Tomás de Aquino nació en 1225, en Rocasecca, Italia. Hijo de una familia noble y numerosa, sería confiado con tan solo cinco años a la educación y cuidado de los monjes benedictinos de Montecasino. Sin embargo, su búsqueda vocacional lo llevó a tomar distancia de la tradicional y prestigiosa orden de San Benito, y a unirse a la incipiente y novedosa orden mendicante de los predicadores, fundada por Santo Domingo de Guzmán. Tal decisión desembocó en un escándalo familiar, que involucró incluso el secuestro y encierro del joven Tomás en una torre del castillo de la familia, hasta que cambiara de opinión.
Tomás había sido deslumbrado por los predicadores de santo Domingo, y percibía allí su vocación y destino. El estudio, la oración y la pobreza en comunidad, como presupuestos para la predicación del evangelio, hacían de esta orden una novedosa realidad cristiana que integraba la vida contemplativa y la vida activa. La misión era: “Contemplata aliis tradere” (“dar de lo contemplado”). Nada cambiaría una decisión tomada, que comprometía toda su existencia. Es así que, al escapar Tomás de su encierro por una ventana de la torre, su llamado terminó imponiéndose sobre la voluntad de su familia.
Era una época de cambios, o mejor dicho, un momento histórico en el que comenzaba a germinar un cambio de época. Las rutas comerciales habían motivado el traslado de la población campesina a las grandes ciudades. Del antiguo régimen de formas y costumbres feudales se pasaba a la era de las comunas, sociedades y gremios. A modo de corporación, se reunían los profesores y estudiantes y empezaba a gestarse la universidad. El papa Alejandro IV, en 1255, usa la palabra “universitas” para referirse a todos los profesores y estudiantes residentes en París.
Occidente atravesaba una verdadera coyuntura cultural y, frente a esta profunda transformación social, se presentaba el desafío, siempre permanente, de manifestar la eterna novedad del Evangelio. La orden de santo Domingo (los dominicos), junto a los franciscanos, representaban, por aquel entonces, las corrientes de renovación dentro de la Iglesia católica. En este contexto Tomás, este muchacho robusto y reflexivo —apodado por ello “el Buey Mudo” —, se uniría a los dominicos; así, sus mugidos resonarían estrepitosamente en su tiempo y en los siglos venideros.
En favor tanto de la tradición como del progreso
En palabras del padre Chenu, “Santo Tomás de Aquino, a quien el nacimiento lo había ubicado en una alta dinastía feudal; a quien las tradiciones familiares destinaban a la más poderosa de las abadías, se dirigía sin embargo, gracias a la libertad que le había procurado su vocación, a un camino que lo llevaría a la más representativa y efervescente de las escuelas urbanas en el corazón de la nueva sociedad: la Universidad de París”.
Allí, bajo la orientación de maestros como san Alberto Magno, el joven Tomás entraría en contacto con la exigencia y la dinámica del estudio científico de la vida universitaria en aquella “nueva Atenas” —como se le llamaba a una París donde, al decir del Papa Gregorio IX, “se cuece el pan intelectual del mundo”—. La Universidad de París no era ajena a las transformaciones sociales: mejor dicho, era uno de los centros de tensión de la vida cultural europea.
Los avances de la ciencia y la tecnología, las corrientes filosóficas neoplatónicas que llegaban de manos de los árabes y la irrupción de la filosofía de Aristóteles en la vida intelectual universitaria ponían en crisis las categorías científicas asumidas y amenazaban, en apariencia, la solidez de la teología. Esta situación generó dos facciones de pensamiento: una, con un sesgo más conservador, y otra, más progresista.
Tomás se propuso asumir todo el legado intelectual de la cultura occidental, teniendo como fundamento la Sagrada Escritura, e incorporando la sabiduría de los padres de la Iglesia, la filosofía griega, la romana, la hebrea y la árabe, para integrarlas y armonizarlas con los avances científicos y el pensamiento de Aristóteles. Haciendo carne una de sus frases más conocidas: “La verdad, independientemente de quien la diga, proviene del Espíritu Santo”. Este desafío no sólo le demandó muchísimo trabajo intelectual, sino que, además, le valió enfrentamientos, calumnias e incluso las condenas por hereje del obispo de París, Étienne Tempier.
