejercicio en cuestión permite un autoexamen fidedigno y reservado que, al explorar muy diversas avenidas interiores, pone al descubierto el verdadero peso relativo de los respectivos problemas y la verdadera naturaleza de eventuales respuestas y soluciones. Tanto unos como otros muchas veces quedan empañados y distorsionadas sus dimensiones en el contexto de angustias que, puestas en perspectiva, no se condicen con la realidad de las cosas. Esto tiende a disiparse al exhibir en el papel con toda crudeza las razones y sinrazones de las preocupaciones y las alegrías. Más aún, en no pocos casos se trocan problemas por soluciones y viceversa y, sorpresivamente, aparecen asuntos novedosos que hasta el momento de escribir yacían eclipsados, opacados y teñidos en el fondo del ser. La pluma hace las veces de escafandra para bucear en profundidad y hurgar en nuestros rincones interiores.
Estos manuscritos privados también facilitan la necesaria toma de distancia de los momentos críticos por los que en algún momento todos atravesamos para así desmenuzar y enfrentar la crisis y someterla a minucioso escrutinio y, sobre todo, sirve para calibrar no solo nuestros sueños y realidades sino quién es quién de quienes nos rodean según hayan sido las respectivas conductas o inconductas de los diversos actores. Esta gimnasia interior pone de manifiesto las prioridades que se establecen en los hechos y no meramente lo que se declama en el discurso. Como decimos los economistas, permite descifrar “las preferencias reveladas”. Y tengamos en cuenta que el establecimiento de prioridades no es un asunto menor puesto que, precisamente, la vida consiste en una ubicación y reubicación permanente de prioridades. Al mismo tiempo, la jerarquía de nuestros valores y preferencias muestra las potencialidades que hemos decidido desarrollar y las que dejamos caer.
Como es sabido, el ser humano es psique y materia: alma y cuerpo. El desarrollo de las potencialidades intelectuales es una facultad privativa del hombre que lo distingue del resto de las especies conocidas. El alimento del alma a través del conocimiento permite reducir nuestra colosal ignorancia, en la esperanza de incorporar dosis crecientes de autoperfeccionamiento en el contexto de un intrincado y azaroso camino de prueba y error.
Si fuéramos solamente kilos de protoplasma, no existiría tal cosa como la libertad, el libre albedrío o la capacidad de decidir por una u otra senda. El determinismo físico sostiene que el ser humano es como una máquina cuyo input es la herencia genética y el medio ambiente del que el output – nuestro modo de proceder - sería consecuencia inexorable. En este caso, no habría ideas autogeneradas, ni pensamiento, ni argumentación. Todos estaríamos condenados a una acción – más bien, reacción – de la que no seríamos responsables. No habría posibilidad alguna de escapar a los nexos causales subyacentes en la materia. Ni siquiera sería posible el debate con un determinista físico puesto que estaría determinado a decir lo que dice.
Supongamos por un instante que irrumpe en nuestra habitación un determinista y le hacemos la siguiente pregunta: ¿podría usted afirmar algo distinto de lo que está afirmando? Si la respuesta es por la positiva, está probado el libre albedrío, si es por la negativa nuestro interlocutor estaría haciendo “las del loro”, por tanto no hay argumentación posible. En rigor, sus dichos no son susceptibles de juicio crítico.
Debemos distinguir la psique, la mente o la conciencia por una parte de la materia, el cerebro o el cuerpo por otra. De allí, entre muchos otros en una tupida bibliografía, es que resulta tan ilustrativo el contenido y el título de la obra conjunta del filósofo de la ciencia Karl Popper y del premio Nobel en neurofisiología John Eccles: El yo y su cerebro.
El libre albedrío es la característica central del hombre. Al examinarnos a través de un ejercicio como el sugerido, estamos en mejores condiciones de corregir o ratificar nuestras decisiones. No parece atractivo deambular por la vida como “almas deshabitadas” al decir de Giovanni Papini o como “mamíferos verticales” según la expresión de Miguel de Unamuno. Nuestra condición humana nos obliga a dejar testimonio en nuestro efímero paso por esta vida, a trascender lo anodino, a hacer algo más que las rutinas y menesteres puramente animales. Sin tomarnos demasiado en serio, es deseable apuntar – aunque más no sea milimétricamente – a la realización de contribuciones que demuestren integridad y coherencia, en la esperanza de que nuestro hábitat resulte algo mejor.
La redacción que proponemos hace de apoyo logístico para mejorar como personas y ayuda a mantener la brújula, al tiempo que desahoga el alma y clarifica encrucijadas. En mi caso, el escrito que he ido elaborando y puliendo desde hace mucho tiempo lo he titulado Sapo de otro pozo. No voy a cometer la imprudencia de reseñar aquí este texto voluminoso y a todas luces impublicable, pero en relación a las aludidas prioridades como ejes centrales de la vida, transcribo un cuento que me relataron cuando era chico con el que abro el mamotreto de marras y que ilustra el punto.
El cuento se refiere a un profesor que exhibió ante sus alumnos un frasco que llenó hasta el borde con piedras grandes. A continuación preguntó a su audiencia si consideraban que el adminículo estaba lleno a lo que ,por unanimidad, le respondieron afirmativamente. Luego procedió a volcar piedritas chicas en el recipiente y volvió a preguntar lo mismo. Esta vez obtuvo respuestas dispares y se observó cierto desconcierto. Nuevamente el catedrático repitió la operación, primero con arena y luego con agua y -después de idéntico interrogatorio- concluyó que igual que con este experimento, en la vida hay que dar espacio a otras consideraciones que merecen un lugar en nuestro camino y no afirmar que no caben.
Como ha dicho Einstein, “todos somos ignorantes, solo que en temas distintos”. El asunto es encarar la faena de poner por escrito nuestros pro y contras al efecto de una adecuada autocomprensión para así encarar mejor la vida y enfrentar con mayor potencia los estragos de aparatos estatales desbocados y de los buenos y malos personajes con quienes hemos debido codearnos.
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