La gran ilusión

El sorprendente triunfo electoral de Javier Milei reveló una mezcla de voto protesta y castigo hacia Unión por la Patria y Juntos por el Cambio. Es un grito de libertad de un pueblo agobiado por los fracasos de sus dirigentes y su incapacidad a generar propuestas

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El precandidato liberal Javier Milei
El precandidato liberal Javier Milei festeja luego del triunfo en las PASO del último domingo (AP/Natacha Pisarenko)

La gran ilusión es una de las más bellas películas sobre la Primera Guerra Mundial. Expresa la ilusión de un grupo de prisioneros de guerra por reencontrar la libertad, sus fracasos en sus intentos de fuga y la integridad moral con la que no cejan en el intento.

La Argentina de hoy vive un momento como el de aquellos prisioneros: vivimos la ilusión de sacarnos de encima las cadenas del atraso y la pobreza a las que nos han condenado las políticas y la corrupción de los últimos años. Todavía no lo hemos logrado, pero estamos en el buen camino.

El voto de ayer ha sido una mezcla de voto protesta y voto castigo, “todo mezclado… todo mezclado” como decía el poeta, más que un voto de apoyo a una propuesta determinada.

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Sí, es un grito de libertad, de un pueblo agobiado por los fracasos de sus dirigentes y su incapacidad a generar propuestas, equipos para llevarlas adelante y la conducción necesaria para que el país salga del marasmo en que se encuentra.

La mayor parte de las instituciones republicanas de nuestro país están hoy destruidas o paralizadas. Mal funciona la Justicia, base del buen accionar del conjunto de las instituciones. El Congreso, donde reside el poder del soberano, está paralizado o es desconocido por infinitos e injustificados DNUs que transfieren a un Poder Ejecutivo, corroído por la ineficiencia y la corrupción, una capacidad de decisión que nadie le otorgó.

Las provincias se debaten entre la incapacidad de sus gobernantes o la insuficiencia de medios, humanos y/o financieros, para cumplir con las funciones que la Constitución les confiere. No tenemos moneda, crédito ni credibilidad. Y en términos financieros hemos llegado a caer en la categoría de “stand alone”, la más baja posible para un país. Hemos perdido el respeto internacional: nos han convertido en un país mendicante y en el que nadie confía.

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Esto es parte de un proceso de degradación política, económica y social sin precedentes, fruto de 20 años de políticas que dieron, la mayor parte del tiempo, la espalda a la Constitución y a la racionalidad económica. Podemos resumir nuestro drama en palabras de Alberdi, cuando nos decía en Las Bases: ”¿Qué importa que las leyes sean brillantes, si no han de ser respetadas? Lo que interesa es que se ejecuten, buenas o malas; ¿pero cómo se obtendrá su ejecución si no hay un poder serio y eficaz que las haga cumplir?” ¡Y ese el drama argentino!: nos hemos quedado sin “poder serio y eficaz”.

Argentina es el extraño caso de un “Estado ausente” allí donde su acción es imprescindible (defensa, seguridad, educación, salud y parcialmente en justicia) y su presencia asfixiante (a través de impuestos, regulaciones, intervencionismo) allí donde menos se lo necesita. Y más espacio debería proporcionarse a la iniciativa privada.

A causa de ese desequilibrio, incluso en contradicción con los mandatos constitucionales, se ha construido un esquema institucional y una estructura económica de bajísima productividad, caracterizada por un gasto público pensado en término de mantener el poder y no del bienestar común. Y como esa vía de acción es insuficiente para lograrlo, se lleva el gasto muy por encima de los ingresos del Estado. De allí los constantes déficits fiscales, el exceso de emisión monetaria para poder atenderlos, la consecuente inflación, y un endeudamiento interno y externo insostenibles.

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Esta política todo lo somete al corto plazo y altera los precios relativos, impidiendo la adopción de decisiones económicas racionales. Desalienta el ahorro o lo convierte en fuga de divisas o en dinero escondido para evitar la voracidad fiscal. Ahorro que no llega a ser inversión y, sin ella, no hay creación de empleo.

