No parece exagerado suponer que el paso al cine de Barbie, la muñeca, habrá de ser uno de los hechos importantes y significativos de esta parte del siglo XXI. Es que la sed por verla –nunca en la historia de la industria, el arte y el entretenimiento, que define con mucha más fuerza la cultura norteamericana, surgió con multitudes en las salas– tocó botones diversos.
Hay una historia larga en la muñeca fabricada por Ruth Hendler y su marido, Elliot, un amor durante los años de colegio. Ruth era secretaria de la Paramount, Elliot diseñador gráfico, pero la unión se fue gastando y a hacerse chirriante y distante. El buen Elliot, a la pesca de otros oficios y negocios, con creciente exclusión de su mujer.
De todos modos, los dos pensaron en la invención de una muñeca revolucionaria tomada en gran parte de una alemana, Lilli, vista en un viaje a Suiza en una juguetería. Lilli se veía, al menos aquella vez, como una esquiadora con todo lo necesario.
A Ruth se le prendió la lamparita –empezaba a consolidar la empresa Mattel- al unísono del frío en el matrimonio: ella tomó el manubrio. Es una de los actores de la película y, en realidad de toda Barbie: la recuperación del papel de la mujer en un mundo patriarcal, al menos desde la perspectiva y la convicción que emana sobre todo en el cine. Ahora, con el traspaso en un gran espectáculo que entre nosotros colmaron las infernales vacaciones de invierno: para chicos menores de unos doce años, fenómeno. Pero más arriba la historia pide más guiños, más carnadura y más tensión contemporánea que cuando Barbie fue presentada entre el 45 y el 50 del XX.
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Como quiera que sea fue impresionante.
Hasta entonces, las niñas jugaban con muñecas bebés, tenían chupete, biberón, abrían y cerraban los ojos, algunas decían unas palabras, caminaban un poco o hacían pis. Eran para niñas – no sé en este momento si la arremetida de la educación de género ha ampliado el asunto- pero fue y supongo que debe ser predominante en la elección, aunque se trata de los puntos mayores que cuenta la transformación del plástico a personas, con actores en estado de gracia y una directora- es importante-, Greta Gerwig, muy comprometida en el proyecto sin que se dejara escapar algo imprescindible: la diversión, que la hay, con mucha gracia.
El matrimonio se había arrugado pero no estaba roto cuando los números de la muñeca y el mercado no les respondieron bien: Barbie era y es una mujer de cintura estrecha, que vive en una casa de ensueño- rosa, desde luego-y puede asumir distintas personalidades sin dejar de ser ella.
Aquí otro botón que parece oportuno poner por alguna parte: Barbie juega el juego feminista, contiene lo social y lo político, admite la discusión. Sobre todo cuando Barbie baja de los tacos altos, pisan los encantadores pies de Margot Robbie, la protagonista, muy convincente y matizada- tal vez se recuerda el papel de Sharon Stone en la espantosa carnicería de Polanski en Los Ángeles, el odio y la demencia ejercida por las seguidoras de Charlie Manson en “Erase una vez en Hollywood (Tarantino).
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Allí está el centro de Barbie cine: el tránsito de muñeca, la fantasía el juego, la proyección de ser ella y aún del fetichismo, la mujer que entra en la realidad se expresa con mirada resuelta en el mundo de estos días, tanto que Ken está pintado, no decide nada, no importa. A propósito, los fabricantes pensaron si Ken muñeco tenía que tener genitales o no. Se resolvió por poner un bultito, lo suficiente para no centrarse en el detalle y no hacerlo con un pubis angelical.
Ruth se mantuvo al frente de Barbie, de las Barbies, hasta entrados los setenta cuando debió someterse a la mastectomía que superó con éxito aunque moriría luego, una costumbre –Borges en milonga- que suele tener la gente. Su figura importa en el boom que significa Barbie en cine, de paso.
Merece apuntar que cuando Barbie salió a la venta, fue criticada entre los que focalizaron y focalizan a los Estados Unidos como imperio predador y no como una gran civilización contradictoria, sí, pero a la cabeza tanto en la ciencia como en la producción de alimentos, el mejor arte, los escritores formidables hombres y mujeres, los directores, guionistas –allí es redondamente un género literario- productores, actores que se renuevan siempre en talentos y presencias. Y el poder militar gigante: una civilización con genio y, sin dudarlo guerrera.
Por eso, las familias que se autopercibían intelectuales y militantes prohibían a sus hijos tener una Barbie: era más correcto y progre hacerse de una muñeca artesanal y tejida a mano con la figura de la líder indigenista Rigoberta Menchu’, pongamos. Cuántos chicos en la pobreza hubieran querido tener una Barbie, pero aquí es de ese modo. Una espesa ignorancia sectaria entiende que sus opiniones son irrefutables, incapaces de tomar distancia, de pensar. Así nos va.
Para mejorarlo, vayan a ver Barbie. Es una fiesta.
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