Rubén “Beto” de la Torre es conocido por ser uno de los integrantes de la banda que robó el Banco Río en Acassuso. Hoy es actor de reparto en series de televisión, pero tiene un pasado trascendente en las cárceles. Una de sus historias se transformó en un trágico rock. A principios de 1978, lo trasladaron de Ezeiza a Devoto. Estaba condenado por un robo.
En Devoto conoció a Pedro “el Gestor” que estaba encerrado por una causa similar. Esta amistad sería clave porque lo convirtió en un delincuente de cartel. El Gestor era un preso inteligente que hablaba poco. Le llevaba tres años. Era carismático y agradable. De estatura mediana, pelo castaño y ojos verdes, parecía un joven displicente que paseaba despreocupado por la vida. Era imposible asociarlo con ese lugar.
Se entendieron desde el primer momento. Estaban en pabellones separados pero los fines de semana se juntaban en el patio y salían a correr para mantenerse en forma. Ambos hacían gimnasia porque querían estar preparados para subirse a algún bondi (fuga planeada). Iban al mismo curso en el colegio de Devoto. Cuando se separaron, supieron que iban a necesitarse e intercambiaron datos personales.
A Beto lo enviaron a la prisión nueva de Caseros, donde estuvo pocos meses. Una noche lo sacaron de capeo (sin aviso y a los golpes) y lo trasladaron a la cárcel de Concordia, un lugar que detestó desde que llegó porque debía cuidarse solo de los “paisanos”, enemigos acérrimos de los porteños.
Desde el primer día pensó en fugarse. Se ganó la confianza del personal. La vida se le facilitó cuando se acercó a Cevallos, un interno salteño. Juntos comenzaron a trabajar en la construcción de una cancha de bochas. Mientras clavaba las maderas, miraba el movimiento del lugar y observó que podía saltar el muro si trepaba al techo de un galpón contiguo que servía de taller. Le contó su plan al paisano que enseguida subió a su bondi.
La noche elegida, perforó un colchón y se puso en el calzado retazos de género de relleno para amortiguar el salto. A la mañana, en un descuido del guardia, subieron al techo del taller, caminaron por el borde del muro y se arrojaron a la calle. El impacto de la caída desde casi ocho metros fue pleno porque no alcanzó a rodar cuando tocó el piso. Si bien el relleno amortiguó el golpe sobre los tobillos, fue insuficiente. El dolor se trasladó a una de las rodillas; creyó que se había roto los meniscos, le costaba moverse y no tenía estabilidad. El salteño, más ágil, desapareció de su lado; no le interesó la suerte de su compañero. Además, fue desprolijo. Hizo tanto ruido en el techo del galpón que alertó a los guardias y le restó tiempo a Beto para escapar con comodidad.
De la Torre había combinado con un amigo que lo esperara con un camión a dos cuadras. Tenía que subirse a la caja y fugarse. Arrastró la pierna herida y caminó hasta que divisó un vehículo estacionado. Al subirse a la caja y acercarse a la cabina se dio cuenta de que no era el prometido porque no tenía conductor; su amigo le había fallado. Descendió y comenzó una lenta huida en una pierna. Desde la garita, el guardia no lo podía ver.
Al llegar a un zanjón se ocultó; ya lo estaban buscando. Maldijo al paisano por el tiempo que le hizo perder. Estuvo acostado desde las diez de la mañana hasta las seis de la tarde. La pierna derecha estaba hinchada desde el tobillo hasta la rodilla. Era una masa deforme y morada. Salió de la zanja con esfuerzo. Arrastrando una pierna, llegó adónde creía que estaba la ruta 14 pero encontró un río. Preguntó a un lugareño por el camino. Le señaló el lado opuesto y le contó que ese tramo de la ruta quedó bajo las aguas cuando inundaron el pueblo Federación para construir la represa de Salto Grande. La noticia lo desalentó. La pierna lesionada dolía demasiado. Pensó en entregarse. Pero unos minutos después, cuando ordenó los pensamientos y recordó su soledad en la cárcel de Concordia, decidió continuar. Evitó el monte salvaje, un atajo que le ahorraría tiempo, pero que no estaba seguro de sobrevivirlo en esas condiciones.
Al día siguiente, llegó a una estación de servicio. Le pidió a un camionero que estaba cargando combustible, que lo arrimara a Zárate. Se presentó como un trabajador del obrador de Salto Grande que había tenido un accidente en el pie y lo habían licenciado.
