¿Reformadores, innovadores o revolucionarios?

El ciclo político pendular es una característica en la Argentina, pero que tiene remedio

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Argentina parece estar entrando una vez más en un cambio de ciclo. Alejo Manuel Avila/Le Pictorium  / DPA
Argentina parece estar entrando una vez más en un cambio de ciclo. Alejo Manuel Avila/Le Pictorium / DPA

La campaña política argentina actual muestra de todo. Póngale las palabras que quiera. Finalmente, la sociedad va a hacer un resumen de todas esas iniciativas y pasarán por el filtro electoral de la elección del 22 de octubre. Y para salir de dudas, el 19 de noviembre habría una eventual segunda vuelta o balotaje entre los dos candidatos a presidente más votados si es que no hay uno que gane en primera vuelta.

Como en todo evento pre eleccionario se discute -o se intenta debatir- sobre todo tipo de problemas que le interesan -real o manipuladamente- a la opinión pública. Haremos foco en el dilema sobre cómo implementar políticas de cambio en la sociedad: gradualismo versus política de shock. Por ejemplo, un gradualista nos diría “Un elefante se come en fetas o de a churrascos”, mientras que un fundamentalista, argumentaría: “Al elefante, se lo come de una”.

Por supuesto que ambas posturas tendrán más ideas para fundamentar sus afirmaciones, como ser “los problemas complejos no tienen soluciones únicas ni instantáneas, por eso hay que ir paso a paso”, mientras que los fundamentalistas dirían “la única forma de solucionar las cosas difíciles es de un solo golpe”. La historia muestra ejemplos de éxitos y fracasos de ambas posturas.

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Un dilema similar se dio al implementar las reformas del Estado de los 80 en los países desarrollados que fueron replicadas luego en los 90 en América Latina. Frente a estas reformas se barajaron exactamente los mismos argumentos y que además en nuestra región, contaron con financiamiento de los organismos multilaterales de crédito (FMI, Banco Mundial y BID). El caso del menemismo (1989-1999) es un ejemplo típico de reforma de shock que fue financiada por los organismos precitados y apoyado electoralmente por el justicialismo de esos años. En esa década se privatizaron todas las empresas públicas, se desreguló la economía, se redujo la cantidad de empleados públicos, se estableció la convertibilidad, se alineó a Argentina con EEUU y se reformó la Constitución Nacional en 1994.

El primer problema de un reformador, innovador o revolucionario es exactamente el mismo, sea de derecha, centro o izquierda. ¿Cómo introducir en la sociedad los cambios que deseo? Si consigue implementar alguno de esos cambios, el segundo problema es: ¿Cómo institucionalizarlos para que duren? Cambiar y mantener.

Uno de los grandes problemas de las reformas del Estado en América Latina luego de los 90, es que aún después de producidos estos cambios, el “nuevo orden que aparecía” no era exactamente el que estaba previsto originalmente en los planes o libros. El debate sobre si las reformas de esa década fueron un éxito o un fracaso está aún debatiéndose, existen ejemplos a favor y en contra casi en partes iguales. En algunas privatizaciones, fueron los competidores -extranjeros o locales- quienes se quedaron con la empresa estatal; en ciertos casos, la desregulación de la economía no trajo una mayor competitividad entre las empresas sino que hubo cartelización, la introducción de nuevos mecanismos de mercado para la prestación de ciertos servicios públicos no trajo la eficientización sino una corrupción mayor, la utilización de contratos de trabajo más flexibles no implicaba la creación de más empleos, sino simplemente, más precarios, etc.

Una foto de la década de los noventa: el ex presidente Carlos Saul Menem recibiendo a su par estadounidense George Bush (Photo by Dirck Halstead/Getty Images)
Una foto de la década de los noventa: el ex presidente Carlos Saul Menem recibiendo a su par estadounidense George Bush (Photo by Dirck Halstead/Getty Images)

Por ello, las reformas de los 90 terminaron en distintas crisis sociales en América Latina, que dieron lugar a una demanda de una mayor intervención del Estado en la economía y en la regulación de los servicios públicos, entre otras cosas. Hoy en 2023 en Argentina y a raíz de una reciente experiencia estatista fallida, estamos recorriendo un camino exactamente inverso. La sociedad estaría mostrando una mayor aceptación de las ideas del libre mercado y la reducción de la intervención estatal en nuestra vida cotidiana, achicamiento de la carga impositiva, etc. Palabras como privatización, desregulación, reducción de personal, suenan muy seductoras y ya no tienen la resistencia que tuvieron 20 años atrás.

Resulta interesante retomar la reflexión de Carlos Polidano, un funcionario del gobierno de la Isla De Malta sobre el fracaso de las reformas de los 90. Los motivos para que una reforma fracase son cuatro:

Pretender reformas que impliquen cambios culturales o de hábitos profundos en la sociedad. Cuando el proyecto tiene esta pretensión, está condenado al fracaso. Las sociedades cambian lentamente. Es preferible hablar de reformas focalizadas, consensuadas y con objetivos muy claros.

Falta de apoyo político. Toda reforma comienza y necesita contar con un fuerte respaldo político, pero este respaldo disminuye con el tiempo, especialmente cuando las nuevas medidas enfrentan dificultades de implementación o generan impactos negativos en la opinión pública. Por lo tanto, es aconsejable llevar a cabo las reformas en la etapa inicial de cualquier administración y tener voluntad “correctiva” si se observan efectos no deseados.

Excesiva intervención de los organismos de crédito internacionales. Las reformas tienen que tener cierta flexibilidad para ser implementadas por la administración local, cuando estos organismos pretenden controlar e inmiscuirse en todo el proceso, generalmente los resultados son adversos pues no conocen el “escenario específico” del país en cuestión.

Falta de negociación con las segundas líneas de la administración. Toda reforma tiene una ambición política inicial. Aquellos que tienen experiencia reformista, aconsejan que se “establezcan consensos” con las segundas líneas de la administración, es decir con aquellos que conocen las posibilidades y límites reales de llevar adelante un programa de cambio. De este modo, se obtienen reformas menos ambiciosas pero más factibles. Menos es más.

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Que las reformas no le solucionen algún problema a la sociedad. Esto es importante. Si el esfuerzo que implica un cambio en las políticas del Estado no brinda algún alivio a un problema de los que sufre la sociedad, esa reforma está condenada al fracaso.

El ciclo político pendular es una característica inevitable en la Argentina, pero que tiene algún remedio, y es justamente el de buscar consensos sociales amplios para encarar algunas reformas clave que nos permitan estabilizar por más de un período de gobierno, una política de inclusión social y laboral genuina (la exclusión daña la idea de una ciudadanía democrática), un signo monetario que tenga una estabilidad mínima y que esté atado a una “canasta de monedas” para evitar oscilaciones excesivas (la Argentina ya destrozó cinco signos monetarios desde 1969); un modelo de industrialización posible con acento en las pequeñas y medianas empresas como el caso de Italia; un mercado laboral que tenga mayores facilidades para la contratación y formalización de nuevo personal; un mercado de viviendas que tenga un crédito accesible y/o subsidiado para sectores de menores recursos y de clase media; una política educativa inclusiva y con mirada de futuro; una inserción internacional más coherente y en el marco del Mercosur; y una simplificación tributaria que acerque el sistema al contribuyente.

Sabemos que no todas las reformas se pueden implementar al mismo tiempo. El gran logro de un próximo gobierno sería concentrarse en tres o cuatro de ellas y buscar una política constante de establecer consensos sociales posibles para la estabilización e institucionalización de algunas de estas políticas. ¿Querer es poder? No. Consensuar para hacer.

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