Necesitamos una sociedad de poetas vivas

La muerte de Sinead O’Connor es un llamado a sostener a las mujeres que, con su voz, cambian la historia y, con su vida, pagan los cambios que generan. Las que denuncian el abuso sexual no pueden seguir siendo abucheadas en una sociedad que ya no tolera los abusos. Y las que escriben no pueden ser asesinadas, amenazadas, quitarse la vida o sufrir por la osadía de hablar o escribir

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Ireland, July 27, 2023. REUTERS/Damien
Ireland, July 27, 2023. REUTERS/Damien Storan

Sinéad O’Connor cambió la historia con sus ojos profundos y su cabeza que destapó prejuicios y la naturalización del abuso sexual en la Iglesia. Ella no solo es ella, sino un símbolo de las mujeres que transforman la historia a favor de la humanidad, pero que pagan con su vida por generar esas transformaciones. Murió el 26 de julio, hoy tiene flores, homenajes y palabras que la festejan. Pero falló, algo falló, para no poder sostenerla.

Esta semana el papa Francisco viaja a Portugal donde se documentó que, al menos 4.815 niños y niñas, sufrieron abusos desde 1950, la mayoría entre los 10 y los 14 años. Igual que en Irlanda, que en Chile, que en Argentina, que en Estados Unidos y que en tantos otros países donde el abuso fue sistemático y sistemáticamente encubierto. Todavía se cuestiona, se reclama y se piden más señales de justicia, de reparación y de fin de la impunidad.

Pero ya nadie puede negar la realidad. Ni seguir avalando que se abuse como si no se abusara. En Estados Unidos las y los periodistas del equipo de investigación Spotlight descubrieron 17.000 abusos ejercidos por sacerdotes católicos. La película que cuenta la historia de la investigación ganó el Oscar en 2016. La periodista, ganadora del Pulitzer, Sacha Pfeiffer pidió que “los curas abusadores rindan cuentas de sus actos”.

Pero cuando, en 1992, Sinéad O’Connor rompió una foto del papa Juan Pablo II (la que tenía su madre mientras la castigaba físicamente) en el programa Saturday Night Live para protestar por los abusos sexuales en la Iglesia fue un escándalo que hoy se dimensiona como si fuera una bruja quemada en la hoguera moderna, tildada de loca, de irrespetuosa, de hereje y demonizada.

Hoy nadie duda de los abusos sexuales de la Iglesia en Irlanda. Tuvieron que pagar, reparar y retroceder. Le dieron un Oscar a la película que mostró la sistematicidad que las violaciones tuvieron en los colegios, las iglesias y los institutos de menores. Hoy no parece tolerable. Pero no se toleró a las que frenaron la tolerancia al abuso.

No se trata sólo de lo que hizo, dijo, cantó, rompió y sufrió Sinéad, sino que su ausencia es un símbolo de la ausencia de las palabras de las mujeres durante siglos y de los costos para las mujeres que hablan. Somos los que logramos tener muchos diciendo, escribiendo, cantando, resonando y multiplicando voces y palabras. Somos un éxito en la resonancia y somos todavía una desolación en los efectos de la resonancia.

Las mujeres hemos cambiado quienes son los que tienen la palabra, que ahora no son solo los que son, sino las que somos. La palabra de las mujeres, fundamentalmente, no se las llevo el viento ni envolvió huevos o quedo en la papelera de los teléfonos como velorios de las modas pasajeras.

Las mujeres que hablamos, las mujeres que escribimos, las mujeres que incomodamos, las mujeres aguafiestas (como dice Sara Ahmed), las mujeres que interpelamos, las mujeres intensas (como dice Ana Requena), las brujas indómitas (como dice Mona Chollet), las mujeres que luchan (como dice Catalina Ruiz Navarro), las que miran a las que no son solo mujeres sino trans, afro, indígenas, árabes, pobres, intersex, gordas, con discapacidad y con las interseccionalidades que las vuelven más vulnerables y más desafiantes no escribimos solas, escribimos para que todas escriban y para que no haya una que llegue, sino para que haya miles que compartan el camino.

Sin embargo, hay un desafío que nos falta y que no parece avanzar, sino recrudecerse: el castigo para las que hablan. No alcanza con que hablemos, si el precio de hablar es tan alto. A veces se paga con la vida porque matan a periodistas, a políticas y a luchadoras de derechos humanos (como Marielle Franco en Brasil). A veces tienen que huir de su país para no ser asesinadas por develar redes de trata o violencia sexual (como Lydia Cacho en México). A veces no soportan el peso del silenciamiento o el siniestro del odio en redes reales que convierten a las mujeres en objeto de humillación y desprecio.

