En otras épocas el 12 de agosto supo ser feriado nacional en recuerdo del día de la Reconquista de Buenos Aires, cuando en 1806 los criollos retomaron el control de la capital del Virreinato, tras su ocupación durante algunas semanas por tropas inglesas al mando de William Carr Beresford.
El famoso cuadro “La Rendición de Beresford” pintado por el francés Charles de Fouqueray por encargo del gobierno nacional para los festejos del Centenario de la Revolución de Mayo sintetiza magistralmente el hondo significado de aquella jornada gloriosa: el militar inglés vencido entrega su sable en actitud sumisa, y un altivo Santiago de Liniers, comandante en jefe de las fuerzas criollas, rechaza el ofrecimiento como gesto de caballerosidad hacia el vencido.
Resulta curioso que un hecho de semejante trascendencia histórica no sea mucho más evocado por el mundo de la cultura, en general, y por el cine en particular. La excepción es la película “La muerte en las calles”, de 1952, dirigida por Leo Fleider. Pero desde entonces nada se ha hecho por rescatar del olvido semejante hecho glorioso.
Más allá de la crónica bélica de las Invasiones Inglesas, existen dos elementos que merecen ser analizados: cómo jugó el factor religioso, y la decidida participación de tropas procedentes de la otra orilla del estuario, sin cuyo apoyo el éxito hubiera sido imposible.
El héroe de aquella jornada, Santiago de Liniers, había nacido en Francia en 1753 en el seno de una familia perteneciente a la nobleza, siguiendo la carrera de las armas. En virtud de la alianza militar entre España y Francia, pese a su origen, optará por luchar en las filas de la armada española. Pocos años antes de estallar la Revolución Francesa se establece en la Buenos Aires colonial, donde se casó en segundas nupcias con la porteña María Martina de Sarratea, vinculándose de este modo con la alta sociedad de entonces.
Algo que hoy puede resultar incomprensible para algunos es que la sociedad de entonces era de una religiosidad muy arraigada, con prácticas extendidas y habituales entre la población de todos los estratos sociales. En ese sentido, debe comprenderse que para la catolicidad de los porteños, los invasores ingleses no sólo eran repudiables por ser un pueblo de vieja enemistad con los españoles, sino que al ser anglicanos desde los tiempos en que el rey Enrique VIII rompiera con Roma, existía hacia ellos un rechazo que era también de orden religioso.
Una vez instalado en el Fuerte, habitual residencia de los virreyes, Beresford supo que no debía enemistarse con la población civil tomando medidas impopulares dado lo precario de su situación. Así, comunicó por bando que se respetaría el culto católico y la propiedad privada, lo que en líneas generales se cumplió de manera ordenada. De todas formas, y en simultáneo, requirió de todas las autoridades tanto civiles como religiosas que juraran acatamiento a su gobierno como representante del rey de Inglaterra, lo cual fue cumplido en los días sucesivos, incluso por el obispo, monseñor Benito de Lue y Riega.
En esa época también tenían relevancia social los superiores de las distintas órdenes religiosas que poseían templos y conventos en la planta urbana como ser mercedarios, franciscanos, dominicos, entre otros. Buena parte de los superiores de esas órdenes siguieron al obispo en su formal reconocimiento de la autoridad de los invasores.
Pero distinto era lo que pensaba y sentía la mayoría de la población. El inglés Alexander Gillespie que fue testigo y cronista de la ocupación británica, destaca que, hallándose en la fonda Los Tres Reyes ubicada frente al Fuerte, la mujer que lo atendía, con gesto de fastidio y malas maneras, dirigiendo la mirada a una mesa en la que se sentaban unos criollos expresó: “Desearía caballeros que nos hubiesen informado más pronto de sus cobardes intenciones de rendir Buenos Aires, pues apostaría mi vida que, de haberlo sabido, las mujeres nos habríamos levantado unánimemente y rechazado a los ingleses a pedradas.”
