En cuanto se conoció la noticia de su muerte, el domingo pasado, las redes y los medios de todo el mundo se llenaron de las fotos que la convirtieron en ícono: Jane Birkin recién llegada a París a meses del Mayo francés y enamorada de un poeta feo y maldito que la doblaba en edad; la cara más hermosa y provocativa de la liberación sexual. Las críticas y reflexiones para el posteo indignado no tardaron en sumarse: ¿Por qué recordar con imágenes de la belleza hegemónica de sus 20 años a una mujer de 76 que aún enferma planeaba conciertos? ¿Por qué tan pocos recordaban las canciones y las películas de la artista detrás de esas fotos?
La respuesta no es difícil, y es que, por sobre todas las cosas, Jane Birkin era icónica. Ïcono es una palabra gastada que en ella recobra sentido hasta la máxima expresión: el estilo atemporal, libre y deliberadamente simple de la primera chica “it”, cuando el mote iba mucho más allá de la moda del momento. Birkin murió siéndolo y nada de eso le resta mérito a su carrera, al contrario. Ella misma le dijo a Le Monde en 2019: “Fui un objeto y eso es lo que quise ser”.
En Jane by Charlotte (2021), el retrato documental que hizo de ella la hija que tuvo con Serge Gainsbourg –ese cantante alcohólico y poco agraciado al que la rubia desnuda de Blow-up dotó de sensualidad y misterio cuando se convirtieron en la pareja más famosa de Europa–, Birkin dice que amaba las sesiones de fotos: “Era tan excitante y estimulante; la música, el ambiente, todo. Y además era joven y linda y no me preocupaba salir mal”. Probablemente también a ella le habría gustado verse de nuevo así ahora, con el pelo largo, la boca entreabierta y esas canastas de mimbre repletas como bolsos, propias de una madre jovencísima –tuvo a Kate, su hija mayor, cuando apenas tenía 19 años– que fueron la génesis de la cartera de Hermès que lleva su apellido.
Hasta entonces la musa inglesa de Antonioni nunca se había creído bella. “Me sentía incompleta, como un ratoncito, jamás hubiese imaginado que iban a considerarme bonita”, escribió para Elle en 2020 en una columna en la que cuenta que en el colegio la trataban de tomboy porque casi no tenía tetas, y que durmió cada una de las noches con su primer marido –el compositor John Barry, con quien se casó a los 18– con un delineador bajo la almohada “para que si se despertaba de pronto no descubriera mis ojos chiquitos de chancho”.
La mirada reprobatoria de cierto progresismo reduccionista de hoy podrá preguntarse si está bien que nos siga gustando un tipo bastante misógino, violento y al borde de lo incestuoso como Gainsbourg, pero Birkin –que lo quiso hasta después de su muerte, pese a dejarlo cuando su alcoholismo hizo la convivencia imposible– dice en ese texto para Elle donde desgrana su relación con la belleza, que sólo cuando conoció al cantante en el set de Slogan se sintió atractiva y segura de sí misma. Esa belleza heteronormativa que ahora casi se le reprocha no le había servido tanto para reafirmarse antes de mudarse a París: ni siquiera se intuía deseable y Barry no hacía mucho para que cambiara de opinión.
“Serge me dijo que yo era su ideal de belleza y a mí me pareció asombroso –escribe para asombro de los lectores–. Me llevó al Louvre a ver los cuadros de los artistas medievales y me mostró lo que quería decir. Me dijo que se la había pasado dibujando a chicas como yo cuando iba a la escuela de arte”. Entonces describe el momento exacto en que se transformó en ícono: “Nos convertimos en parte del mobiliario de Francia junto a mi hija Kate y a Charlotte, que nació poco después. Los sábados a la noche salía en la televisión, tirada sobre el piano con vestidos de lentejuelas y cantando. En París, éramos bienvenidos en todas partes. [...] Si no teníamos shows o películas, salíamos a divertirnos. Éramos la pareja del año. Las revistas me ponían en sus portadas y hacía producciones con grandes fotógrafos. Ahí me dí cuenta de que podía gustarle a alguien”.
Habían escandalizado al mundo con Je t’aime... Moi non plus, el tema que se decía que habían grabado mientras tenían sexo, algo que Gainsboug negaba asegurando que, de haber sido así, en vez de un single hubieran hecho un LP. La Birkin tampoco renegaba de eso: decía que sin Je t’aime el resto de su carrera no habría sido posible. Y que recién encontró el estilo que la hizo sentir “ella misma” cerca de los 28 años: sin maquillaje ni delineador, ni siquiera brillo en los labios.
“Me sentía bien sin esforzarme”, escribe. Ese fue su sello y es algo por lo que todas las generaciones que la sucedimos le debemos muchísimo. Había que ser hermosa a los ojos del mundo para animarse a tanto cuando las mujeres pasaban horas haciéndose la toca. Pero ella usó su belleza para hacer de la elegancia algo mucho más cómodo para cualquiera: unos jeans, una remera blanca y un bolso enorme se convirtieron gracias a Birkin en los tres ítems básicos del cool moderno.
Y cuando se separó de Gainsbourg y se lanzó como solista con un gran show, en los 80, fue más allá para realzar su lado andrógino y se cortó el pelo cortísimo. “Quería sacarme de encima todos los atributos femeninos. Necesitaba que la gente me escuchara a mí, a las letras, en vez de quedarse sólo con mi apariencia”, le dice a su hija en Jane by Charlotte. Pasaba a medias, porque su belleza seguía traspasando incluso su voz suave y rota, que no era menos hermosa. En Jane B. (1988), la biopic “imaginaria” de Agnès Varda, le dice a la directora algo parecido: “Me gustaría ser filmada como si fuera transparente, anónima, como cualquier otra persona”. Acababa de cumplir 40 años y le asustaba envejecer, pero otra vez era imposible dejar de mirarla: su presencia era demasiado luminosa.
Hace dos años le confió a Charlotte que había cambiado radicalmente su forma de vestir (y de vivir) tras la muerte de Kate, su hija mayor, que se suicidó en 2013: “Salgo menos de la cama, me paso las horas pensando qué hubiera pasado si hacía otra cosa, lidiando con la culpa”. La apariencia le seguía importando hasta para comunicar un estado de ánimo, aunque en el documental le asegure a su hija que ya está cerca de que eso deje de pasar, que ya no se reconoce en el espejo y por suerte ve menos. “No me acostumbro a tener arrugas alrededor de la boca ni a estos labios chatos”, le dice, y después posa, hermosa como siempre tal vez porque no termina de creérselo. O tal vez porque lo sabe perfectamente y también sabe cómo seguirlo siendo.
Su madre, la también bellisima actriz inglesa Judy Campbell, le había dicho antes de morir: “Se fue…”. Cuando Birkin quiso saber de qué hablaba, la madre musitó: “Mi belleza”. En el texto de Elle, dice que entonces se enojó; la enfurecía que su última preocupación antes de irse fuera tan narcisista. Pero admite que, sin embargo, ella misma se había encontrado hacía poco diciéndole algo parecido a su hija menor, Lou Doillon. “La gente me dice que sigo siendo hermosa, pero yo sé que me convertí en otra cosa. Y es demasiado tarde para hacer algo, sería patético”, escribe.
Sabía que iba a ser recordada por diseñar la Birkin de Hermès y por Je t’aime. Realmente no creo que le molestara tanto en su despedida ver pasar las fotos de esa chica de sensualidad relajada, segura de sí misma por primera vez y en romance con la cámara, antes de volverse transparente. Un objeto sexual por decisión propia, tan contradictoria como ser a la vez ícono de la belleza y de la libertad.
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