Se estalla en un placer que no hay ninguna tarjeta que pueda pagar. Se extraña a alguien de una manera que no es posible decodificar. Se siente paz al dormir con alguien que simplemente está. Se tensa el cuerpo electrificado cuando la otra persona se monta, se reclina, se abre o se da vuelta. Se piensa en lo que se le va a contar mientras la vida sucede en otro lado y se vive en compañía aún durante la ausencia de quién es compañera/o de vida.
El amor es cuestionado, cambiado, transformado, pero sigue girando y haciendo girar el alma (tan indescriptible como el amor), el corazón (graficado como un ícono cada vez más roto y cada vez más reproducido) y la cabeza (puesta a pensar el amor como nunca antes para pensar qué cambiar, qué dejar y qué resignificar) en las relaciones amorosas.
El amor sigue siendo una sensación única, estallada, trascendental y química por otra persona. Por eso, su vigencia, aún en tiempos de huida del compromiso, relaciones descartables (como sexo Carilina), acumulación de citas tan fáciles de constituir como de pedir una pizza y de renunciar como cancelar un Uber. Sin embargo, más se desinfla el amor, más crecen los globos del amor.
El amor para toda la vida parece haber caído en desuso. El compromiso sin final ahoga a quienes se casan, habitan una casa con muebles y novias ya instalados o con hijos a quienes cuidar en un reparto que no deja ni pestañear sin pedirse permiso o gruñirse por cada escapadita al kiosco o a tomar un margarita. La rutina asfixia y lo que primero enamora después espanta. Las personas cambian y, a veces, el amor se estanca.
La gente se casa menos, se separa rápido, se deja y se enrolla más vertiginosamente. Pero cuando ese mundo de amores de camas frías y sexo caliente parece constituirse como una tendencia sin posibilidad de rutinas (o de excepciones que se vuelven icónicas) surge una letra no escrita en una libreta roja, sino en un papel mucho más comprometedor y para siempre: la propia piel.
¿Por qué hay hombres que se tatúan el nombre de su amada en el cuerpo? ¿Por qué hay mujeres que se escriben el nombre de su amado en su cuerpo? ¿Es la última prueba de amor, un retroceso equivalente a una escritura de propiedad cuando decimos que nadie es nuestro dueño, un último grito antes de la separación o un capricho post polvo de estrellas?
La separación de Tini Stoessel y Rodrigo De Paul sorprendió porque se dio después -pero a menos de un año- del debate sobre la presencia de Tini en el Mundial de nuestras vidas, porque no solo era una pareja famosa en las revistas y en las redes. También estuvieron en la cancha de River en el homenaje a la Selección (con arenga de Antonela Roccuzzo) y porque sobrellevaron un escándalo sobre los prejuicios y juicios de “rompehogares” vs “mujer independiente” que torpedeó su relación y los debates en torno a la libertad amorosa de madres, padres, esposas, novias y amantes.
Pero una de las reacciones más sorprendentes es que, antes de la separación, a fines de julio, Rodrigo había mostrado un tatuaje de Tini en su barriga plana de abdominales y entrenamiento futbolístico (que le dijo a Ángel De Brito que lo tenía desde hacía 4 meses). Y, a principios de agosto, los dos anunciaron - al unísono- su separación en las redes sociales. La idea de un viaje a Colonia, un sillón para ver películas, una mudanza, un nuevo embarazo o una boda con fiesta y carnaval carioca para salvar la pareja -a modo de terapia o última ficha- se jugó más allá de la especulación como un fenómeno de época. ¿El tatuajes es un salvavidas de plomo o una ilusión no marchita?
La misma idea surgió con Alejandro Rauw y Rosalía que se tenían tatuados el uno al otro, en la planta del pie (de ella) y en la panza (de él) y que rompieron corazones por tener el corazón roto. La pregunta obvia es qué se hace con el tatuado con el que ya no se come ni se camina, ni la tatuada con la que ya no se acuesta, ni se abraza. ¿Se borra, se deja, se transforma? ¿Y con el amor tatuado, se lo cuestiona o se lo deja seguir dejando marcas para quienes después se marchan?
La verdad y la consecuencia de tatuarse con el nombre de alguien que puede irse es personal. Pero forma parte de la letra re escrita o apegada a las maneras clásiscas de escribir el amor aún en la modernidad. Al margen de la decisión de ir a un láser para borrar con los rayos lo que la tinta marcó o de dejarlo hasta ver si hay revancha, segunda vuelta o reconciliación; lo que muestran los tatuajes como muestra de amor, es que el signo de jugarse por alguien hasta inscribirlo en la piel, reaparece como una entrega al infinito y más allá en tiempos de tiempos afectos efímeros.
“Cuanto más hablo con gente a mi alrededor más se vuelve evidente que hay una tendencia a cuestionar el para siempre”, asegura la escritora mexicana Aura García Junco, en el libro El día que aprendí que no sé amar, de Seix Barral. La autora afirma: “Es más fácil hacer las cosas a la manera en que más se hacen”. Y eso quiere decir apostar a un amor que no va a tener fecha de vencimiento que vivir sabiendo que lo que sucede hoy no está garantizado para mañana.
En general, jurar amor eterno, se condice con el “Sí, quiero” algo azul, algo nuevo, algo prestado, un vestido blanco y una novia ajetreada en una silla con rumbo incierto, tirando una liga a las solteras codiciosas y un look que se cambia por zapatillas en la noche mágica, costosa y descontrolada probablemente menos parecida al matrimonio con la que inicia el matrimonio.
