En apenas un par de días, perdieron la vida violentamente en intentos de robo la niña Morena Domínguez en Lanús, el cirujano Juan Carlos Cruz en Morón, el profesor jubilado Nelson Daniel Peralta en Guernica, el remisero Juan Pablo Pompa en Ingeniero Budge y el changarín Alejandro Barrionuevo en Manantial Sur, Provincia de Tucumán.
¿Acaso los dioses se han ensañado con nuestra patria sangrante? ¿O es el Dios abrahámico que castiga con su inteligencia los errores humanos? Leibniz dijo que habitábamos el mejor de los mundos posibles. Los dioses o el Dios monoteísta nos castigaron porque en la Argentina se vive el peor de los mundos posibles. Porque cada vez que nos asomamos a la calle, incluso en nuestros hogares, vivimos con el escozor provocado por el miedo, por la incertidumbre de que nuestra vida acabe más allá de los designios divinos.
Pero en rigor de verdad, tal vez no existan seres trascendentes que rijan tan perversamente estos destinos humanos. En la Argentina que duele, quien condujo a esta situación fue Eugenio Raúl Zaffaroni, una suerte de monarca del derecho de baja estofa y alta perversión.
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Casi medio siglo atrás, inauguró una doctrina que asesinó con su lapicera y con las de sus discípulos, algunos de ellos congregados cierta vez en la Asociación Justicia Legítima: Alejandro Slokar, el fiscal/defensor Javier De Luca, Cristina Caamaño, Alejandra Gils Carbó y la inefable Ana María Figueroa, quien se resiste a los sabios embates que depara la edad de retiro. Y por supuesto, la pitonisa “Malala”, esa increíble María Garrigós de Rébori que predijo que, una vez liberados los presos, aumentaría el delito callejero.
Los principios de la organización se resumen en “trabajar de forma activa en la democratización de los poderes judiciales de la Argentina; en impulsar una justicia independiente y transparente, que permita reconciliar al Poder Judicial con la ciudadanía, interpretar las necesidades sociales e intervenir activamente en las transformaciones sociales”.
De lo mucho que lograron, se destaca la última de sus aspiraciones: por supuesto que transformaron la sociedad, al punto de que los trabajadores del conurbano deben salir de sus casas en manada para no ser asaltados y asesinados por la delincuencia que Justicia Legítima y sus secuaces adoptaron como propia.
Pero vayamos al huevo de la serpiente.
Quienes conocen la controvertida trayectoria de Zaffaroni que lo llevó a ocupar, dedo presidencial mediante, un cargo en la Corte Interamericana de Derechos Humanos, se interrogan: ¿acaso una conducta intachable no debería ser condición ineludible para merecer dicho honor? De serlo, pendía de un hilo deshilachado su elección.
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Por empezar, el artículo cuarto del Estatuto de dicho organismo estipula que el candidato debe cumplir las mismas condiciones exigidas por la Ley del Estado que lo postula como candidato. En el caso de Zaffaroni se lo impedía su edad: según la ley argentina, un juez debe abandonar su cargo al cumplir 75 años y esa fue la razón de su renuncia a la Corte Suprema. No fue un acto de apego a la ley, como se pretendió divulgar: como las normas son volubles en nuestra (in)Justicia, apuraron la jubilación de Zaffaroni tanto como recientemente intentaron dilatar la de Ana María Figueroa.
Pero no se trata sólo de un límite cronológico. En el caso del ex juez, el pasado lo condena: juró por los estatutos de dos dictaduras, incluido el de la Junta Militar que ordenó ejecutar a miles de desaparecidos durante los años 70. Y pese a ser hoy considerado un adalid de los derechos humanos, jamás firmó un habeas corpus que hubiese permitido salvar una vida durante esos años oscuros. Omisión refrendada por las Madres de Plaza de Mayo, quienes incluyeron a Zaffaroni en una lista de 437 jueces que oficiaron de cómplices de la Dictadura.