Según el célebre teólogo luterano Reinhold Seeberg, Tomás de Aquino, “fue el gran adalid del progreso entre los teólogos; el que sometió más que ningún otro la tradición a severa crítica, transformándola. Pero en él fue tan vivo el amor de la ciencia como la devoción y adhesión a la doctrina de la Iglesia. Por eso creó un sistema en el que se dan la mano de una manera admirable, el más fuerte apego a la tradición conservadora de la Iglesia con las aspiraciones más audaces de las nuevas conquistas científicas. Este gran teólogo iba en realidad al frente del progreso filosófico, siendo al mismo tiempo el más recio defensor de la tradición de la Iglesia”.
Un pensamiento enérgico
Para Tomás, el hombre como sujeto es un ser relacional y abierto a las cosas. Puede entrar en contacto con ellas. Puede conocerlas partiendo de experiencias sensibles y llegar a leer en su interior, captando su esencia; es decir, conociendo su ser, lo que es. Nuestro santo está convencido de que el ser humano puede conocer la verdad: la verdad, enseña, es la adecuación del intelecto a la realidad. Pero la realidad siempre es más amplia que la capacidad del intelecto humano. Por eso afirma también: “todos los esfuerzos de la mente humana no pueden agotar la esencia de una mosca”.
Ahora bien, Tomás es ante todo un creyente, un hombre de fe, y por eso va más allá. Él enseña que nuestra razón, iluminada por la fe, puede conocer la verdad sobre Dios. Si acaso, nuestra razón no alcanza a comprender los misterios divinos, no es porque sean oscuros e incomprensibles, sino a causa de la limitación de nuestra inteligencia. Así como los ojos quedan cegados por la visión del sol, nuestra razón se ve desbordada por el exceso de luz, frente a una realidad que supera nuestra razón: una realidad que no es irracional, sino suprarracional.
La confianza de Tomás en la capacidad de conocer de la inteligencia lo convierte en un gran polemista y en un hombre de pensamiento crítico. Las famosas Disputationes —debates intelectuales reglamentados, muy característicos de la universidad medieval— forman parte de su vida intelectual habitual. Muchos de ellos han dado origen a importantes tratados filosóficos y teológicos de su pensamiento.
Su método científico para proponer la teología en quaestiones, argumentos a favor, argumentos en contra y objeciones con sus respuestas, hace resplandecer —de modo particular en su obra cumbre, la Suma Teológica— el rigor lógico y la seriedad académica de su misión intelectual. Tomás siempre distingue, precisa y une. Su intención no es agotar, reducir y diseccionar el objeto de conocimiento, sino todo lo contrario. Tomás busca despejar, ampliar horizontes y generar distintas perspectivas buscando siempre conectar con la realidad. Lejos de todo racionalismo ilustrado, estamos frente a una tremenda vitalidad intelectual.
Su pensamiento no es rígido, sino profundo. Es un pensamiento enérgico que busca llegar lo más a fondo que se pueda. Esto es lo que permite flexibilidad de adaptación y diálogo, en el marco del orden y la claridad.
La matriz del Occidente moderno
El pensamiento enérgico de Tomás representa las más acabada síntesis de proceso teológico medieval, y sienta las bases de la cultura occidental de la era moderna. Su pensamiento extendió su influjo a los más diversos campos de la ciencia y el arte.
