Es sabido que para enfrentar con posibilidades de éxito al crimen organizado resulta necesario el compromiso real de todos los poderes del Estado, a través de una actuación coordinada de los actores, agencias e instituciones con responsabilidad en la temática.
Si bien habitualmente la mirada se circunscribe -equivocadamente- sólo en el Poder Judicial, la realidad es que los jueces y los fiscales son los encargados de actuar en último término, cuando los hechos, en la gran mayoría de los casos, ya han sucedido.
Por eso es vital la adopción, por parte del Estado, de políticas criminales estables, que sean permanentes y a largo plazo, que trasciendan los gobiernos de turno; desechándose de plano las soluciones efectistas a las que son muy propensos -lamentablemente- las autoridades políticas.
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A fin de poner en contexto el tema que aquí nos convoca, cabe afirmar que los delitos relativos al narcotráfico, lavado de activos, trata de personas con fines de explotación laboral o sexual, venta de armas, terrorismo, corrupción, entre otros, forman parte de la denominada delincuencia organizada trasnacional y tienen, en efecto, características particulares que los distinguen de los delitos comunes.
Así, puede afirmarse que el crimen organizado engloba toda aquella actividad ilícita industrial, comercial y financiera de alta rentabilidad, llevada a cabo por un grupo de personas bajo un modelo de actuación preestablecido, con orientación empresarial y carácter transnacional, con el objetivo de obtener un beneficio económico o material, utilizando frecuentemente la corrupción de funcionarios públicos para procurar el éxito del emprendimiento y la impunidad de sus integrantes.
Estas organizaciones tercerizan gran cantidad de sus tareas en servicios profesionales (lo relativo a cuestiones financieras, contables, legales, entre otras). A su vez, cuentan, a la par de esta asistencia profesional calificada, con personas que ocupan los eslabones menores y que son utilizadas para la realización de las tareas que no requieren mayor cualificación, las que usualmente suelen aprovecharse para los actos más riesgosos de la operatoria criminal, siendo tal aporte, por ende, fungible.
Se trata, ni más ni menos, del aprovechamiento que realizan estos grupos delictivos de aquellas personas que integran las franjas sociales más vulnerables del tejido social, aquellos excluidos del sistema como las mulas en el caso del narcotráfico, indigentes utilizados como prestanombres para que figuren como titulares de sociedades comerciales o a cargo de operaciones financieras, en casos de lavado de dinero, entre otros.
El cuadro descripto se complejiza aún más al verificar que, por el gran poderío económico con que cuentan estas organizaciones criminales, tienen la posibilidad de corromper todo tipo de instituciones públicas, ya sea policiales, políticas, judiciales; como así también del ámbito empresarial, a la vez que cuentan con poder de influencia en los medios de comunicación.
El escenario reseñado muestra a las claras que estamos ante verdaderas redes delictivas, altamente sofisticadas y con gran capacidad de penetración institucional. En consecuencia, es un verdadero desafío para el Estado enfrentar este tipo de criminalidad organizada que, sin dudas, resultan una verdadera amenaza para el mantenimiento del Estado de derecho, puesto que socavan las bases mismas de los sistemas democráticos.
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Ante esa realidad, la política criminal de los distintos países, a lo largo de los años, fue receptando los distintos institutos, herramientas, recomendaciones, técnicas especiales de investigación y demás protocolos establecidos por diversos instrumentos internacionales, para tipificar los delitos de criminalidad organizada conforme los parámetros establecidos en esos instrumentos, a la par que se fueron diseñando dispositivos legales que permitieran investigar con más posibilidades de éxito a estas organizaciones delictivas. Este proceso efectivamente se produjo en nuestro país, a través de la adecuación de la legislación local, tanto procesal como de fondo.
Lógicamente esta situación se dio porque los sistemas penales, con sus herramientas tradicionales, no resultaban suficientes -ni aptos- para poder investigar, esclarecer y sancionar a este tipo de organizaciones criminales. En efecto, el aparato estatal de prevención y represión de delitos no estaba preparado para dar una respuesta adecuada y eficiente frente al delito complejo.