Su historial como juez en ejercicio no es menos asombroso, aunque ideológicamente explicable. Las interpretaciones reñidas con la ética conforman una antología de la perversión: en el juicio a un encargado de un edificio que forzó a una niña de 7 años a una “fellatio”, el juez adujo que la luz apagada era un atenuante. En otro fallo escandaloso resolvió que un robo a mano armada perpetrado con un arma blanca no es considerado delito porque “un cuchillo no es un arma”.
En otro de sus fallos dictaminó que un auto estacionado es una “cosa perdida o abandonada por su dueño” (ya que el dueño no estaba presente) y por ende el delincuente no habría incurrido en robo, sino en “apropiación indebida”. Y en el allanamiento de un laboratorio de droga, donde requisaron elementos probatorios como balanzas, droga, un molino y los dediles, dictaminó que no debía ser considerado un local de venta de droga puesto que no se encontraba en el lugar comprador alguno.
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Cuando se desempeñó como juez de la Corte Suprema de Justicia, sólo estuvo presente cada vez que su alineación con el oficialismo lo requería, pues sus conferencias le impidieron cumplir con sus obligaciones. Tal vez esa negligencia explique por qué se considera al juez responsable de que la Argentina sea el único país que aún no tiene un régimen de responsabilidad penal juvenil –tal como lo dispone la Convención de los Derechos del Niño– y los jóvenes sobreviven en un limbo legal.
Pese a que la bandera de los derechos humanos es el mascarón de proa del gobierno y del juez, sólo un 9% del presupuesto asignado fue ejecutado para el mejoramiento de cárceles superpobladas, donde los presos conviven en condiciones infrahumanas. La escalada del narcotráfico va acompañada de una progresiva naturalización de las mafias donde florece la justicia por mano propia y la venganza privada.
En el plano personal, el juez debió regularizar su situación de infractor a la ley tributaria para poder ser designado en la Corte Suprema de Justicia. Y desde siempre, tuvo conflictos con la ley penal: el juez alquilaba sus propiedades a una red de 10 prostíbulos.
Prestigiosas ONG denunciaron esta actividad ilegal ante la Procuración General de la Nación, pero dado que el juez había delegado la administración de sus alquileres en su pareja, Ricardo Montiveros, éste se declaró culpable de violar la ley de profilaxis sobre las casas de tolerancia, y pagó una irrisoria multa con lo cual logró regularizar la situación.
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¿Cómo se explica esta serie de disparates aceptados sumisamente por los tribunales de distintas instancias? No puede soslayarse su ideario orientado a la abolición del sistema penal enmascarado bajo título de teoría agnóstica de la pena. ¿A qué alude tan pomposo título? así como el agnóstico religioso rechaza la posibilidad de un conocimiento para afirmar la existencia de Dios, el agnóstico penal declara que es imposible conocer la función de la pena: la teoría agnóstica de la pena rechaza la posibilidad de que pueda demostrarse científicamente que la pena estatal pueda tener algún fin positivo legitimador del sistema penal.
Más precisamente, el concepto negativo de la pena defendido por Zaffaroni, ve en el castigo una forma de coerción que impone la privación de derechos, causa dolor, no repara el daño cometido, no restituye el bien perdido, no detiene las lesiones en curso ni neutraliza los peligros inminentes. Ni siquiera posee un poder disuasorio.
Según sus defensores, la legitimidad de la pena puede ser cuestionada en la medida en que todo castigo es expresión de un acto de poder. Un ejercicio ilegítimo del poder en manos del Estado, enuncia un hecho político que no tiene ni una función reparadora ni restitutiva de la condición previa al delito.
La doctrina vigente defiende un abolicionismo disfrazado de derecho penal mínimo, orientado a proteger a los perseguidos por un Estado-Leviatán. Una especie de monstruo animado por una compulsión a castigar discrecionalmente a sus víctimas, seleccionadas entre los más vulnerables, entre los pobres y los marginales que sobreviven condicionados por fuerzas estructurales que los sobrepasan. Tales como “la frustración escolar de la persona”, Zaffaroni dixit.