La suma del desempleo y la informalidad, de la ausencia de políticas territoriales y de migraciones, de corrupción y clientelismo y la creciente presencia del narcotráfico, dan lugar a la destrucción del tejido social, al debilitamiento de los lazos de contención y a la explosión de la marginalidad. Es un cuadro de la pobreza que no reflejan las estadísticas, que solo la miden en términos de ingreso y gasto, pero que es la base del desaliento, la anomia y el descreimiento en la política, en los políticos y, en definitiva, en las instituciones republicanas, claramente expresado no tanto por el voto de ayer como por el elevado nivel de ausentismo o abstención.

Los economistas están centrando su atención en la solución de los problemas macroeconómicos, es su función. Pero si al mismo tiempo no reconstruimos las instituciones y el capitalismo, hoy ahogados por estas políticas, típicas de la ideología del “pobrismo”, no podremos volver al crecimiento imprescindible para escapar a las trampas de una economía exhausta. Y lo más grave es que este cuadro se presenta al mismo tiempo que el mundo parece, una vez más, darnos una oportunidad de pegar el “gran salto adelante”, con los alimentos, el gas y el petróleo, el litio y el cobre, el turismo, la economía del conocimiento y diversos sectores en los que nuestro país puede reencontrar las bases de un crecimiento acelerado.

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Para lograrlo precisamos reconstruir el tejido institucional y productivo y salir del círculo vicioso del déficit fiscal y la inflación. Serán tareas que se apoyarán una a otra en la búsqueda del objetivo común de recrear la confianza en las instituciones, en la moneda y en la capacidad de generar crecimiento.

Este es el camino para sacar a la mayor parte de la población argentina, y especialmente a los sectores más vulnerables, de la pobreza y la indigencia para devolverle a la sociedad un sistema de educación eficiente, un sistema de salud menos costoso y más atento a los problemas de los más débiles. Y, además, para poder llevar adelante una lucha implacable contra el delito, la corrupción y el narcotráfico y devolverle la seguridad a quienes viven dentro de la ley y procuran cotidianamente hacer su aporte al buen funcionamiento de la sociedad.

En algunos casos los instrumentos para lograrlo provendrán de la economía, pero el eje de esta tarea pasa por la política, por la clara decisión de los futuros gobernantes de ir al encuentro de los tres grandes problemas de nuestro país: la reconstrucción de las instituciones republicanas, la inestabilidad fruto de la inflación, y la pobreza, hija de aquella y de las políticas sociales que han hecho del clientelismo, financiado con los recursos público, la base de sustentación en el poder de políticos inescrupulosos. Esa es la verdadera “casta” a la que todos debemos combatir.

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Hacerlo realidad, va a exigir de una intensa tarea legislativa, comenzando por las leyes necesarias para modificar la estructura del Estado. Y no se trata sólo de disminuir el número de ministerios y de entes de la Administración Pública Nacional. Será necesario recrear una nueva estructura más dependiente de cargos profesionales, cubiertos mediante concurso y por períodos que trascienden al del gobierno en curso.

Con menos agencias, fideicomisos, comisiones y consejos. Con menos directorios y menos cargos prescindibles. Pero especialmente, será necesario reforzar todos los mecanismos destinados a dar transparencia a la acción de gobierno, a evitar la corrupción y a asegurar el pleno cumplimiento de la ley. Y otro tanto habrá que hacer en muchas provincias, donde predomina el empleo público y se expulsa a la iniciativa privada.

Ahora bien, no terminemos como los soldados de la Gran Ilusión. Hagámosla realidad: alcancemos la libertad. Y esto exige un gran acuerdo político de las dos grandes fuerzas liberales que han emergido de esta confrontación. Acuerdo en torno a un programa creíble y socialmente sustentable, con equipos conformados con funcionarios experimentados y con objetivos concretos. Y, por encima de todo, una gran decisión política de llevar adelante ese programa y la enorme transformación que puede resultar.

No perdamos la oportunidad.

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