Hay que cambiar. Hay que cambiar de trabajo, de casa, de pareja, de carrera, de amigos, de proyectos. Hay que cambiar de país, salir corriendo con lo puesto. Hay que cambiar, cambiar en serio. De partido político, también. Y de ideas, aunque no tengan que ver con un partido político. Hay que cambiar, dar un portazo, la vida es una sola. Pero no es lícito cambiar así nomás, tiene que ser a todo o nada, de lo contrario no es un cambio, es lo mismo con otro color, con otro aroma, con otro tono, pero lo mismo.
Antes, y no en un antes muy anterior, el valor –como importancia y como utilidad- estaba en la conservación. Había que conservar el trabajo, la casa, las cosas, el matrimonio, los amigos, el status. La estabilidad valía porque todo aquello que la conformaba articulaba un escenario al que podía recurrirse. Recurrir como refugio, como pausa, como posibilidad de encontrar un tiempo, un tiempo vivible. Es que detrás de esos sitios operaba un gran elemento ordenador: el ideal de progreso. Un horizonte auspicioso, alcanzable, que requería de cierta mancomunidad, de un “juntos”.
Se puede progresar, hay que progresar, vamos a progresar, por eso no hay margen para interrumpir lo empezado, para interrumpir-me permanentemente. Quizás aquí es donde se encuentran el positivismo filosófico con el optimismo anímico, en cierta confianza. Con-fianza, esto es, con garantía de que era factible identificar un “cómo hacer” y que, de igual modo, era viable llevarlo a cabo con expectativas reales de obtener el resultado.
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En la política internacional y en los hogares, en los presupuestos públicos y en la libreta del almacenero, en Rockefeller y en el vecino que había cambiado el auto. Una deferencia en favor de la existencia de un lugar al que ir, una deferencia en favor de que el encadenamiento de actos tenía una cobertura de significación y que, por tanto, valía la pena –sí, la pena, el sacrificio- encomendarse.
Pero un día, y por días, ese horizonte de sentido se derrumbó. El que ahorró perdió todo, el que estudió no tenía trabajo, el que apostó fue defraudado. Era falso que nos dirigíamos linealmente a un sitio mejor. En definitiva, el progreso conformaba una legitimación potencial de nuestras sociedades y de nuestros actos más minúsculos, una especie de empujón de esos que no provocan tropiezos sino que rompen el reposo.
El efecto se condensó en un proceso de hiperpersonalización, en el que se pulveriza la subordinación de lo individual a las reglas racionales colectivas y se promueve masivamente el valor fundamental de la realización personal, el respeto a la singularidad subjetiva, a la personalidad incomparable. En este panorama, “vivir juntos” deja de comprender a cuerpos que se juntan, que forman un “juntos”, y se reduce a una versión insípida referida a las sociedades y a las instituciones, únicamente. Esto explica que las experiencias individuales más fortalecidas sean las que arman el sentido común, donde lo “común” no es ni más ni menos que lo personal universalizado.
Esa misma tendencia de privilegio absoluto por el plan propio es incompatible con cualquier alternativa de ánimo “común”, pues lo común implica el conflicto. De nuevo, en la política y en los lazos más íntimos, la aparición del conflicto es un síntoma de alarma, la primera señal de la necesidad- imperativo de cambio. Se trata de un intento de eliminación o reemplazo de la dimensión agonal en todas las áreas por las que circulamos.
Ese vacío de sentido produce inconstancia –casi como algo “heroico”-, una dificultad sufriente por soportar los espacios, los de conflicto, los de disputa, los de incomodidad. Lo curioso es que, este mismo tipo de relatos, postulan la salida urgente de la “zona de confort”, es decir, imponen la búsqueda de la comodidad –como una vida mejor: sin jefes malos, parejas tóxicas ni gobernantes que sean más de lo mismo- pero, alcanzada cierta calma, aparece la orden de su inmediato abandono. ¿Quién puso en mí la misa a la que nunca llego?, escribió Héctor Viel Temperley.
En la política, más precisamente en “lo político”, la noción de cambio está omnipresente. Se trata de una gramática del cambio sin semántica. Es decir, normas de cambio, pautas para cambiar, mandatos de cambio, tonos del cambio, pero escasísimas significaciones. De hecho, la fricción vigente se ubica en determinar quién es el que tiene el cambio más grande, el verdadero cambio.
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Descartado lo ineludible del cambio, ahora la discusión brota en torno a su métrica. Lo que se desconoce, ante todo, es que no hay continuo sin interrupción y no hay interrupción sin continuo. El límite cementicio entre una cosa y la otra quizás funcione en una retórica de épica mediocre, nada más.
Allí aparece cierto elogio de la crudeza –que está cerca de la crueldad, “Cruor” dice Jean- Luc Nancy-, entendida como ausencia de mediación. Lo no-mediado es lo escabroso, a los golpes, a pelo, sin interferencias. Como lo continuo no conduce, no transporta, es un espejismo en el que ya caímos, la reacción tiene un rostro de crudeza. Es cierto que ninguna razón es suficiente para continuar con lo repulsivo, con lo indigno, con lo lesivo. Y también es cierto que ninguna razón es suficiente para medir la bondad de un cambio según la fuerza del golpe de puño sobre la mesa.
Quizás, como dijo Beatriz Sarlo en relación con las formas de leer, a algunos lugares, a algunos libros, a algunos vínculos, a algunos cambios, se puede entrar como dándole una patada a la puerta, abruptamente; y para entrar a otros se requiere apoyar suavemente la mano en el picaporte.
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