Sin perjuicio de los avances logrados en la legislación, es necesario enfatizar que se necesita del compromiso firme y continuo de todos los poderes del Estado (Ejecutivo, Legislativo y Judicial), tanto a nivel nacional y provincial, como así también del conjunto de las organizaciones de la sociedad civil.
Para ello, en primer lugar, resulta esencial contar con instituciones fuertes, con plena vigencia de la división de poderes y especialmente que se resguarde la independencia judicial. Ninguna duda cabe al respecto que el fracaso de los países en la lucha contra la criminalidad organizada viene del fracaso de sus instituciones con responsabilidad en la materia.
Asimismo es clave la cooperación internacional. En efecto, la criminalidad transnacional no puede combatirse sólo con las herramientas contenidas en las legislaciones locales; es necesario entender el delito complejo como fenómeno mundial, que opera sin límites ni fronteras territoriales, no siendo posible -en la mayoría de los casos- enfrentarlo sólo a través de las instituciones de un país. Por ello, el accionar conjunto entre las naciones no es una alternativa, sino una necesidad de primer orden.
Por otra parte, un aspecto central que toda política de Estado debe tener para el abordaje de este tipo de criminalidad, es el relevamiento de la enorme capacidad que estas organizaciones delictivas tienen para corromper -de distintas maneras- a las autoridades públicas. En sus relaciones con el poder político -y también empresarial- estas redes criminales procuran asegurarse la forma de mantener influencia, para así generar un marco de impunidad para desarrollar sus acciones ilícitas.
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Debe tenerse en cuenta que esta penetración institucional es aún más grave en los países menos desarrollados, ya que resultan los más vulnerables a la corrupción, por la simple razón de que carecen de medios para controlarla con eficacia. La criminalidad organizada se sirve fundamentalmente de la corrupción sistémica (política, policial, sindical, empresarial) para desplegar sus actos delictivos.
En los países más desarrollados, el combate sistemático y permanente a la corrupción y el crimen organizado, la vigencia de la división de poderes y el respeto por la independencia judicial, constituyen los mayores motores para el progreso y el desarrollo, tanto en lo económico, para la recepción de inversiones genuinas, como en lo institucional.
Por las razones mencionadas es que, más allá de las reformas legales que puedan elaborarse, resulta esencial que se releve y enfrente ese sistema corrupto, que funciona como aliado indispensable del crimen complejo. En el ámbito regional, se pueden apreciar las consecuencias nocivas y devastadoras generadas por la falta de control y actuación a tiempo de las autoridades estatales.
Cabe reiterar aquí lo dicho al comienzo, con una investigación judicial es posible esclarecer, sancionar y eventualmente neutralizar en parte el delito complejo. Pero si no existen políticas de Estado que impliquen una planificación estratégica, con ejecución de las mismas en el mediano y largo plazo (más allá de los cambios en las coyunturas políticas), con inversión de los recursos económicos necesarios y con el acuerdo firme de todas las instituciones con competencia en la materia, como así también de la ciudadanía, no se podrá combatir exitosamente el vínculo existente entre la criminalidad organizada y ese sistema de malas prácticas, máxime cuando esa vinculación se encuentra tan difundida y articulada.
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Y aquí cabe destacar ciertas falencias estructurales del sistema institucional de nuestro país, tales como el funcionamiento de los organismos de control de la gestión pública, siendo necesario bregar por el mejoramiento del sistema de auditorías de la gestión estatal, que permitan detectar las anomalías y los actos desviados en forma previa al abordaje penal.
Así también la necesidad de un sistema transparente para la contratación pública. Finalmente, y estrechamente vinculado a lo que se viene diciendo, resulta necesario revisar todo lo relativo al financiamiento de los partidos políticos.
En fin, el abordaje para atender una problemática de la magnitud del crimen organizado debe ser integral, con una mirada interdisciplinaria, y como parte integrante de una verdadera política de Estado, que involucre a todos los poderes públicos e instituciones competentes. Sólo de esa manera, con mecanismos de prevención especialmente diseñados, cabe entender la trascendente actuación que luego le cabe al Poder Judicial, en lo atinente a la investigación y, de corresponder, sanción de los hechos sometidos a su conocimiento.
* El autor es juez federal y presidente del Tribunal Oral en lo Criminal Federal Nro. 3 de Capital Federal
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