La muerte es un límite que está compuesto por componentes subjetivos frente a los que hay que tener cuidado, respeto y afrontar con complejidad. También hay que pedir respuestas en salud mental, tanto colectivas como individuales, para sostener a las que no pueden sostenerse, por una multiplicidad de causas que no se reducen a las causas sociales que las embanderaron ni a tragedias personales que otras personas pueden soportar o sobrellevar con resiliencia. Sin embargo, la muerte de Sinéad O’Connor, a los 56 años, es un cachetazo que nos vuelve a dejar la cabeza desnuda como su corte que nos mostró que el pelo no era la única forma de montarse para las feiminidades en la que la osadía era despeinarse pero no pelarse.

Ella se rebeló contra los mandatos maternos, económicos y la belleza como fetiche de abusos. “Era peligroso ser atractiva porque me violentaban y me acosaban allá donde iba. No quería que me acosaran, no quería vestirme como una chica, no quería ser guapa, Hasta las chicas te pegaban por ser guapa”, relató.

No podemos dejar de escuchar su grito, aunque tengamos respeto por su dolor. Sentimos que nos dice algo. Y esa sensación la podemos traducir, en una lengua que no tiene las barreras de los idiomas, y que se toma el atrevimiento -siempre negado, callado y despreciado- de la intuición como un llamado a cuidar a las que abren la boca. No alcanza con que la puedan abrir. Tenemos que lograr que no se les vaya la vida por hacerlo.

La multiplicación de autoras, de líderesas, de periodistas, de activistas, de influencers, de escritoras, de actrices, comediantes, economistas, sindicalistas y periodistas es un éxito. En muchos casos, incluso, quienes tienen más lugar creen que es solo por su mérito (que lo tienen) pero no reconocen que forma parte de un auto con el motor fundido que es empujado por una fuerza colectiva y que, cuando se pone en marcha, no es solo por quién pone el pie en el acelerador, sino por las muchas que traccionaron para que haya más libros de las que no formaban parte de las estanterías.

En el exitoso libro Poeta chileno, de Alejandro Zambra, editado por Anagrama, un joven fletero (ex estudiante de literatura) ayuda a armar su biblioteca al protagonista (Gonzalo) que le pide que vaya poniendo los libros por género y le aclara: “Pero no por sexo, por género literario”.

-Por supuesto que entiendo -dice Mirko-. Poesía, novela, cuento, ensayo. ¿Crees que porque trabajo haciendo fletes soy un ignorante?

-No pensé eso, perdona.

-Si los clasificaras por sexo, en todo caso, no tendría sentido -dice Mirko-, porque tienes casi puros libros de hombres.

-Antes se publicaban casi puros libros de hombres, por suerte eso está cambiando -dice Gonzalo-. Supongo que en todas las bibliotecas personales pasa lo mismo. Incluso en las bibliotecas de lectoras mujeres.

En 1992 la cantante irlandesa protestó por los abusos sexuales en la Iglesia

La palabra de los hombres es la estantería universal. La de las mujeres es el hueco que no es excepción, sino seguidilla, multiplicidad y efecto, en los finales del siglo XX y principio del siglo XXI, que ni bien abrió las paredes para que hablen ellas, también abrió el odio para que paguen por lo que dijeron y por los espacios que ocuparon con sus nombres que los varones querían tenerlos vacantes y exclusivamente para caballeros.

Marina Mariasch escribió en el libro Efectos personales, editado por Emecé: “Hay un diálogo labrado en piedra desde el principio de los tiempos, antes incluso de que se escribieran las tablas de la ley que leyó Moisés. Esas palabras ancestrales son de varón y dicen: esto es lo que puedo. A veces viene con adornos, entiendo, me duele, me encantaría, pero esto es lo que puedo. Lo que deseás, lo que pedís, lo que te gustaría es absolutamente legítimo, pero esto es lo que yo puedo. Y se retiran de la escena. Se llaman a silencio. Se van a hacer sus cosas, porque están ocupadísimos, siempre. Nos dejan entre la espada y la pared. Salimos corriendo. Hacia ellos, a conformarnos con lo que pueden, que al final de cuentas no es tan poco. A la cama, a llorar como cañerías rotas hasta que se corta el agua y quedamos secas, y nos dormimos, nos quedamos quietas, como los gatos, lamiéndonos las heridas hasta poder levantarnos. A la ventana, a tirarnos”.