Los detuvieron en un puesto caminero en Colón. Los hicieron bajar. Dio un nombre falso, pero la cicatriz que tiene en la pera lo traicionó y los policías se dieron cuenta de que era el fugitivo de Concordia que estaban buscando. Cuando volvió a la prisión lo esperaba un comité de recepción; una doble fila de agentes con palos. Para el penitenciario un preso que se les escapa es una humillación. Palos y patadas se lo recordaron. Pero a veces las palizas traen algún beneficio; un puntapié le acomodó la rodilla que dejó de molestarle en el instante.
Los años de confinamiento tuvieron consecuencias. Liliana, su mujer, se cansó de visitarlo y no tuvo la paciencia necesaria. En 1977 regresó a Junín con los dos hijos pequeños sin su marido; la gente del pueblo dictaminó en sus habladurías que Buenos Aires la había derrotado.
Rubén Alberto de la Torre fue trasladado a la Unidad 12 de Viedma, estaba abatido por la separación. Liliana no era la única vencida. Permaneció menos de un año y retornó a Devoto, donde se sintió más cómodo porque era una prisión que conocía. Lo ubicaron en el pabellón 11 junto a detenidos por homicidios; no faltaron violadores ni asesinos seriales como Carlos Robledo Puch.
Era un pabellón que albergaba a ciento cincuenta internos cuando su capacidad era de ochenta. La superpoblación irritaba. Había roces y peleas. Los heridos o muertos por duelos de faca (cuchillo rústico que fabrican en la cárcel) eran frecuentes.
Hugo Pasandella, más conocido como “El Cebolla”, un adolescente que había llegado del pabellón de menores y que sabía de la habilidad de Rubén para hacer escritos judiciales, le pidió que le prepare una audiencia para salir del lugar; quería ir al pabellón séptimo. La audiencia es un trámite que no necesariamente conlleva una reunión con el director del penal. “Cebolla” consiguió el traslado y se despidió con afecto; habían hecho una amistad a pesar del poco tiempo que estuvieron juntos. Pronto otro interno, Varsola, le pidió el mismo favor porque quería reunirse con su hermano.
-Tenés que salir de este pabellón de mierda. En el séptimo vas a estar mejor, hay más lugar, menos gente. Son más tranquilos- le dijo Varsola.
-Esta semana pido la audiencia y te sigo.
Rubén de la Torre se demoró en el trámite y salvó su vida porque días después, la mañana del 14 de marzo de 1978, estalló “El Motín de los Colchones”, una de las más grandes de las tragedias de la historia carcelaria. La noche anterior, un recluso se había negado a apagar el televisor e insultó al guardia cárcel. Al día siguiente, los penitenciarios fueron a buscarlo para encerrarlo en buzones (celdas de castigo más chicas, más oscuras y menos aireadas). Sus compañeros reaccionaron y les arrojaron los objetos que tenían a mano.
Uno de los jóvenes quemó uno de los colchones de material sintético que habían puesto contra la reja. El fuego se propagó en un momento. Rubén desde su celda observó una enorme llamarada seguida de humo negro y espeso. Al instante, aparecieron internos con las ropas y el pelo en llamas. Mucho más no pudo ver porque se escucharon disparos y tuvo que retirarse de la ventana.
Los compañeros de su pabellón comenzaron a golpear las rejas con los jarros para protestar por la represión del séptimo. El motín se estaba generalizando. Inmediatamente, llegó un guardia armado.
-¿Están haciendo quilombo? Hagan lo que quieran; allá los están matando a todos y a ustedes les puede pasar lo mismo así que no jodan. Apenas terminó la frase, puso los candados y la cadena de seguridad. Cerró el pabellón y se marchó.
El motín terminó con sesenta y un muertos quemados, baleados o asfixiados, entre los que estaban el “Cebolla” y los hermanos Varsola. La masacre fue recordada con una placa en la puerta de la Penitenciaría de Devoto y por el Indio Solari en la canción “Pabellón Séptimo”.
¡Me asfixio! ¡Dios!
Pienso en mi cara… se está quemando, ahora, mi cara…
¡Dios!
Una explosión y los colchones se prenden fuego y
Nos quemamos vivos…
Quiero salir, quiero escapar, las puertas siguen encerrojadas.
El pabellón… en un segundo se nubló todo y ya no vemos nada más…
Pruebo trepar hasta un ventanal buscando el aire y me balean fiero.
Viejita, amor, hijas y amigas, buscan noticias en la Puerta, ahí afuera…
Tiempo después, escucho aún el ruido de loco de los paloteros
Buscan así baldosas flojas donde escondemos tesoro y miserias
¡Pobrecito!...
Pobre “el Cebolla”, no pudo más, Se degolló por miedo.
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