En este escenario compasivo, no parece advertirse, como observa el teórico del derecho Tomasini Bassols, que “esos factores socioculturales son nociones extrajurídicas que señalan los condicionamientos de un sujeto y hasta las causas que pueden ser el caldo de cultivo del delito, pero no son las razones motivacionales que llevan a delinquir, que es el objeto de la juridicidad”.
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Con el tiempo, y a contramano de los objetivos esenciales a una sociedad bien organizada, en la Argentina que nos duele los mecanismos punitivos fueron progresivamente desarticulados. ¿Cuál es la estrategia falaz y fallida de la que se sirve el abolicionismo?
Por empezar, una vez que las garantías constitucionales son declamadas como si hubiesen sido acuñadas por este ideario, mientras que, como se sabe y se dijo, en verdad rigen en todo genuino Estado de Derecho. Su sentido primario sufre un desplazamiento discursivo cuando parte de la premisa de que la ejecución de las penas “resulta incompatible con la ideología de los Derechos humanos”, Zaffaroni dixit.
Reteniendo en el tiempo el modelo del Estado punitivo del régimen dictatorial, el ideario abolicionista invoca los derechos humanos como un paraguas crítico con el que enfrenta todo presunto abuso de poder -injustificado en un Estado de Derecho- y que se atreva a violar las garantías constitucionales. Y dado que ese modelo punitivo persiste abusivamente en los espacios intramuros, en el afán de proteger los derechos de los -en su jerga- “prisionizados”, se procura eliminar la ejecución de la pena en lugar de procurar el mejoramiento del sistema carcelario.
El abolicionismo acusa al modelo punitivo de no ser un modelo de solución de conflictos sino de una decisión vertical del poder, mientras que el reparador es horizontal. En su crítica a los sistemas penales punitivos, los abolicionistas se valen de la noción de “confiscación del conflicto”, acuñada por Foucault. Se alude con dicha expresión a que toda vez que se califica una conducta de criminal, la ley “se apropia” del “conflicto” de los directamente afectados por el crimen. Y que, en lugar de ayudar a resolver su “conflicto”, la ley traslada el “problema” (otro eufemismo más) al contexto profesionalizado del sistema de justicia penal, en cuyo marco ni la víctima ni el victimario poseen un rol activo. La respuesta social al crimen, alegan, no debería ser el castigo sino un proceso de mediación o reparación.
La teoría propuesta por Zaffaroni fue acogida acríticamente por sus discípulos que serían los jueces, fiscales y docentes universitarios que no percibieron los riesgos de llevar al terreno operativo postulados que, si bien pueden ser la fuente de interesantes debates teóricos, no deberían ser puestos en práctica, tal como lo prueba el incremento del delito de los últimos años.
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Quienes “caen presos”, prosiguiendo con Zaffaroni, caen por “tontos” y “torpes”. Y en una sociedad injusta es injusto castigarlos cuando no se castigan los grandes negociados que se omite aclarar que son ejercidos en complicidad con las autoridades políticas y, de más está decirlo, judiciales. Se impone entonces una lógica impunitiva “igualitaria”, que en lugar de buscar sancionar a todo aquel que transgrede la norma, lo exonera: como no se castiga al poderoso, se concluye que tampoco debe castigarse al “tonto” y al “torpe”.
Corría 1989 cuando Zaffaroni calificaba como una utopía al abolicionismo, eufemísticamente llamado “minimalismo penal”. Pero según señalaba el autor en ese entonces, “utopía” debía ser interpretada no como un ideal irrealizable, sino como un ideal a realizar.
Tras décadas de ser pronunciada esa sentencia, ese ideal se realizó en la Argentina. El costo de ese experimento social utópico, fueron miles y miles de vidas sacrificadas en aras de ese ideal: vidas de jóvenes victimarios y víctimas.
Su autor intelectual e instigador es el Dr. Zaffaroni, un exjuez con tantos pergaminos como escasas dotes para legitimar su nombramiento para un organismo que vela por los derechos humanos. Esos derechos humanos conculcados en una Argentina que día a día, llora a sus muertos por la desidia judicial.
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