El libro de Marina -una poeta magistral de la Argentina, autora pionera, icónica, integrante de Ni Una Menos y Latfem- se presenta así: “Fue una noche blanca, estridente. Ese día de abril no me desperté porque no había dormido”. En su cumpleaños, una madre discute con su hija mayor por unos saquitos de té. La hija se va de la casa pegando un portazo. Es la última vez que se ven. Unos días después, la madre se arroja al vacío desde el cuarto de un hotel céntrico en Buenos Aires. Este libro es una exploración literaria y a la vez visceral de ese suicidio”.

No son solo las poetas muertas, sino las poetas que tienen que soportar las muertes de quienes las sostenían, que salen a crujir por las muertes de mujeres, que aguantaron el desplante y la desprotección, que son despedidas y sin embargo sobreviven. Porque lo que hace falta no es solo sobrevivir sino que la vida de las mujeres no sea un paso a paso sobre la cornisa.

En el artículo “Intensidades que sí, intensidades que no”, publicado en ElDiario.ar la escritora Tamara Tenenbaum cuenta que está traduciendo “Una habitación propia” de Virginia Woolf y allí relata: “Una de las partes más famosas de este texto es aquella en la que Woolf imagina qué hubiera pasado con una Shakespeare mujer, una hipotética hermana de Shakespeare que tuviera su mismo talento y sus mismas ambiciones. Siento que la parte más célebre, o al menos la que a mí me había quedado grabada en la memoria, era la que tenía que ver con las obvias dificultades materiales que hubiera encontrado esta hermana de Shakespeare, que hubiera terminado, según Woolf, muerta por suicidio —básicamente, como terminó la propia Woolf— después de tantos obstáculos y burlas”.

“Pero no presté atención la primera vez que leí este texto, quizás porque era chica, quizás porque todavía no me dedicaba a escribir y pensaba que eso no podía estar en mis cartas, a la pregunta ya no por las condiciones materiales sino por las condiciones que la mente necesita para crear. Woolf parece estar en algún sentido en contra del modelo del artista torturado, que precisa de una vida intensa para crear, y en otro sentido a favor”, subraya Tamara Tenenbaum.

“La sensación es que hay intensidades que sí e intensidades que no, experiencias ardientes que sirven para enriquecer el arte que una puede producir—como el sexo o la aventura— y otras igual de quemantes pero que restan más de lo que suman —la pobreza, o la violencia—. Para Woolf, el fuego de las segundas es un fuego que hace imposible esto que ella llama la incandescencia de la mente, esa cualidad de la pureza que Shakespeare alcanzó en un grado máximo: las dificultades de ser mujer producían una ira que, en lugar de ayudar al trabajo, hacían que algo de la llama se perdiera al pasar de la mente al papel, que ese traspaso fuera torpe”.

Podemos pensar en la ira como motor creativo y también como un riesgo en donde el filo de las denuncias de abuso se vuelve un corte que también lastima. No hay reglas generales para procesos que tienen un alto componente subjetivo. Pero sí podemos -y tenemos que decir- que para que las mujeres escriban hay que cuidar a las que escriben y se animan a enojarse con lo que siempre pareció natural.

El desafío, no es solo que lleguen las que lleguen sino que no se mueran, que no se maten, que no las amenacen de muerte y que no tengan ganas de morirse y que si tienen esa sensación no estén solas, sino acompañadas, las que escriben y las que cambian la historia escribiendo.

Hoy hay más mujeres, que escriben, muchas más, marrones, migrantes, lesbianas, trans, afro, africanas, disidentes. Muchas de las mujeres, que escriben -mucho más hoy que no son la excepción acomodada sino la marea montada en letras de neón- saben que ganan menos de lo que pagan por ocupar ese lugar todavía insoportable para los hombres y también para las otros a los que les cuesta no sólo ascender, sino -sobre todo- apoyar a las mujeres para que no caigan en el abismo de la marginalidad histórica.

Podemos honrar -y leer, ver o escuchar- a Sylvia Plath, Alejandra Pizarnik, Violeta Parra, Anna Sexton, Virginia Virginia Woolf, a la actriz argentina María Onetto y a muchas otras muertas desde sin tumbas culturales o vivas con el plomo del dolor, el gatillo de la amenaza o el saco del sufrimiento. Pero el verdadero desafío es que el siglo XXI logre tener ser una sociedad de poetas vivas.

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