Aura García Junco describe: “Me siento incómoda en las bodas y me siento incómoda por sentirme incómoda. Me siento mezquina. Abrumada. Feliz e infeliz. Incluso celosa. Quisiera poder separarme un día y decir: ya no soy esta que siempre fui, ahora soy otra con otros sueños. Pero, en cambio, siento un no sé qué colgado entre el pecho y la garganta al acercarme a la palabra matrimonio y, cuando lxs amantes se juran amor por siempre, cierta acidez lo recubre todo, como después de comer unas buenas enmoladas. No es una acidez hacía ellxs. Es una acidez hacía mi”.
Tal vez en el caso de una cantante multimillonaria, más millonario que su novio y de un futbolista multimillonario, más que una cantante millonaria, con un juicio por su ex por millones el matrimonio sea complicado. Pero más por los millones que por el juramento de amor para toda la vida. Por eso, el tatuaje, en el sentido de apuesta al futuro o de un sentimiento indeleble, representa hoy más la sensación de tirarse a la pileta por alguien que, incluso, una boda, que tal vez es más arriesgada en lo económico, pero en la que no se pone el cuerpo (tan profunda y literalmente) como en un tatuaje.
Por eso, la periodista y escritora española Ana Requena, autora del libro “Intensas” analiza: “Al modelo de Rosalía y Alejandro Rauw algunos lo llaman de “neo monogamia” porque son personas que, en principio, tienen posiciones más modernas del amor pero que, después, reproducen las ideas del amor romántico como que “fue amor a primera vista” y “antes de conocerla ya sabía que era para mí” (según decía él) y “ya no creía en los hombres hasta que llegó él” (según decía ella) en un relato bastante tradicional de la pareja perfecta que alguien está predestinado o que llega para salvarte. Por eso, después la gente se desilusiona del amor cuando una pareja hiper expuesta hace creer en esas ideas de siempre y, después, se demuestra que el amor se termina”.
“¿No eran ellos la pareja ideal que tienen que durar para toda la vida?”, replica Ana Requena la pregunta que parte de una tristeza que no es personal, subjetiva e íntima sino de un duelo amoroso social, mediático y virtual como si los tatuajes hubieran sido una invitación a una boda que no se hizo, ni a la que se invitó, pero que sentó su compromiso en la tinta subcutánea. “Ahora no nos conviene tantos años, por favor, hay que vivir”, reafirma vibrante en un compromiso con el deseo, la experimentación y la prueba y error, sin eludir el compromiso, pero sí las ataduras para siempre.
La separación de Rosalía y Rauw generó mucho eco al verla a ella llorando en un show en París y con rumores de infidelidad multiplicados como chismes de culebrón despechados contra la que hizo un himno del despecho que se coreó por todo el mundo y a los gritos. Es cierto que la monogamia clásica parece no ser la mejor fórmula para chicas que vienen a romperlo todo. Sin embargo, muchas veces el machismo, se empecina en romperlas a ellas y a más éxito, más saña. Por eso, no son sus tatuajes lo que se juzga, sino que se abre la pregunta: ¿Hay formas de caricias que puedan salirse del candado en los puentes y la imprenta corporal como forma de garantía amorosa? ¿O podemos vivir un amor sin garantías y sin desapego?
La interrogación por los tatuajes se impone como la moda de dibujarse la identidad en la única propiedad que no se compra: la corporalidad. Rosalía tiene la doble R (de Rosalía y Rauw) en la planta del pie y en los abdominales. Él declaró en una entrevista con Ibai: “Yo tengo el nombre de Rosalía en la barriga tatuado”. Ella escribió con su letra lo que el tatuador grabó. El problema no es que una apuesta amorosa se termine. Porque también forma parte de las posibilidades del amor. Ni siquiera la cuestión es si un tatuaje se borra, se reconfigura o se lleva por un tiempo. Pero sí hasta qué punto se juega la vida, la piel y la seguridad saber si algo va a durar tanto tiempo que se puede inscribir entre los poros.
Hay algunas otras famosas/os que tuvieron que borrarse el sello del compromiso. Por ejemplo, Angelina Jolie se había tatuado el nombre de su ex esposo Billy Bob Thorton en su hombro izquierdo. Ella se divorció en el 2003, borró ese tatuaje y se reinscribió las coordenadas del lugar de nacimiento de sus hijos. Melanie Griffith se tuvo que quitar el nombre “Antonio” cuando se separó del actor español Antonio Banderas. Pamela Aderson y Tommy Lee se casaron abruptamente (cuatro días después de conocerse) y se tatuaron sus nombres. Ella camuflo el “Tommy” por “Mommy” y sí que se convirtió en una MILF o madre sexy. En el camino del porno soft el actor de 365 Simone Sussina y Anitta se hicieron un tatuaje juntos.
Los medios dicen que “sellaron su amor”. Y tal vez esa frase resuma el simbolismo de ese recuerdo de marineros cuando se alejaban de sus casas o de presos cuando quedaban encerrados por su madre, sus hijos o su esposa que hoy se popularizo. Los tatuajes son un sello de amor que reemplaza a la burocracia estatal del casamiento.
Pero que, sin juzgar a quién se juega o se pincela, por un romance, refleja que la idea de la perpetuidad (aunque hoy se pueda deletear) siga impregnando las relaciones amorosas. Y eso es tal vez lo que necesita repensarse más que un tatuaje: ¿Cómo nos podemos querer sin asumir que nos vamos a querer para siempre? ¿Cómo se quiere bien sin la fugacidad de no compartir nada y sin hacer de la piel un juramento de eternidad que después no vale nada?
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