Frente a la actitud acomodaticia con el invasor adoptada por algunos sectores sociales, sobre todo los comerciantes que se beneficiaron con el decreto de libertad de comercio firmado por Beresford, el pueblo llano -representado en esa mujer de la fonda Los Tres Reyes- debía encontrar quien fuese el intérprete de sus anhelos y guiara sus acciones.
En su libro Santiago de Liniers, un caballero cristiano, Juan Bautista Fos Medina nos dice que “…encontrándose en oración en la catedral, ante el Santísimo, [Liniers] advirtió que un sacerdote partía de la iglesia con el santo viático para un enfermo, oculto a fin de que no fuera objeto de irreverencias por parte del enemigo”. Y agrega que fue en tales circunstancias que tomó la decisión de organizar la reconquista y que, hallándose en la iglesia de Santo Domingo, frente a la imagen de Nuestra Señora del Rosario, “hizo voto solemne de recuperar la ciudad de manos de los ingleses y ofrendarle las banderas que tomare del enemigo como trofeo de guerra.”
A fin de no ser descubiertos sus planes por el enemigo, partió Liniers junto con algunos hombres a la Banda Oriental, arribando a Montevideo en cuyo cabildo se proyectó la campaña de la Reconquista de Buenos Aires.
El historiador uruguayo Francisco Bauzá en su obra Historia de la dominación española en el Uruguay destaca que “el pueblo de Montevideo, con presentimiento y vistas de otra magnitud, debía tomar por sí iniciativas de mayor alcance. En las calles, plazas y atrios de los templos, lo mismo que en todo centro particular o público de reunión habitual, a raíz de conocida la invasión inglesa, ya se discutía la eventualidad de la reconquista de Buenos Aires como un deber de honra impuesto por las circunstancias.”
La expedición liderada por Liniers y con 1.500 orientales cruzó el estuario en todo tipo de embarcaciones facilitadas por las poblaciones ribereñas, aprovechando una fuerte sudestada que se extendió varios días, lo que permitió que las naves británicas no pudieran avistarla, arribando a las costas de San Fernando los primeros días de agosto. Desde allí, y sumando tropas porteñas, se dirigiría a Buenos Aires.
Bauzá describe: “Radiante amaneció el día 10, que era domingo. Larrañaga [sacerdote montevideano que luego de 1810 tendrá destacada participación política], capellán mayor del ejército, lo tenía designado con antelación para solemnizarlo, como obligación cristiana y precedente auspicioso del combate que debía librarse en breve. Muy temprano se improvisó un rústico altar, a cuyo frente y flancos formaron las tropas. La intemperie y las lluvias habían atezado los rostros y envejecido los uniformes; pero ese hecho, contrastando con la brillantez de las armas y la precisión de los movimientos, acentuaba en las filas el aspecto severo y marcial. Aquella ceremonia religiosa, a la víspera del instante en que la suerte de la guerra iba a fijar los destinos del Río de la Plata, tenía en la grandeza de su propia sencillez, algo que rememoraba la fe de los antiguos cruzados.”
El 12 de agosto el triunfo fue completo. Beresford se rindió y los británicos sufrieron una humillante derrota que intentarían vengar en 1807. Pero eso es otra historia.
Días más tarde, Liniers cumplió su promesa solemne y presentó las banderas tomadas al enemigo como trofeos de guerra ante la imagen de Nuestra Señora del Rosario en el templo de Santo Domingo, lugar en el que hasta la actualidad son exhibidas.
Recordar estos hechos resulta esclarecedor y pedagógico para todos los argentinos: marcó el inicio de nuestra conciencia histórica como pueblo, combatiendo contra quien se constituyó en nuestro enemigo histórico, el imperio británico, a cuyas tropas se les propinó una fenomenal paliza en las calles de Buenos Aires. Protagonista de la jornada fue el pueblo en su conjunto, bajo el liderazgo de quien se constituyó en verdadero caudillo, don Santiago de Liniers que supo ponerse la situación al hombro ante la deserción de las autoridades del momento.
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