A penas nueve años después de iniciada la Revolución Islámica de Irán, una “fatua” (decreto o pronunciamiento legal islámico) emitida por el ayatolá Ruhollah Jomeini daría lugar a una de las masacres más atroces de un régimen que continúa aún vigente en dicho país con el mismo nivel de represión y barbarie. Si bien desde sus inicios el régimen islámico se dedicó a la persecución y ejecución indiscriminada de los disidentes políticos, la masacre de 1988 generó incluso sorpresa y rechazo dentro del propio Gobierno. El ayatolá Hossein-Ali Montazeri, segundo líder religioso después de Jomeini, le escribió a este último para expresar su preocupación por las ejecuciones e hizo especial referencia a la velocidad con que estaban siendo llevadas a cabo, así como a la necesidad de, al menos, evitar la ejecución de las mujeres con niños. Ello no ocurrió: su plegaria escrita y dirigida a su inmediato superior no fue oída.
Es así como hace 35 años, en julio de 1988, el mencionado Líder Supremo religioso ordenó la ejecución de los presos políticos que eran miembros y simpatizantes de la Organización Muyahidines del Pueblo de Irán (PMOI por sus siglas in inglés) y de otras organizaciones de la oposición iraní que ya habían sido juzgados y cumplían en aquel momento penas en prisión. El decreto decía textualmente que dichos presos “están haciendo la guerra contra Dios y están condenados a la ejecución”, y en referencia a los miembros del pseudo-tribunal (también designado en el mencionado decreto) expresaban que “deben tratar de ser ‘lo más feroces contra los infieles’”. Miles de personas fueron ejecutadas en juicios sumarios sin ninguna garantía judicial y por un tribunal o corte canguro -como se denomina en inglés a los tribunales falsos, parciales, con una solución predeterminada y que no cumplen con los estándares legales- cuyos miembros eran un juez religioso, un miembro de los servicios de inteligencia y el fiscal de la ciudad de Teherán.
Si bien se afirma que los ejecutados extrajudicialmente podrían ser alrededor de 30.000, al día de hoy dicho número continúa siendo incierto. Decenas de miles de presos políticos poblaban las cárceles de todo el país por aquellos tiempos y muchos de ellos continúan actualmente desaparecidos, por lo que resulta imposible saber con exactitud el número de ejecutados. Demás está decir que el régimen de Irán jamás inició investigación interna alguna, ni permitió que la comunidad internacional lo hiciera a pesar de la enorme cantidad de informes emitidos por organizaciones no gubernamentales y por distintos órganos de las Naciones Unidades reconociendo la imprescriptibilidad de dichos delitos y su carácter de crímenes de lesa humanidad.
El actual presidente de Irán, Ebrahim Raisi, era en 1988 uno de los cuatro miembros del conocido “Comité de la Muerte por Teherán”, lo que esclarece las preocupantes similitudes que tienen los crímenes institucionales actuales con los de aquel entonces. Una vez más, resulta claro que la impunidad de la que gozan los perpetradores de la masacre de 1988 y la ausencia de justicia y de reconocimiento de las víctimas permite la repetición del pasado. Las detenciones arbitrarias, la represión de la protesta social, de los pedidos de justicia, de cualquier demostración de disconformidad con el régimen actual -que tiene a su población subsumida en la violencia estatal- y las ejecuciones ordenadas por pseudo-tribunales, no son más que el reflejo de la impunidad latente.
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Este julio, he visto el dolor en primera persona. Decenas de descendientes de iraníes ejecutados en 1988 organizan con frecuencia la cumbre denominada “Free Irán Summit”, con el fin de construir memoria sobre la masacre de 1988 y generar un espacio de diálogo e intercambio entre personas de distintas nacionalidades e ideología política comprometidas con su reclamo de justicia. Ellos llevan el sufrimiento en su rostro. Las marcas del exilio. La nostalgia de una identidad escindida por no poder regresar a su tierra de origen, tierra que muchos aún no pudieron conocer. Cargan con el corazón lacerado por la indiferencia de un mundo que no les ha respondido aún a sus demandas de verdad y justicia. Desde hace 35 años, familiares y amigos de los desaparecidos iraníes anhelan los cuerpos de sus seres queridos, documentación o información que les permita saber exactamente qué les pasó y dónde están. El trauma psicológico que provoca la presencia permanente del cuerpo ausente les resulta abrumador.
A menudo he reiterado que los procesos de justicia representan el comienzo de un proceso de curación. Dan a las víctimas la posibilidad de ser escuchadas y las empoderan a hablar. Ayudan a reconstruir la verdad y a construir la memoria histórica individual y colectiva. Son una forma importante de reparación, son parte esencial de cualquier mecanismo de prevención y desencadenan otras formas de reparación y memoria.
Los procesos de justicia permiten identificar a los perpetradores ayudando así a destruir las estructuras de poder criminal, porque la justicia es una respuesta necesaria para las víctimas, además de ser un derecho humano fundamental. Sin justicia, vivimos en un estado permanente de impunidad y estamos destinados a repetir el pasado.
La comunidad internacional en su conjunto y los países que aceptaron sus principios y valores fundamentales están obligados a apoyar, alentar y facilitar cualquier tipo de proceso de justicia para las víctimas de la masacre de Irán en 1988 y de la represión institucional actual. Ante la ausencia de justicia, reina la impunidad y se perpetúa irremediablemente el riesgo de nuevas violaciones a los derechos humanos. Los informes y declaraciones de organizaciones gubernamentales internacionales y países son insuficientes. Una verdadera responsabilidad judicial es el único camino por seguir frente a los pedidos de las víctimas y sus familiares.
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