Leí a un señor quejándose porque leyó a mujeres quejándose de que hay pocas mujeres en Oppenheimer: ¡Mujeres eran las de antes!, escribió indignadísimo, sin reparar en que su argumento reforzaba la legitimidad de la queja femenina. Después explicó –igual que explica cada cosa el guión de la película de Christopher Nolan– que había que ser valiente para abrirse paso cuando el mundo era verdaderamente patriarcal, y que ahora las mujeres lloriqueamos gratis, por placer, por inercia, cuando nunca tuvimos más derechos. Oppenheimer es un film histórico, concluía otro, y la historia no es feminista, ¡es obvio que no hay forma de superar el Test de Bechdel!
Se sabe, la regla del cómic de Alison Bechdel evalúa la brecha de género en el cine de acuerdo a tres requisitos: 1) que aparecezcan al menos dos personajes femeninos, 2) que mantengan una conversación entre sí, 3) y que esa conversación no gire en torno a un hombre. En la fábula de Nolan sobre el padre de la bomba atómica hay sólo tres personajes femeninos: su mujer –Kitty Oppenheimer–, su amante –Jean Tatlock–, y una química checa que fue parte del proyecto Manhattan –Lilli Hornig– y apenas si tiene un par de líneas en las tres horas que dura la película. “Cuando aparecen es el único momento en que la trama crece”, me dijo con buen tino una querida actriz a la salida de la avant première en el Malba, la semana pasada. “¿Vos viste el olor a huevo de esto? Las únicas dos mujeres en roles protagónicos quedan reducidas a sufrir y colgar la ropa, cuando las dos eran brillantes”, me dijo furiosa otra amiga a la que le recomendé curarse con un buen baño rosa Gerwig.
Pero mi amiga tiene un punto: aunque la biopic sobre J. Robert Oppenheimer sea una recreación histórica, es raro no ver a esta altura que –aunque no la hayan escrito, y por lo mismo no sean nombradas– esa historia también se hizo con mujeres. Una extensa nota de Anna Lagos en la revista Wired da cuenta de esas científicas a las que Nolan ignoró y que trabajaron a la par de los varones en el proyecto para desarrollar armas nucleares en Los Álamos que derivó en la supuestamente justificada tragedia de Hiroshima y Nagasaki. Si eso fue realmente bueno o malo a los fines de lograr la paz internacional es otro tema, pero a la luz de su participación activa, está claro que el mundo injusto que conocemos hoy también fue obra femenina.
Por un lado, la presencia casi anecdótica de Hornig (interpretada por Olivia Thirbig) se parece bastante a una simplificación, como si en su figura se buscara representar a todas y sacarse así de encima el sesgo machista. Y es que si hay un mal de nuestro tiempo es precisamente ese: eliminar los sesgos visibles para seguir siendo lo mismo. Hornig estudiaba el plutonio y estuvo en el equipo de explosivos de Los Álamos; había nacido en Praga y emigró con su familia a los Estados Unidos huyendo de la amenaza de los campos de concentración, y estaba haciendo un posgrado en Harvard que interrumpió para unirse al proyecto. Fue una de las científicas que firmó la petición para que se hiciera una prueba de la destrucción de la bomba en lugar de lanzarla sobre poblaciones civiles en Japón. Después de la guerra y tras doctorarse en Brown, presidió en el departamento de Química del Trinity College de Washington y fundó Higher Education Resource Services (HERS), una organización sin fines de lucro que promueve el acceso de mujeres a la educación superior.
En cambio, la película a la que algunos críticos han considerado como la mejor del siglo –firme candidata a alzarse con varios premios de la industria– ni siquiera menciona a Maria Goeppert Mayer, la segunda mujer en ganar el Nobel (después de Marie Curie). Goeppert Mayer obtuvo ese reconocimiento en Física en el año 1963, tras una vida de resignarse a trabajar en ese campo “sólo por diversión”, sin remuneración, ni cargos académicos. Nacida en Alemania en 1906, creció escuchando a su padre decirle: “No crezcas para ser una mujer”. Lo que en realidad quería darle a entender era que no tenía por qué ser un ama de casa, y ella siguió el consejo: se doctoró en 1930 y se mudó con su marido –el químico Joseph Mayer– a los Estados Unidos. No pudo eludir sin embargo los estigmas de género: sólo fue titular de cátedra a los 58 años, después de ganar el Nobel. Siempre dijo que para ella era un alivio que su parte de la investigación en el proyecto Manhattan hubiera fallado.