En política, entre diversas obras, podemos subrayar el tratado De Regno y los consejos para el buen gobierno, referidos al rey de la isla de Chipre; y su teología política, presente en la pintura de los frescos de Ambrogio Lorenzetti. Respecto del ámbito económico, sus observaciones sobre la usura y el comercio en la cuestión 78 de la Secunda Secundae de la Suma de Teología. En el ámbito de la salud y la psicologia, sus tratados acerca del movimiento del corazón y de la ciencia del alma, y los consejos para curar la tristeza. También encontramos estudios suyos sobre la suerte y los astros, y se destaca el influjo de su teología en el desarrollo de una las obras literarias más importantes de la cultura occidental: la Divina Comedia, de Dante Alighieri. Sus observaciones sobre el derecho y las leyes están presentes en el pensamiento jurídico iusnaturalista. Su doctrina eucarística actualmente figura en la liturgia, en los himnos y en las poesías de la fiesta del Corpus Christi. Sus nociones filosóficas sobre la belleza se proyectan sobre la estética y el arte. Y la lista de sus aportes a la cultura occidental, en definitiva, sería interminable.
Sin embargo, de toda su producción, hay dos elementos que constituyen la cumbre de su conocimiento intelectual: en el ámbito filosófico, su metafísica; y luego, lo principal: su desarrollo de la teología sistemática como fruto de la contemplación orante, habitual e intensa de la Sagrada Escritura. Él mismo se animó a decir: “He aprendido más orando ante el crucifijo que en los libros”.
Para muchos creyentes, agnósticos y ateos, la persona de Santo Tomás de Aquino representa uno de los frutos más exquisitos de la cultura occidental.
Una oportunidad
Siempre es una buena oportunidad volver a los clásicos y redescubrirlos. Porque los clásicos —en la música, en el cine, en la literatura, en la filosofía y en la teología— no pasan de moda. Tomás de Aquino es un clásico en la vida de la Iglesia. Por esta razón, los diferentes papas a lo largo de la historia, hasta el papa Francisco, han insistido constante y vehementemente en considerar el pensamiento y el espíritu intelectual de Tomás de Aquino como camino seguro para lanzarse en la búsqueda de la verdad.
La Iglesia católica no es ajena a las problemáticas sociales actuales. En medio de una cultura de pensamiento débil, que contempla la realidad desde la utilidad o desde el placer, el pensamiento enérgico de Tomás nos invita a descubrir que la conexión con el ser de las cosas es fuente de vida.
Está claro que no resulta fácil ingresar en el sistema filosófico y teológico de Tomás. Muchas veces sus promotores y detractores lo han asumido ideológicamente. Han querido fosilizar su pensamiento como si fuera una pieza exquisita de arqueología. Algunas veces se ha acusado al tomismo de fideísta, por las abundantes citas de autoridad que enriquecen las obras del santo. Otras, las críticas se han desplazado hacia el punto contrario, señalando un exceso de rigor lógico, con un enfoque muy racionalista que heleniza las verdades de la fe, traicionando su sentido original. Sin embargo, la ambigüedad de las acusaciones hace evidente lo difícil que es encasillar y rotular a Tomás de Aquino.
Aún hoy, el testimonio de su vida, su pensamiento, y su camino espiritual nos iluminan para dar profundidad a la fe. Para asumir los desafíos de la cultura actual, para renovar el diálogo fe-ciencia, para lanzarnos sin miedo a la evangelización. Para integrar lo distinto, para descubrir el valor de lo antiguo y lo nuevo, y para recordar que todos estamos llamados a una vida mística, a una vida en el misterio. Si bien podemos ver y conocer, siempre es mucho más lo que no vemos y lo que nos excede que aquello que conocemos.
En esta línea, tal vez su más grande enseñanza sea aquella que Bruno Forte pudo inmortalizar en aquellos poemas tituladas “El silencio de Tomás”. Los biógrafos cuentan que, sobre el final de su vida, Tomás tuvo una visión. Esta visión lo dejó en completo silencio, y dejó de escribir. Su secretario, Fray Reginaldo, le insistió con que siguiera escribiendo. Pero Tomás respondió: “No puedo. Todo lo que he escrito me parece hierba seca comparado a lo que he visto y me ha sido revelado”.
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