Esta semana se cumplieron 29 años del atentado terrorista a la AMIA. Fue el martes. Ya pasó. Ahora deberíamos hablar de otra cosa. Y de eso no volver a decir nada. Hasta que aparezca algún dato intrascendente, un descubrimiento parcial, un papel, un testimonio, un hecho ya conocido que regresa como noticia para que creamos que está pasando algo nuevo. Así hasta el próximo 18 de julio, el de 2024, en el que se cumplirán 30 años y volveremos a rasgarnos las vestiduras, a colgar fotos, a recordar el poema de Tamara, a hacer sonar el shofar, a delinear resúmenes e infografías de la causa.
Es difícil, supongo, no ser autorreferencial al hablar de tragedias colectivas. En qué lugar de la casa te sentaron para contarte que se murió la abuela Rosita. Qué estabas haciendo cuando cayeron las torres gemelas. Qué recordás del atentado a la AMIA. No sé, en este caso, si hay mayor carga emotiva para los judíos. Imagino que sí. Yo estaba en séptimo grado. Mi mamá me sacó del colegio mixto, laico y bilingüe. Creo que a otros judíos también se los llevaron. O tal vez eso fue con la Embajada y en AMIA me enteré cuando volví a casa a almorzar. No estoy segura. Sí recuerdo su cara desencajada. Otra vez. Otro atentado. Miedo. Otra vez.
Un año más tarde nos llevó al acto. El primer acto. Creo que llovía. Creo que casi siempre llueve los 18 de julio. Juan Castro era notero de Telefe. Nos preguntó qué sentíamos. “¿Qué sienten, en una palabra?”, eso dijo. Mi mamá y mi hermano contestaron lo que había que contestar. Impotencia, miedo, dolor, esas cosas. Yo no. Tenía 12 años y dije odio. Siento odio.
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Ahora tengo 41. Y nada ha cambiado. Siento odio. Rabia. En aquel momento por los asesinos. Hoy también por sus cómplices. Por el Estado, una de las cosas más importantes para mí, que venero instituciones como otros adoran monolitos religiosos o políticos. Odio hacia mi propio Estado. Sus presidentes, sus legisladores, sus jueces y fiscales. Sus encargados de prevenir, investigar, sancionar y reparar. Que no hicieron nada. Que escondieron. Que encubrieron. Que sacaron ventajitas políticas. Que fueron, en el mejor de los casos, ineficaces, negligentes, inidóneos. Que ya ni siquiera se toman la molestia de ir a los actos a poner cara de circunstancia. Al menos eso. No. Ya ni eso.
El día del aniversario, Romina Manguel entrevistó en Radio Con Vos a Laura Ginsberg, titular de la Agrupación por el Esclarecimiento de la Masacre Impune de la AMIA (APEMIA), una organización de víctimas y familiares que surgió en 2002 como desprendimiento de Memoria Activa. APEMIA sostiene que Argentina e Israel fueron cómplices del encubrimiento de los atentados. Escuché a Laura Ginsberg ahí, desde el estudio.
“Aquí hubo un acuerdo de los partidos políticos más importantes que han ocupado posiciones de gobierno durante 29 años para no investigar, para no saber y para ocultar de manera deliberada quiénes han sido los responsables y por qué se cometió este crimen de Estado”, dijo. Okey, pensé. Esto es completamente cierto, diría que casi innegable. Es lo que de alguna u otra manera sabemos todos.
Pero a continuación, Ginsberg dijo algo que me estremeció. “Hay organizaciones de familiares como Memoria Activa que todavía esperan que el Estado les dé Justicia cuando el Estado ya demostró que es incapaz de darla porque está implicado. No nos puede dar otra cosa más que impunidad, más relato, más encubrimiento y en ningún caso la vía de salida para el esclarecimiento del crimen y el castigo a los culpables”.
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El Estado no puede dar Justicia en AMIA. Nunca va a dar otra cosa que no sea impunidad, mentira, encubrimiento. Porque el Estado está implicado en el crimen. Eso dijo. No dijo “aquel gobierno”, “el presidente Fulano”, o “el juez Mengano”. Dijo “el Estado”. Y esto a mí no me deja el alma en paz. Porque una cosa es que hablemos de complicidades personales o incluso partidarias, si se quiere. Pero otra cosa es el Estado. Porque no hay cosa más grave que un crimen de Estado. Y porque, como dice Ginsberg, ¿qué Justicia va a haber si el responsable es el Estado?
Este es, creo, el núcleo de mi odio. El único odio que he sentido en la vida. El de AMIA. Es el Estado. Porque no puedo rescatar a nadie, ni a uno solito, de todos los funcionarios públicos que tuvieron alguna incidencia, por acción u omisión, en este resultado. En que mi país, el país en el que nací y en el que nacieron mis padres y mis hijos no pueda darme una explicación de lo que pasó el 18 de julio de 1994 en Pasteur 633.
Ya sabemos, intento decirme, que una cosa son los gobiernos y otra cosa es el Estado. Que una cosa son las personas y otra cosa son las instituciones. Pero a esta altura esto es apenas un juego de palabras. Creo que tiene razón Laura Ginsberg. Creo que hay que dejar de esperar que el Estado argentino, su Justicia, su Congreso, sus presidentes, hagan algo. Creo que mi país no tiene credibilidad como institución capaz de investigar el atentado a la AMIA. Lo ha reconocido el propio Estado ante el sistema interamericano en 2005 y 2022.
¿Y entonces? Entonces pienso en las transiciones democráticas. Pienso en el Juicio a las Juntas. Pienso en el decreto 156 de Alfonsín. Pienso en la propuesta de APEMIA para crear una comisión independiente que investigue el atentado. Pienso en su reclamo (y el de Memoria Activa ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos) para abrir de manera total y absoluta los archivos de la ex SIDE y de todas las fuerzas de defensa y seguridad. Pero en serio, no como la burla que han hecho hasta ahora todos los gobiernos sinvergüenzas, que a 29 años de la bomba recién están acondicionando edificios para rescatar documentación del agua y de las ratas.
El país de Alfonsín la tuvo difícil, sin dudas. Pero también, en algún punto, más fácil. Porque la credibilidad de aquel Estado para juzgar sus propios crímenes de lesa humanidad (calificación jurídica que también tiene el atentado a la AMIA) provenía de la propia transición. La democracia iba a juzgar los delitos de la dictadura. Aquí no tenemos eso. No hay un cambio de sistema. Es el mismo. Es la misma democracia constitucional cuya legitimidad intentamos sostener todos los días contra quienes buscan corroerla o destruirla. Pero yo el 18 de julio no puedo. Que la sostengan otros. Yo ese día quiero, parafraseando a Carlos Nino, tirar la catedral abajo, como la bomba que explotó la AMIA.
La Corte Interamericana va a condenar a la Argentina. Espero que con la mayor dureza. Espero que con medidas concretas. Con garantías de no repetición. Con obligaciones detalladas y supervisadas por la propia Corte para que se digitalicen y abran los archivos (a toda la sociedad) y para que se construya una comisión independiente, intachable y empoderada que investigue el atentado y sus múltiples encubrimientos. Con la legitimidad que tuvo el juicio del 85 y que no tiene ningún organismo oficial del Estado argentino. A ver si podemos, de una vez por todas, dejar de odiar.
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