A diferencia de lo sucedido en diciembre de 2001, cuando centenares de miles de compatriotas salieron a las calles de todo el país bajo la consigna de “¡Que se vayan todos!”, en medio de un derrumbe político y económico que arrastró al gobierno de Fernando De la Rúa, y generó un vacío de poder que sólo pudo subsanarse con una salida de emergencia impulsada por la Asamblea Legislativa, que eligió presidente de la Nación a Eduardo Duhalde; esta vez, ese estado de insatisfacción colectiva encontró un cauce institucional para expresar su profundo hartazgo y se manifestó pacíficamente a través del voto.
Este hecho inédito, que permaneció relativamente oculto detrás del asombro y la confusión evidenciados por una clase dirigente envuelta en sus estériles disputas internas, ajenas a los padecimientos de la gente común y, por lo tanto, divorciada del conjunto de una sociedad, que sufre las tremendas consecuencias de la inflación y la inseguridad; constituye a la vez, un homenaje a la solidez de las instituciones democráticas recuperadas hace exactamente cuarenta años con la asunción al gobierno de Raúl Alfonsín, que permiten que la protesta popular pueda canalizarse a través del voto. Pero también una advertencia dramática, definitiva y final de la ciudadanía argentina al conjunto del sistema político, sin distinción de coaliciones, alianzas o banderías partidarias: o cambia o muere.
En los últimos años, se habló mucho de la “grieta” entre dos coaliciones multipartidarias que se alternaron en el gobierno y también en el fracaso de sus respectivas gestiones, y que encima pretendían volver a colocar a los argentinos ante la obligación de optar entre dos modelos fracasados.
Lo que no se advirtió es que esa “grieta” exhibida en la superficie fue generando otra, todavía más profunda, entre la dirigencia política y la gran mayoría de nuestro pueblo. El 13 de agosto, esa otra “grieta” se manifestó categóricamente en las urnas como un grito que a partir de ahora será imposible dejar de escuchar.
El cuestionamiento a la “casta”, representa el rechazo generalizado a una superestructura política cristalizada que monopoliza y usufructúa del ejercicio del poder del Estado para distribuir arbitrariamente prebendas y beneficios en perjuicio de los intereses del pueblo. En cierto sentido, evoca a la palabra “oligarquía”, no en el sentido clasista del término, sino en su significado originario definido hace 2500 años por Aristóteles en la Grecia Antigua: “Gobierno de pocos”, o sea lo opuesto a la democracia. Más allá de cualquier connotación ideológica y de su obvia utilización política, el rechazo a la “casta”, asumido como una consigna reparadora por amplios sectores populares, implica entonces una clara demanda de justicia social contra los privilegios acaparados por los dueños del poder político.
Pero este creciente desprestigio de la dirigencia política y la crisis de representatividad de las estructuras partidarias tradicionales, no es un fenómeno exclusivamente argentino, sino parte de una tendencia de carácter global. Con las características propias de cada realidad social y cultural, se explica por ejemplo el triunfo de Donald Trump en los Estados Unidos, de Jair Bolsonaro en Brasil o, más recientemente, el ascenso de Giorgia Meloni en Italia y de Nayib Bukele en El Salvador.
Baruch Spinoza, un gran filósofo judío del siglo XVII, decía: “Ni reír ni llorar, comprender”. Esa recomendación tiene hoy más vigencia que nunca. Todas las fuerzas políticas argentinas -y en primer lugar el propio peronismo- tienen la obligación ineludible de interpretar este mensaje y traducirlo en una respuesta que canalice esta formidable demostración de disconformidad colectiva, en una propuesta de gobierno viable para rescatar a la Argentina de una crisis que provocó el oprobio de que este año hayamos tenido que celebrar el Día de la Niñez con más de la mitad de los niños argentinos viviendo por debajo de la línea de pobreza.
El principal desafío de hoy, emanado del mandato del pueblo expresado el 13 de agosto en las urnas, consiste en recrear la política, entendida como una actividad constructiva y absolutamente indispensable puesta al servicio del bien común. Porque lo contrario de la política no es la “anti-política”, que es un sentimiento, pero jamás una alternativa, sino el caos y la desintegración de la sociedad.
Más allá de las especulaciones electorales, en una situación de emergencia económica y social, con una inflación interanual de tres dígitos y un estado de desánimo colectivo, que ahuyenta las perspectivas de inversión productiva y, por lo tanto, de trabajo digno, resulta absolutamente necesario avanzar en una política con mayúscula, lo que en estas circunstancias implica la apertura de un amplio diálogo multisectorial para la gestación de los acuerdos básicos sin los cuales ningún gobierno -que surja de las elecciones de octubre- podrá afrontar y superar la crisis. Nadie podrá gobernar exitosamente en la Argentina de los próximos años. Ningún dirigente político argentino puede eludir esa responsabilidad ante la historia.