Si bien el financiamiento de las campañas políticas es un tema crucial en cualquier sistema democrático, uno de los puntos de discusión más relevantes es si el Estado debe o no asumir un rol activo en el financiamiento o subvención de estas campañas, erogando contribuciones del erario. Estos aportes estatales tienen significativas implicancias debido a la asignación de cuantiosos recursos monetarios a cuestionables prioridades respecto de los deberes y responsabilidades que le compete al propio Estado, y en su impacto respecto de la equidad electoral, la transparencia, la integridad del proceso político y la calidad de la democracia.
Si bien y salvo algunos beneficios fiscales, en países como Estados Unidos, Canadá, Reino Unido, Australia y Singapur, el Estado no presta ayuda económica directa para los procesos electorales, dependiendo los candidatos y partidos políticos de donaciones privadas o recaudación de fondos, en países de Europa continental y Latinoamérica existe una subvención pública en conjunto con aportes privados, dirigida a contribuir con los gastos de campaña de los partidos políticos o con sus actividades permanentes.
Por un lado, la significativa subvención estatal de los partidos políticos devino en una enajenación de su original naturaleza asociativa civil independiente, transformándose en órganos del Estado; pero por otro lado, su dependencia exclusiva de aportes privados ha conllevado frecuentemente influencias desmedidas de grupos de interés o presión sobre los partidos o candidatos a los que apoyan, cuando no el constante riesgo de la infiltración de dinero proveniente del crimen organizado, por ejemplo, el narcotráfico, para comprar impunidad. Por ello, el sistema mixto de aportes privados y estatales a los partidos políticos, bajo las diversas legislaciones y regulaciones locales, procura lograr un equilibrio evitando ambos efectos indeseados. Pero la cuestión fundacional por el deber del Estado para subvencionar o financiar las campañas políticas permanece.
Como argumento a favor se encuentra la promoción de la equidad permitiendo nivelar las condiciones de competencia electoral en igualdad de condiciones, independientemente de la capacidad financiera de cada partido. Dicha erogación pública contribuye además a la reducción de la mencionada influencia desproporcionada de los intereses económicos particulares en el proceso político, no garantizando, pero sí contribuyendo a que las decisiones se tomen en beneficio del interés público. A través de la subvención, el Estado puede exigir el cumplimiento de políticas democráticas intrapartidarias, equidad o inclusión social en la postulación de candidatos, así como la obligación de presentar informes detallados de los aportes y gastos de la campaña electoral, facilitando la supervisión de los recursos utilizados en las campañas políticas, promoviendo la transparencia y la rendición de cuentas de los candidatos y partidos políticos. En otras palabras, desde esta perspectiva la subvención estatal de las campañas políticas es una herramienta que contribuye a garantizar que todos los candidatos tengan acceso equitativo a los recursos necesarios para competir y reducir la corrupción por la dependencia de intereses privados, esencial para preservar la integridad del proceso democrático.
No obstante, quienes se oponen a la subvención estatal de las campañas políticas argumentan el serio riesgo de injerencia estatal en la competencia política, dada la posible politización de los recursos públicos y al abuso de poder por parte del oficialismo. Sumado a ello existe el riesgo de restricción de la libertad de expresión, por imponer regulaciones sobre la utilización de los fondos, considerándose en una eventual interferencia injustificada en el debate político. Además, cuando el Estado regula el otorgamiento de fondos para las campañas políticas, en montos, criterios, proporciones y formas de percepción, existe el riesgo por sus criterios normativos, que los partidos y candidatos estén obligados a alinearse con las agendas gubernamentales o hacer concesiones indebidas para asegurarse el financiamiento. Esto puede erosionar la independencia y autonomía de los actores políticos, socavando la diversidad de ideas, influyendo en el discurso político, censurando encubiertamente y limitando la representatividad de los comicios. Pero, sobre todo, dicha erogación estatal es concebida como un desperdicio de recursos públicos que podrían destinarse a la educación, seguridad o salud, tergiversando las prioridades, la eficiencia y la justificación del gasto público. En otros términos, el financiamiento estatal de las campañas políticas representa una desvío de la función primordial del Estado y asignación de sus recursos, provocando una mayor burocracia y costos para los contribuyentes, debiendo además asegurar la supervisión y regulación garantizando equidad y transparencia del proceso.
Ante estos dos posicionamientos, es posible discernir críticamente que para garantizar tanto la transparencia en el origen de los fondos o aportes privados y el destino de los públicos, cualquiera de ambos dependerá de los mecanismos de control, supervisión y punición acorde a la eficiencia en la aplicación de la ley dependiendo de cada país. Es decir, ninguna de ambas metodologías o en su versión mixta, están libres per se de corrupción.
Pero tomando a favor la intención de proporcionar una base equitativa en la competencia electoral frente a los recursos económicos, en la práctica los partidos más grandes o los candidatos con mayor respaldo previo tienen una ventaja sobre los demás, dado que la distribución presupuestaria normalmente es proporcional a la cantidad de votos que el partido obtuvo en la última elección, más allá que cierta partida presupuestaria sea igualitaria para cada lista presentada. Así, en lugar de nivelar, el financiamiento estatal puede perpetuar y amplificar las disparidades existentes. Por otro lado, a diferencia del financiamiento privado, donde los donantes pueden exigir más eficientemente transparencia, rendición de cuentas y eficacia en su uso, el financiamiento estatal puede generar una sensación de que los recursos son gratis, socavando la responsabilidad para con su uso. Esto puede llevar a una gestión ineficiente y derroche de los fondos, sin consecuencias significativas para los involucrados. Por otro lado, en contextos de apremiantes limitaciones presupuestarias y urgencias alimenticias, de seguridad, hábitat y salud poblacional, destinar recursos significativos a las campañas electorales resulta al menos inadecuado cuando no injusto respecto del bien público.
Luego, si bien el deber ético del Estado fundamenta garantizar la igualdad de oportunidades en favor que todos los actores políticos compitan en igualdad de condiciones, su implementación actual genera mayor desigualdad entre las mayorías y las minorías, desincentiva la responsabilidad con los recursos asignados y genera una injusta obligación a los contribuyentes para apoyar económicamente a partidos que no aprobarán políticamente.
Por ello, sin poder confiar en el Estado ni en los oficialismos, debiendo promover la responsabilidad individual, la participación ciudadana y la responsabilidad social empresaria, sumado al pauperizado contexto socioeconómico de Argentina, lo menos controversial sería mantener un apoyo estatal indirecto, sin transferencia de fondos ni reembolso de gastos. Así, conforme la ley 26.215, donde con fines electorales los medios de comunicación audiovisuales ceden gratuitamente espacios y otro tanto a cuenta de pago de impuestos nacionales, podría similarmente implementarse para empresas gráficas en la impresión de boletas, a la espera de la urgente aplicación del voto electrónico. Misma medida respecto de líneas telefónicas, conectividad de internet, publicidad en redes y transporte para candidatos, organizadores y elementos de campaña. Acorde a la misma ley que prevé para los partidos políticos la exención impositiva de bienes inmuebles, cuentas corrientes, créditos y débitos, incluyendo el IVA, podría gestionarse también préstamos con una tasa de interés diferencial para realizar actividades de campaña. Autorizar además el uso de edificios públicos o gubernamentales para celebrar concentraciones políticas. Estas medidas y otras bajo el criterio de convenio estatal-privado, sin erogación estatal directa hacia los partidos políticos, evitarían los males mencionados e incluso garantizarían mayor igualdad en la competencia electoral.
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