El debate político y público ha sido parte esencial e integral en la historia de las diversas democracias. Desde el ágora en la antigua Grecia, donde los ciudadanos se reunían para discutir asuntos políticos y tomar decisiones colectivas, pasando por la tradición medieval y renacentista con sus asambleas legislativas y parlamentarias hasta el siglo XIX, donde adquirió una nueva dimensión por el periodismo profesional en la prensa, ampliando el público destinatario y generando discusiones más informadas. Fenómeno extendido en el siglo XX por los debates televisados y su actual transición a plataformas en línea y redes sociales. Ello ha contribuido como demuestran Arthur Lupia y Gisela Sin, a que los debates políticos sean esenciales para la correcta formación de la opinión pública y la construcción de la voluntad colectiva, para una sociedad participativa y cohesionada sobre temas de interés público.
Los debates políticos, entre candidatos y con el público, brindan a los ciudadanos la oportunidad de conocer las posturas de los candidatos sobre diversos temas y evaluar su solidez, conocimiento, pericia, visión estratégica y capacidad de liderazgo. Tal como afirman Stephen Coleman y Deen Freelon, el debate político promueve la rendición de cuentas de los líderes y funcionarios públicos, al ofrecer a los ciudadanos la oportunidad de expresar sus preocupaciones, expectativas, y de cuestionar a quienes tienen el poder de tomar decisiones. Más, John Dryzek extiende los beneficios del debate político al demostrar que fomenta la construcción de identidades cívicas compartidas, lo que refuerza el tejido de la democracia reduciendo además la polarización.
Sin embargo, en la práctica, no pocos candidatos se muestran renuentes y evitan participar en debates, no sólo incumpliendo su deber para con la ciudadanía y lesionando el derecho del ciudadano a saber, sino comprometiendo la legitimidad del sistema. La razón fundamental detrás de la evasión de los debates es la estrategia política por la cual consideran innecesaria la participación que los expondría a riesgos innecesarios, por discutir temas controvertidos o descubrir públicamente su falta de solidez argumental o cognitiva, problemas de la transparencia en la rendición de cuentas, siendo todo ello aprovechado por su oponente. Por eso, optan por limitar su presencia pública y controlar cuidadosamente su mensaje a través de otros medios de comunicación.
La inseguridad del candidato en su formación, la vacuidad de sus propuestas y carencia de factibilidad o debilidad en sus posiciones con el natural miedo a ser develado y su impacto negativo en la trayectoria de la campaña política, hace que prefiriera evitar el escenario del debate para no dañar su imagen pública y apoyo electoral. Esta estrategia de evasión e incumplimiento del candidato para con la ciudadanía, en lugar de tomar el compromiso de formarse cognitiva y conductivamente generando propuestas válidas para el bien común y afrontar el escrutinio público, es porque en verdad su interés es ganar un lugar de poder más que contribuir al bien público. Porque participar en debates exige que el candidato responda directa y frontalmente a preguntas sobre planes de gobierno, proyectos, factibilidades, transparencia en su gestión o actividad privada y conocimiento de la realidad sobre la cual interviene, más la comparación directa con el otro candidato y el público, contribuyendo a una mayor transparencia en el proceso electoral.
Luego, estos candidatos, en lugar de formarse mejor para liderar propuestas y ser elegidos a un cargo público, buscan excusas para no participar en debates, como problemas de agenda o condiciones poco favorables o circunstancia que impiden su desarrollo adecuado, manteniendo así también una mayor ambigüedad en sus promesas y compromisos, resguardándose de cuestionamientos.
Ahora bien, es verdad que en contextos políticos altamente polarizados los debates pueden generar situaciones de mucha agresividad, pero esto se resuelve mediante la imposición de ciertas condiciones ya analizadas por algunos de los más destacados investigadores para conducir éticamente aquellos debates políticos.
Por un lado, condiciones equitativas de tiempos y formas para constituir y dar participación a la audiencia y presentar argumentos de los candidatos, sin ataques personales ni discursos de odio, cumpliendo con lo establecido por Martha Nussbaum que el debate público debe salvaguardar la dignidad y los derechos de todas las personas involucradas. Por otro lado, el equipo de moderadores imparciales deberá tener un rol activo para canalizar el encuentro en la discusión de ideas y propuestas políticas, verificando la información sobre la cual se basan los argumentos expuestos, corrigiendo al momento y evitando la manipulación o propagación de datos o noticias falsas, así como respuestas retóricas. Porque como afirma Joshua Cohen, la verdad es un bien público y es responsabilidad de los participantes del debate buscarla y compartirla con honestidad. Es decir, los candidatos deben respaldar sus afirmaciones con evidencia y razonamiento sólido, evitando falacias. Adicionando Cass Sunstein, que la desinformación, manipulación y propagación de falsedades socavan la confianza en el proceso democrático. Además, siempre el moderador debe orientar el debate hacia el interés público dejando de lado los intereses particulares o partidistas de los interlocutores y controlar normativa e implacablemente los tiempos de exposición y la no intromisión o interrupción de un candidato por otro, incluyendo puniciones para quienes transgredan las reglas. Así, promoviendo el espacio que demanda Jürgen Habermas para considerar argumentos opuestos u opiniones divergentes con respeto, al menos para la ciudanía, como fundamento y enseñanza de una discusión política ética.
De hecho, sería aconsejable una introducción y conclusión del debate por académicos independientes, apartidarios, cuyo objetivo tal como propone Jane Mansbridge, sea la educación cívica y la promoción del pensamiento crítico como fundamento para abordar los desafíos éticos en el debate político fomentando una ciudadanía informada y empoderada.
Por todo ello, la evasión de debates políticos plantea cuestionamientos sobre la calidad de la democracia y de los propios candidatos o partidos que le rehúyen. Porque como demuestra Alessandro Nai, dicha renuencia niega una herramienta eficaz para corregir la desinformación coartando la posibilidad de una ciudadanía más comprometida. La falta de debates limita el acceso al conocimiento y evaluación que sólo puede obtenerse en esa circunstancia, confrontando con sus oponentes y con preguntas críticas de ciudadanos y periodistas, perjudicando la capacidad de los votantes para tomar decisiones informadas. Ello redunda en el debilitamiento del sistema democrático, falta de empoderamiento de los votantes y desincentivo para la formación de líderes más responsables y comprometidos, permitiendo continuar con promesas vacías o ambigüedades como forma del discurso político.
Así, el resultado de la ausencia del debate político no sólo afecta la legitimidad de los líderes electos sino la confianza en el sistema democrático, y como demuestra Iris Young, desproveyendo además de espacios para que las minorías expresen sus intereses y demandas perdiendo inclusión y representatividad en la toma de decisiones. Razones estas por las cuales ha surgido la obligatoriedad de debates políticos en determinados países, aunque no siempre abarcando todos los cargos electivos sino sólo los presidenciales y algunos legisladores nacionales, contribuyendo al fortalecimiento de las democracias.
No es casual la desconfianza en el sistema además de la propia en los políticos y los altos porcentajes de ausentismo electoral. Porque es tan notoria la proclama por república y democracia, como su desprecio ante la falta de debate y de disposición para enfrentar el escrutinio público, menoscabando el derecho del votante y el compromiso con la rendición de cuentas.
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