La mala praxis política, dolosa o culposa por acción u omisión, en todos los ámbitos de la gestión pública se debe a decisiones políticas, acciones ejecutivas o disposiciones legislativas que resultan frecuentemente en malversación o abuso de recursos o fondos públicos, violaciones de derechos civiles, estafas, falsificaciones, engaños o encubrimientos, incremento innecesario o injustificado del gasto público o impuestos, manipulación de elecciones o todo perjuicio de la sociedad en prestaciones o erario. Algunos también incluyen toda falta a la confianza pública como el incumplimiento injustificado de promesas de campaña, declaraciones o informaciones públicas falsas, sin ser demostradas o sin la formal denuncia. Tal como asegura Thomas Schillemans, la responsabilidad en las decisiones de funcionarios públicos es un pilar fundamental de la democracia. Sin consecuencias claras para quienes actúan en detrimento del bien público, el estado de derecho se debilita, perdiendo los ciudadanos la confianza en sus representantes y en la institución democrática, socavando el sistema republicano y creando apatía por la participación y compromiso cívico dando lugar a más corrupción.
Sin incurrir en la intromisión de un poder en otro ni deviniendo en una soberanía judicial, tal como Mark Tushnet y Jeremy Waldron advierten, minando la legitimidad de la representación popular, los tribunales independientes y especializados pueden fiscalizar la responsabilidad política y la toma de decisiones de los representantes electos o funcionarios evitando la mala praxis, manteniendo su rol como árbitros neutrales y cuya intervención sea limitada sin entrometerse en programas políticos. Porque acorde a Edana Beauvais y Eric Welch, la confianza ciudadana en el gobierno y sus representantes, esencial para el funcionamiento saludable de la democracia, es congruente con penalizar la mala praxis en el servicio público para asegurar que los funcionarios sean responsables de sus actos y declaraciones no sólo disuadiéndolos de prácticas no éticas, sino también enviando a la sociedad un mensaje claro de transparencia y protección del interés público, responsabilizando a quienes abusan de su poder.
En Argentina y su frecuente contexto de irracionabilidad en las acciones y decisiones ejecutivas, administrativas, legislativas y judiciales, se encuentran las llevadas a cabo en pandemia respecto de la cuarentena o compra de vacunas, así como también las declaraciones juradas patrimoniales de funcionarios, cuya evidente incongruencia con su nivel y calidad de vida, da cuenta de la sistemática impunidad. También la decisión por mayoría parlamentaria para la expropiación del 51% de las acciones de YPF en el 2012, cuya mala praxis afecta a toda la nación en términos económicos, sociales y políticos, debiendo el Estado argentino abonar por fallo judicial entre 5.000 y 16.000 millones de dólares. Lo propio con la estatización de Aerolíneas Argentinas en el 2008, la terciarización en dirigentes sociales de los planes y asignaciones sociales por parte del Estado, y otras muchas decisiones del mismo tenor.
Ante las reiteradas incorrecciones del comportamiento institucional y de funcionarios, más la fragilidad en el compromiso con los derechos y el bien público, debe haber un sistema de accountability o gestión integral de rendición de cuentas y conductas en la función pública, y cuyas infracciones deben tener consecuencias inmediatas, claras y proporcionales, desde sanciones administrativas hasta la destitución del cargo, inhibición para el ejercicio de funciones públicas y prisión. Parafraseando a Dworkin, la institución de mecanismos que constituyen un ágil control judicial en la función pública evitando dilaciones indebidas demostrando que la impunidad no será tolerada, respeta los propios sistemas políticos y jurídicos que no sólo son conformados por reglas sino también por principios de carácter moral que suplen la eventual carencia de aquellas.
Según Guy Peters, este sistema de accountability es el proceso mediante el cual los funcionarios públicos son responsables efectivos de sus acciones y decisiones ante los ciudadanos, el parlamento y otros actores relevantes. Esto implica la obligación de explicar y justificar las acciones tomadas, asumiendo consecuencias judiciales por estas. Más allá de los cinco puntos básicos del accountability explicados en mi anterior artículo “Corrupción política: crisis de representatividad y ruptura del contrato social”, instrumentados en los países con más bajo índice de corrupción, el aspecto crucial para su realización es el control institucional y fiscalización.
Acorde a Amartya Sen, los organismos de control como tribunales constituidos por especialistas, deben tener por ley total independencia de todo carácter electoral, comenzando desde sus constituyentes, y autoridad para supervisar ciertas decisiones y acciones de los funcionarios públicos, garantizando la razonabilidad y el uso adecuado de los recursos avanzando hacia una gobernanza más ética y comprometida con el bienestar social. El criterio de razonabilidad en las conductas y decisiones políticas sujetas a revisión por este tribunal especializado refiere al proceso por el cual las decisiones políticas o gubernamentales son revisadas y juzgadas, además de sus autores, a la luz de su consideración de incompatibilidad, inaceptabilidad o perjuicio manifiesto para el país o la sociedad. Dicho criterio actúa como defensor de las nociones y fundamentos básicos de una democracia y república, donde la autoridad y el poder debe ser justificado no sólo en origen sino además en su ejercicio sirviendo a los principios que justifican la existencia del propio Estado, evitando empoderar ciega y tiránicamente a las mayorías.
Bruce Ackerman, en este sentido, afirma que el control judicial especializado de ciertas decisiones políticas es un medio efectivo para evitar el abuso de poder mediante su revisión, asegurándose el cumplimiento de las disposiciones constitucionales y legales que salvaguardan los derechos humanos y civiles más el bienestar social.
Así, sin erosionar la separación de poderes y el equilibrio institucional, el criterio de legalidad y razonabilidad acorde a la normativa del sistema de accountability, refiere a la evaluación de ciertas decisiones gubernamentales o legislativas para su legitimidad y mayor probabilidad de aceptación por la ciudadanía como medidas justificadas y necesarias, basadas en evidencias sólidas, análisis objetivo, experticia y en favor del bienestar general. Para ello, el principio de razonabilidad consta de al menos cuatro cualidades. La idoneidad, evaluando si el fin perseguido es legítimo considerando luego la adecuación del medio propuesto. La necesidad, valorando si la medida determinada es la menos restringente de toda otra igualmente eficaz para lograr la finalidad propuesta. La proporcionalidad, evaluando si la medida a tomar guarda una admisible relación entre las demandas generadas en los ciudadanos respecto de los beneficios de su aplicación para el bien común. Y la conformidad, por la cual el acto debe ser afín a los principios filosóficos, políticos y sociales a los cuales se considera ligada la existencia de la sociedad.
Conclusión, tal como afirma Lon Fuller, un estado de derecho exige reglas claras, congruentes entre sí, estables, generales y una coherencia entre las acciones oficiales y dichas reglas, por lo cual el criterio de razonabilidad y el poder de revisión y veto de ciertas decisiones gubernamentales, ejecutivas, administrativas, legislativas o de Estado, manifiestamente contra el bien público, más el juicio y pena efectiva para los funcionarios involucrados en mala praxis, es una piedra angular para evaluar la calidad de las decisiones políticas, asegurar su fundamento en la legalidad y el bien común, garantizando la gobernanza legítima y previniendo el abuso de poder y la impunidad. Sólo así podremos avanzar hacia una sociedad más justa, equitativa y en la cual los políticos y funcionarios rindan cuentas a quienes los eligieron para representarlos o servirlos.
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