Los nombres son muchos y también las anécdotas que reflejan las batallas diarias de aquellas pioneras de la ciencia: Charlotte Serber fue la bibliotecaria a cargo de los documentos confidenciales de Los Álamos, no se le permitió ver la prueba del Trinity con la excusa de que la infraestructura era “inadecuada” para mujeres. Leona Woods Marshall era química experta en reacciones nucleares y tuvo que usar ropa floja para trabajar en el proyecto Manhattan sin que notaran su embarazo; sus contribuciones –se dice– fueron fundamentales para el éxito de la investigación que lideró Oppenheimer. Joan Hinton era física y fue parte del equipo que trabajó en el desarrollo de la bomba; al igual que Oppenheimer, después de la guerra fue acusada por el macartismo de ser espía comunista. Elizabeth Graves también era física, además de poeta y cantante. Especializada en dispersión de neutrones, fue una de las pocas operadoras del acelerador que se usó para los experimentos. Como Woods, estaba embarazada de siete meses cuando colaboró a distancia con las pruebas del dispositivo atómico en Trinity y los registros de la época señalan que ni siquiera las contracciones del parto la alejaron del laboratorio.
Pero a las mujeres a quienes Nolan sí incluyó en el film no se les hizo mucha más justicia que a las científicas olvidadas. Los espectadores desprevenidos verán a Jean Tatlock apenas como la amante suicida del protagonista y la mujer por medio de quien se vinculó inicialmente al comunismo. Tatlock era una estudiante de Berkeley cuando conoció al entonces profesor Oppenheimer, y aunque la película la muestra discutiendo con él sus lecturas sobre Jung y Freud –”como si fuera un hobbie”, dice mi amiga–, falla al contar que poco después se graduó en la escuela de Medicina de Stanford como psiquiatra pediátrica y que su depresión clínica, según sus biógrafos, se debía en gran medida a que le gustaban las mujeres, algo que en su época era considerado patológico. Quizá también esa fue la razón por la que rechazó al menos dos veces las propuestas de casamiento de Oppy.
El peor lugar, sin embargo, se lo lleva el personaje de Emily Blunt, Kitty Oppenheimer, que sí se casó y tuvo hijos con el físico. Retratada como una mujer con carácter, credencial de comunista y tres matrimonios previos –uno de hecho con el activista Joe Dallet, muerto en combate en la Guerra Civil Española–, además de víctima de un alcoholismo agravado por el aislamiento y la maternidad en Los Álamos, su papel real fue bastante más allá de lavar y colgar sábanas a disgusto. Bióloga y botánica, trabajó en terapias experimentales para el tratamiento del cáncer y se puso al servicio del jefe del área de salud del Proyecto Manhattan para investigar los alcances de la radiación en las personas. Eso sí lo muestra la película: su lucha cotidiana contra sus problemas de salud mental no le impedía fortalecerse para defender al marido, aunque pareciera que ese hubiera sido su único rol de utilidad fuera de montar bien a caballo.
Es cierto, la historia que cuenta Nolan es la del padre de la bomba y la de las complejidades de ese hombre ensimismado en la ciencia aunque capaz de revisar su moral casi con método empírico cada vez que las leyes de su hipótesis no se verificaban. Pero, ¿por qué entonces no dotar de complejidad también a los personajes femeninos? Si el director logra mostrar con espectacularidad de ciencia ficción cómo el hombre creó un arma que podía borrar a la humanidad del planeta, es bastante evidente que, incluso hoy, para borrar a las mujeres ni siquiera hace falta una bomba: basta con eliminarlas del relato o contarlas apenas como sujetos pasivos. Y, contra toda queja masculina –e incluso contra la perspectiva de cierto feminismo que insiste en pensar la opresión del patriarcado como una crueldad en la que no colaboramos–, eso no ocurría ni siquiera en 1945.
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